domingo, 2 de setembro de 2012

Venecia, 4: Paul Thomas Anderson abruma con la soberbia The Master

por José Luis Losa

Asistimos ayer a uno de esos casos en los que una película, por sí sola, justifica y convierte en referencial toda una edición de un festival de cine. Tantas eran las expectativas generadas desde hace meses con The Master que la jornada de ayer debió de ser vivida por su director Paul Tomas Anderson como un match point en Roland Garros o como una de esas reválidas con las que amenaza con revivificar el ministro Wert. Toda la campaña que rodeó el estreno de la película, incluidos de manera destacada los motivos extracinematográficos, la polémica generada por los supuestos ataques al creador de la Iglesia de la Cienciología, Ron Hubbard, y el enfado de Tom Cruise cuando Paul Thomas Anderson le dejó el guión, quedaron ayer laminados por la abrumadora grandeza de The Master, obra que entró ayer en la vida a través del Lido, y que tiene trazas de perpetuarse de manera perenne en el tiempo como película sobre la cual habrá que volver una y otra vez para dejarse envolver de nuevo por su opulencia de estilo y por la alquimia, solo al alcance de los más grandes narradores visuales, que preside estos 137 minutos de indagación en las zonas más sombrías de la naturaleza humana y de elíptico y, al mismo tiempo, avasallador estudio de las relaciones de poder entendidas a partir del dominio de las mentes.



Y es que los hilos que mueve como nadie a la hora de generar operaciones de propaganda de apariencia espontánea Harvey Weinstein (productor de la película después de que Universal hiciese el favor de renunciar a su financiación, se supone que por presiones del ya citado Tom Cruise) son ya pura anécdota cuando tenemos ya, sobre el mapa de la pantalla del Lido, las imágenes de esta pieza cumbre del cine de nuestro tiempo. Lo de menos son los efectos que sobre las recaudaciones tenga el efecto Weinstein; es más, tengo la asentada impresión de que, pese a que (diga lo que diga el jurado de la Mostra dentro de una semana) la película salga aureolada de Venecia por todos los superlativos que se merece, su carrera comercial será pobre en el mejor de los casos y puro veneno para la taquilla de manera más que probable. Porque las imágenes sobre las que Paul Thomas Anderson fragua esta historia intencionadamente inarticulada están concebidas desde una falta de concesiones que va a expulsar al público mayoritario en cuanto éste cruce un par de dinteles de este encadenado de puertas hacia la sabiduría llamado The Master y encuentre que no hay asideros a los que aferrarse.

El viaje que Thomas Anderson propone prescinde de divisiones entre lo onírico y lo real, entre personajes con los que empatizar y otros a los que sentir detestables. De ahí, entre cosas, el pueril y por completo errado reduccionismo de quienes quieren situar este film como una película sobre la Cienciología o aún sobre sectas en general, porque el itinerario perturbador e impredecible de The Master prescinde de brújulas, de ideas de tiempo o espacio, y brinda una apabullante excurso, sin hoja de ruta, por los tortuosos laberintos de la mente, de la manipulación, del sentido de grupo. Es un juego de espejos suprarreal, lisérgico, en donde cabe acordarse de William Blake, de Sigmund Freud de H. G. Wells, de Harold Pinter, nombres con los cuales Paul Thomas Anderson puede debatir en su apabullante exposición de las percepciones de lo real y lo imaginado, del deseo y de su sublimación, de las relaciones de dominio como base de la condición humana.

Ese desarraigado veterano de guerra que encarna con formidable sequedad en los límites de la cordura y del nihilismo Joaquin Phoenix (actor al que Hollywood había desterrado por payaso y que Anderson rescata para que sea su Prometeo) es el personaje vehicular que nos conduce de la ficticia Norteamérica de la década de felicidad bovina y falsa de los 50 a un ensueño/pesadilla que, como guiado por un Deus ex machina, lo lleva a conocer e integrarse en el grupo familiar de un sanador de mentes y cuerpos, un visionario al que Philip Seymour Hoffman dota de unos perfiles que contribuirán, de seguro, a la leyenda de esta película. El rol del líder de la secta Lancaster Todd, que invitaba al exceso y era un camino casi seguro hacia del despeñadero para cualquier actor que no supiese trascender la gestualidad histriónica que parecería pedir, sabe Philip Seymour Hoffman leerlo, interiorizar su hiperrealismo y ofrecernos de esa depurada genialidad de actor colosal un centro de la diana en el que puede irse asemejando, sucesivamente al sombrerero de Alicia, al Mefistófeles de Murnau o a uno de las caricaturas salidas del colocón de ácido de una obra de Dennis Potter, de quien Paul Thomas Anderson bebe también en los momentos de desatado onirismo de su periplo.

Sobre esa prodigiosa interacción de Joaquin Phoenix y Philip Seymour Hoffman, que es una relación difuminada, contradictoria, indefinida, uno de los agujeros negros intencionados que hacen más inquietante la historia, bascula el peso específico de The master. Y de sus trasfondos, casi desde el fuera de plano (aunque hay uno muy concreto, diáfano, aterrador, que desvela que Hoffman, el gurú, tiene detrás un ventrílocuo) surgen los chispazos que hacen progresar esta expedición más allá del valle de las sombras. Nada es lo que parece en este relato sobre la inexistencia de verdades a las que agarrarse. Ni siquiera la música, que cuando más parece acariciar, con el swing de una balada de Cole Porter, anuncia otro zarpazo de irrealidad espectral, de esos que van convirtiendo esta irrepetible travesía, esta proeza cinematográfica, en un desasosegante viaje al corazón del desconcierto.

Ni todos los días, ni aún todos los años, una película tiene la mala fortuna de coincidir en la misma jornada competitiva de un festival (esto es, de colalpsar y, directamente desintegrarse) con algo de las dimensiones de The master. En esta Mostra ese papel le tocó a una de las presencias italianas en el cartel, la opera bufa, titulada É stato il figlio y dirigida por Daniele Cipri. Bien mirado lo mejor que podía ocurrirle a esta zafia comedia pseudoparódica sobre una familia de los suburbios de Palermo y su relación con la mafia, con niveles de humor rastrero y gritón dignos de la peor televisión-basura del emporio de Berlusconi, es pasar así, oculta por el transatlántico de Thomas Anderson. Yo confieso que apenas sufrí su chabacanería, la entreví con el piloto automático mientras en mi mente comenzaban a dar vueltas torbellinos de imágenes de The master. Y para el gran aplauso final ya estaba el público de casa, indiscutiblemente patriótico.

Tambien pasó ayer en la sección oficial la israelí Lemale et ha'halal, de Rama Burshtein. Es una tragicomedia centrada en una familia de judíos ortodoxos y sus endogámicas bodas de conveniencia donde los intereses de la mujer parecen secundarios. Está dirigido con corrección y, a ratos, elegancia. Dedicarle cinco líneas a ese academicismo estimable, en un día de revoluciones fílmicas, es lo menos que se merece.

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