por José Luis Losa
Continúa el idilio que vivo con la 60ª edición de este festival que, en los últimos tiempos, me había proporcionado dosis de placer cinéfilo racionado como en tiempo de posguerra. En estos tres días en Donosti creo haber salido de las salas con el ánimo exultante más veces que en los últimos diez años. Y la sensación sospecho que no es solo mía. Las funciones agotan todas las localidades. El público, que este fin de semana, copaba las butacas, amenaza con enviar a la prensa aquí acreditada a los confines de Irún.
Llego con veinte minutos de adelanto al pase de prensa de la película que François Ozon presenta a concurso, Dans la maison. Un amable portero del Teatro Victoria Eugenia me envía directamente a la planta tercera, esto es, el último anfiteatro. Entiendo el entusiasmo del público local con un festival que siente como suyo. También creo que el festival debería responder a su clasificación de categoría A y facilitar que los que acuden a hacer su trabajo, a tratar de expandir hacia el exterior la buena calidad del cine que se está viendo, puedan hacerlo sin necesidad de ser confinados en el gallinero. Así que me tomo el trabajo de hacer caso omiso de la sugerencia de subir al averno de la tercera planta y de conseguir desbloquear una butaca de esas que algunas damas utilizan para acomodar sus accesorios.
El esfuerzo para conseguir ver las imágenes de Dans la maison sin sentirme expatriado merece mucho la pena. Desarrolla Ozon, en su adaptación libre de un relato del español Juan Mayorga, su mejor vena malévola, ésa que le ha llevado tantas veces a escudriñar en las miserias o los cadáveres en el armario de la fea burguesía. Dans la maison es Ozon en estado puro pero se trata, además, de la mejor obra del cineasta francés en la última década. En ella atempera algunos de sus excesos barrocos o de sus querencias kitsch y se queda únicamente con la veta, el mineral precioso que es ese argumento en donde un estudiante juega con poder de maestro de títeres con los destinos de dos familias, a partir del relato que comienza a escribir, tutelado por su profesor de literatura y en el que, en un sensacional mecanismo de work in progress, va convirtiendo en realidad.
Ozon articula como un mecanismo de exactitud prodigiosa, esta metaficción en la que la literatura inmediata va anunciando la estrategia de su autor, ese estudiante de extracción proletaria que primero se cuela en el corazón de una familia de clase media para carcomerlo y, más adelante, acabará por devorar los cimientos vitales de su propio maestro.
Hay en Dans la maison ecos, que se hacen explícitos, del Teorema de Pasolini, pero Ozon va aquí aún más allá. Su vil seductor es un depredador de almas cuyas estrategias de dominio van elevando la tensión interna del film. Y el realizador sabe ir racionando ese arsenal de vitriólica eficacia que posee su criatura. Hay muchos momentos en que el opulento guión parece moverse al borde de la línea del exceso, pero siempre François Ozon acierta entonces a poner el freno, para tomar nuevas e inesperadas direcciones e ir así desconcertando al espectador, descolocándolo como su joven y mefistofélico intruso hace con sus víctimas. Y Dans la maison va creciendo en su espiral por la que camina este amoral y seductor parásito que goza alimentándose de la destrucción ajena. El giro final, con esa demoledora imagen del mundo como una colección de ventanas indiscretas por las cuales, de repente un extraño, el cazador de almas anuncia su ansia de canibalismo infinita es el cierre que culmina un film acerado, cáustico en extremo, sutil en su humor cada vez más negro, milimétrico en sus raíles de crimen por los que circula el cine mayúsculo que Ozon nos ofrenda.
Vitriólica es también, aunque su carga de acído sea en este caso más bien lisérgica, resulta la poderosa resurrección de Oliver Stone. Savages nos devuelve, quizás cuando menos se lo esperaba, al cineasta del montaje virtuoso y frenético, esta vez al servicio de una adaptación de un best-seller de Don Winslow sobre las dialécticas que presiden la nueva guerra internacionalizada, la de los carteles de la droga. Savages, soterrada bajo su apariencia pulp de cine negrísimo de violencia exacerbada, lleva dentro más de un discurso de interés en torno al futuro de esa batalla de la droga y su previsible contaminación por la frontera de Mexico hacia el Norte, hasta morder carne en los Estados Unidos. Pero este nuevo Oliver Stone viene desprovisto de las pretensiones y el ansia de mensajes redentoristas que hacían en ocasiones cargante su cine. Desprovista de ese lastre, Savages vuela libre, luce sus histerias bien entendidas, su vocación de grandguiñol de sangre, su coreografía de feroz balacera. Y en verdad que no defrauda en esta charada no exenta de humor, alimentada por un guión mucho más complejo de lo aparente a la hora de ir casando su mecano de malotes, y enriquecida por la corporeidad que le otorga un reparto que parece vivir en el mismo estado de gracia y de grifa que su director de orquesta. Stone extrae lo mejor de gente de respeto como Benicio del Toro, Salma Hayek y, muy especialmente, un John Travolta que con cuatro secuencias a lo largo de 135 minutos se apodera no poco de la película. Savages se disfruta en su radicalidad gamberra, en su sabia construcción argumental, en su ausencia total de complejos que, sin embargo, no impone la ley caótica del “vale todo”, sino que, por encima de tanto estruendo, tanto desfase, tanta toma falsa, impone la correosa veracidad de su armónica escritura cinematográfica, la que permite que este pandemónium stoniano se disfute y se aplauda en su declarada vocación de deflagración tocapelotas y pulp de arte y ensayo.
Las sabias líneas que imprimían ayer en la pantalla del Kursaal el cine comedido de François Ozon y el palpitante seísmo, la voladura controlada de Oliver, dejaron aún más en evidencia la ya de por sí ostensible naturaleza muerta de la fallida El artista y la modelo, con la que Fernando Trueba entraba este año en la lucha por la Concha de Oro. En su película, que se resume en la relación entre un escultor anciano que encarna Jean Rochefort y una joven que viene huyendo de la Guerra Civil española y que posará desnuda para él, Aida Folch, Trueba no consigue nunca encontrar eso que busca insistentemente Rochefort: una idea-fuerza. El artista y la modelo es cine inerte, estólido, porque en él todo pesa y va sucediendo como proveniente de un código preestablecido. Y así la película es cine inmóvil en el cual la acción no avanza sino que se limita a ir anticipando lo que ya está pesadamente escrito. No hay en su desarrollo ni un atisbo de real pasión o de carnalidad. Y para eso tenemos a Aida Folch posando en espléndida desnudez al servicio de ese gatillazo fílmico que la malogra. No puedo evitar, mientras me carga el metraje, el peso muerto de El artista y la modelo, en aquella obra de profundidad insondable, La belle noiseuse que Jacques Rivette firmó hace casi veinte años con Emmanuelle Bèart, Michel Piccoli y Jane Birkin en roles asimilables a los que aquí ocupan Aida Folch, Jean Rochefort y Claudia Cardinale.
Desearía encontrar vida y emoción y profundidad en El artista y la modelo, porque estimo a Trueba y a su cine, y creo que su filmografía contiene muchos más quilates de los que en este país se le suelen conceder. Pero me abruma el peso de la paja, no entiendo el sentido que tiene el melifluo blanco y negro en una película que pedía naturalismo, color. Definitivamente me parece esta película una obra pálida, sin pulso. Ése que yo deseo firmemente que Fernando Trueba recupere en su próximo proyecto.
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