por José Luis Losa
Laurent Cantet, director francés que dio en San Sebastián sus primeros pasos internacionales con la muy notable Recursos humanos, y que hace cinco años se coronaría en su país de origen al ganar la Palma de Oro en Cannes con La clase, retornó ayer al festival que le dio la alternativa y lo hizo con Foxfire, un proyecto a priori algo extraño porque supone la incursión de Cantet en la industria norteamericana y con una historia, inspirada en una fascinante novela de Joyce Carol Oates, ambientada en la América profunda. Cuenta Foxfire el nacimiento de un grupo salvaje de adolescentes que, marcadas por la brutal violencia de género que las rodea, se alzan en armas, organizan una partida, una sociedad secreta que acaba derivando en estrategia de lucha armada. Entenderán que reciente aún la propuesta de Robert Redford de acercarnos a otro grupo que practicó en los Estados Unidos la acción directa contra el sistema, Weather Underground, en su film The Company you keep, presentada en Venecia hace dos semanas, la idea de contemplar cómo Cantet pasa de hablar de cómo solucionar la violencia estructural de la banlieu parisina y sus adolescentes recluidos en La clase a volcarse en recrear la huída hacia delante de una banda de adolescentes en pie de guerra me resulte especialmente atractiva.
Cundía la sospecha de que la no presencia de Foxfire en Cannes o Venecia se debiese a una pretendida debilidad de su aventura americana. Y es cierto que algo hay en la película de fallido: una estructura de guión que cambia de registros algo bruscos y forzados no por la lógica narrativa que sigue este wild bunch femenino; y una cierta dispersión que impide perfilar mejor cada uno de sus personajes de mujeres fuera de la ley. También el tempo descompensado, y un metraje de 135 minutos no bien justificados, lo que provoca altibajos de ritmo y momentos en los que la acción avanza como a empellones.
Asumidas esas imperfecciones, esas fracturas en su estructura global, Foxfire se respira como obra de unas singularidades que la convierten en pieza de alto interés. La brutalidad que preside su atmósfera, con una violencia ejercida sobre la mujer que se explicita en una seca y percutante secuencia de prólogo. Ese clima de autodefensa femenina nace así de un rapto de paranoia e irracionalidad que creo que justifica mucho de lo inaprensible de los pasos de estas chicas en pie de guerra, cuyo periplo se va progresivamente oscureciendo hasta terminar en los lindes de la locura y la violencia como partera de la historia. Cantet reconstruye esa irracionalidad que preside la actuación de la banda armada Foxfire dejando, creo que intencionadamente, zonas de sombra en su devenir. Espacios en claroscuro que a algunos puede parecer carencia narrativa pero que yo creo que es un vocacional recurso para que este insólito arrebato de guerrilla contra el sistema se perciba como viaje irredento hacia la demencia. Contribuye a ello el espesor de su fotografía, que alimenta esa sensación de estar asistiendo a una rebelión que concluye en autodestructivo trayecto de corte espectral. Y, así, según pasan las horas, las imágenes de Foxfire reverberan, se hacen incómodas, laten, se quedan alojadas en la memoria con la densidad del gran cine de la perturbación.
Menos mal que para quitarle gravedad a la jornada, entró en danza una de esas películas cuya maldad insólita anima el patio de butacas, provoca jolgorio, carcajadas nunca perseguidas, protagonismo de la grada para jalear la comicidad a contramano. Esa función la desempeña sobradamente la italiana Volver a nacer, que viene firmada por Sergio Castellito. Castellito es un muy notable actor que ha trabajado, entre otros, a las órdenes de Rivette o Bellochio, pero que cuando, muy ocasionalmente, se pone detrás de la cámara, cuenta sus películas por auténticos atentados al buen sentido. Hay que decir que en la sala en la que se proyectaba Volver a nacer se notaba ya un rum-rum de preparación para una escabechina. Lo triste es que las tropelías como director de Sergio Castellito pillen siempre en el centro de la diana a una Penélope Cruz con la cual el italiano parece tener algún tipo de fijación, porque fue la Cruz protagonista absoluta de su segunda película, Non ti muovere, un dramón casposo del 2004, con una inquietante obsesión de la cámara hacia la actriz española.
Convendría que Castellito y Penélope Cruz solucionaran sus tensiones sexuales no resueltas en el plano personal y nos libraran de bochornos como el vivido ayer en el pase de Volver a nacer. Resulta arduo tratar de explicarles el argumento del film: se supone que es un drama de pasiones torrenciales agitadas en medio del Sarajevo masacrado por el cerco y la carnicería de la guerra civil yugoslava. Por el medio hay un hijo cuyos orígenes dan para una trama de torpe culebrón cuyo enredos Castellito, en un acto de inmoralidad, sitúa en importancia por encima del cuasigenocidio de Sarajevo. Qué decirles de los despropósitos de un guión cuyos diálogos cargados de lo que Castellito entiende como poesía suenan más bien a estribillos del festival de la OTI. Toda la maldad que la película tiene en cocción durante hora y media, finalmente explosiona en unos treinta minutos finales en los que prácticamente cada frase, recitada por los personajes en el crescendo trágico del film, era recibida en las salas con carcajadas y aplausos extáticos. Cito el mejor: el reencuentro, en el presente, de Penélope Cruz con su rival amorosa, que se suponía desaparecida en la guerra. Le pregunta Cruz: “¿Sigues escuchando a Nirvana?”. Y su rival le responde, con solemnidad: “Kurt Cobain ha muerto”. En ese momento, el Teatro Principal se vino abajo porque de su pantalla había surgido uno de esos instantes de comicidad a contrapelo que todos los que lo han vivido recordarán durante años.
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