xoves, 6 de setembro de 2012

Venecia, 8: Isabelle Huppert protagoniza la notable Bella addormentata, de Marco Bellocchio

por José Luis Losa

Quedan solo dos días para que esta 69ª edición de la Mostra de Venecia entregue sus premios y tan sólo tres autores, Brillante Mendoza, Francesca Comencini y el largamente aguardado Brian de Palma por postularse para un palmarés en el cual las dos películas que suenan de momento como favoritas son The Master, de Paul Thomas Anderson, y Après Mai, de Olivier Assayas.

Esta mañana se esperaba con expectación, en una Mostra que ha sido seguramente la más parca en cuanto a desembarco del star-system norteamericano de los últimos años, la llegada de Robert Redford quien, tras varios tropezones que amenazaban con retirarlo del cine de manera prematura (tiene 76 años) dirige y protagoniza The company you keep, un thriller de aspecto a priori epatante, en un casting en el que le acompañan Shia LeBouf, Julie Christie, Nick Nolte, Susan Sarandon y Brendan Gleeson. Es poco fundado pensar que Redford vaya a provocar a la entrada del Lido la que hasta ahora ha sido mayor locura colectiva de los fans y cazadores de autógrafos de esta Mostra: ayer les hablaba de un infumable producto que iba de gamberro y transgresor, Spring Breakers, dirigida por Harmony Korine. Lo que estaba fuera de mi entendimiento es que el reparto de chicas malas que fuman en todo menos en pipa en este bodrio improcedente, Selena Gomez, Vanessa Hudgens y Ashley Benson, iba a derivar en el más desbordante fenómeno de idolatría en su aparición en el Lido. Como entra en mi deber informar de a qué se debe este hecho, paso acta de que las tres jóvenes proceden de la cantera televisiva de productos tan “artist” como Glee, Los magos de Waverly Place, Hannah Montana o High School Musical, en donde compartía cartel Zac Efron, la otra celebración histérica en la alfombra roja del Lido en esta edición.

O sea, que en esta semana por esa misma alfombra han ido pasando Ben Affleck, Winona Ryder, Joaquin Phoenix, Philip Seymour Hoffman, Spike Lee, Pierce Brosnan, Kate Hudson o Claudia Cardinale, pero quienes de verdad generan entusiasmos son Zac Efron y las Hannas Montanas. No es necesario explicarles que el star-system ha muerto, que lo que ahora domina Hollywood es algo así como el Club Disney. Y que dentro de poco las críticas de cine deberán hacerlas menores de quince años como los que abarrotaban ayer el Lido.

Entiendo que estas hordas griten al paso de las teen-agers de Spring Breakers, y no vayan detrás de dos señores que unas pocas horas antes en esa misma sala ofrecían sendas lecciones de cine mayúsculo, dos realizadores de 73 y 103 años, Marco Bellocchio y Manoel de Oliveira (ausente porque su salud, después de un susto en julio, aún debe estar resentida). Que los clubes de fans persiguiesen a Oliveira o a Bellocchio sería un surreal acto de gerontofilia. Pero ese contraste brutal, el hecho de que las multitudes se concentren en torno a la silicona y el acné y esa sea la foto del día mientras dos genios vivos del arte mayor cinematográfico estiran su talento digno de veneración es otra prueba de lo asilvestrado de esta sociedad que rinde culto a la horterada y se desentiende de la belleza de la lucidez.

Pues, pese a eso, el miércoles fue un día de celebración para el cine de hondísimo calado. No se trataba de un tour de force provocado, pero esa coincidencia en la misma jornada, y en pases simultáneos, de Bella addormentada, de Bellochio, que compite por el León de Oro, y O Gebo e a sombra, de Oliveira, presentada fuera de concurso, convirtió la mañana en una glorificación civil del cine develador de la naturaleza humana. Porque en profundos caladeros de esa búsqueda se sumergen tanto el italiano como el portugués.



Con Bella addormentata, Marco Bellocchio aborda la cuestión de la eutanasia a partir del caso real de Eluana Englaro, una joven que llevaba varios años en coma y en el cual, en el invierno de 2009, mientras trataba de desviar la atención de los escándalos de sus velinas y sus trapisondas, el entonces primer ministro Berlusconi hincó el diente para defender “la causa de la vida”, sin importarle un encarnizamiento obsceno con el dolor de aquella mujer que su actitud contribuyó a generar. Bellocchio, quintaesencia del cineasta con arrojo extremo para agitar conciencias (suyas son algunos de los hitos de mayor coraje cívico y político del cine europeo como Las manos en los bolsillos, La Cina è vicina, En el nombre del padre y, más recientemente, La sonrisa de mi madre, Buenos días, noche y Vincere) opta como en él es norma por huir de la grandilocuencia o de la consigna ideológica evidente. Deja que sea el espectador el que extraiga sus conclusiones sobre la sordidez del “caso Eluana” a través de los diversos frentes narrativos que abre para escapar del panfleto: el de un diputado de la mayoría berlusconiana que quiere votar en conciencia a favor de dejar descansar a la mujer y con eso hunde su carrera política y el de la propia familia de Eluana, con una Isabelle Huppert que, en un acto de generosidad, no se arroga protagonismos y, en su rol de madre integrista de la joven en coma, funciona como un elemento más de esa amplitud de frentes argumentales. Hay en Bella addormentata una secuencia, la desarrollada en la sauna privada donde vemos las cabezas de los senadores asomando como cetáceos de un sistema político varado en el saqueo y la impunidad, que sin duda, marca la capacidad de significación política del cine de Bellocchio sin resultar nunca enfático. Es posible que, en tiempo de indignaciones, eso lo que buena parte de la audiencia le pedía a Bellochio , cine enfático, engolado, mitinero, de aplauso fácil. Y quizás al no encontrarlo, la acogida a la eminente Bella addormentata fue algo más tibia de lo esperado.



Quien de nuevo sorprendió, desafiando a toda norma biológica, fue Manoel de Oliveira. O Gebo e a sombra había sido rechazada en Cannes (de cuyo director, Thierry Fremaux, es conocido su desapego hacia la longevidad del cine de Oliveira) y el hecho de que en Venecia pasase fuera de concurso llevaba a intuir que, tal vez, se trataba de una obra que mostrase (y decir esto parece una ironía si hablamos de los casi 104 años del portugués) la erosión del tiempo. El proceso es inverso. O Gebo e a sombra es, posiblemente, el film más sereno y lúcido de toda esta Mostra. Su planificación radical, con planos cuya duración extraordinariamente larga no son sino el arma para que Oliveira, sobre todo a través de ese actor de madurez colosal que es Michael Lonsdale, se explaye en un discurso de apabullante coherencia en torno a la crisis económica, la pérdida de referencias morales, la usura de los poderosos o la jibarización de los políticos. Y cada uno de esos planos, y de los diálogos y silencios dentro de ellos, compone una película ante la cual la admiración no puede ser mayor. Un film al que, seguramente, pasado el tiempo, habrá que recurrir para entender cuándo se nos jodió Europa, con una explicación reposada y sabia de un cineasta para todas las estaciones .

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