por José Luis Losa
Esta noche la 60ª edición del festival de San Sebastián dará a conocer su palmarés. Hay que ser un indocumentado o un kamikaze para atreverse a realizar una de esas quinielas de candidatos a premio en este lugar. La tradición aquí es la las decisiones “conchudas” por parte de jurados que, ciñéndonos sólo a los últimos años, ha tenido la ocasión, desaprovechada, de enaltecer su labor otorgando el premio máximo a piezas magistrales como Misterios de Lisboa, The Deep Blue Sea, Sangue do meu sangue o Promesas del Este. Y, en vez de eso, lo que se recuerdan aquí son Conchas de Oro provocadoras de bronca (recuérdese la recibida por Isaki Lacuesta el pasado año) o a cinematografías casi inexistentes como la boliviana, país que debió de declarar fiesta nacional el día en que le cayó una Concha de Oro a una astracanada andina llamada Taxi para tres. En el histórico de este festival se puede ver que aquí han concursado sin llevarse ni las gracias los hermanos Coen, David Cronenberg, Terence Davies, Paul Schrader o Bertrand Tavernier. Y, en cambio, un señor llamado Bahman Gohbadi aspira a llevarse en el palmarés de esta noche su tercera Concha de Oro.
Así que de poco vale recurrir a la lógica y pensar que el jurado de esta 60ª edición va a ser consecuente con lo visto en estos nueve días y reconocer la astucia y la precisión caligráfica que luce el francés François Ozon en su cáustica y malvada Dans la maison. Que serán capaces de descifrar la brillantez con la que Pablo Berguer introduce en su virtuosa Blancanieves códigos de la España jonda para subvertirlos y transformarlos en un artefacto cinematográfico estimulante. O que, puesto a echarle valor, se va a atrever a premiar la propuesta libertaria de Javier Rebollo con El muerto y ser feliz o, cuando menos, a no ignorar el irreverente genio interpretativo de José Sacristán.
También entendería que valorasen la poderosa incursión en el cine norteamericano de Laurent Cantet, quien, aún con sus imprecisiones, consigue en Foxfire sacar del olvido una novela de Joyce Carol Oates sobre una banda armada de adolescentes feministas de balacera por la América Profunda. Todo lo demás entraría, paso por paso, en el terreno del disparate. Porque esta 60ª edición, que comenzó ilusionando, con un fin de semana inicial en el que no parábamos de recibir alegrías, ha caído en picado a partir del pasado lunes. Y estos cinco días últimos han sido un retorno al pasado, un vapuleo de cine prescindible y en algún caso (el de la cinta de Sergio Castellito con Penélope Cruz) de una maldad confesa que sólo pudo reparar la catarsis de la risa a contrapelo durante la proyección, una risa que es defensiva, la carcajada que es el tomatazo aplicado al celuloide.
Por eso, aquí nada es descartable: dos triunfadores natos en este festival, el iraní Ghobadi y el argentino Sorín, nos han aburrido como nunca, así que, por qué no, podrían salir vencedores. Y yo me barrunto que cineastas con pedigrí como Costa-Gavras o Fernando Trueba, que han dado con sus películas señales de falta de frescura, podrían llevarse algo si la ley de hierro de este festival y sus premios desnortados o dadaístas se cumple de nuevo.
De momento, el único premio seguro esta noche será el que reciba Dustin Hoffman en homenaje a toda una carrera. Hoffman presentará, además, su debut detrás de la cámara en un producto muy british, la adaptación de la obra de Ronald Harwood, Quartet.
La competición la cerró ayer el sueco Lasse Hallstrom, realizador que hace un cuarto de siglo aprovechó el éxito internacional de su drama Mi vida como un perro para instalarse en Hollywood. Allí filmó alguna película solvente (A quién ama Gilbert Grape, Las normas de la casa de la sidra) y una lista de encargos en donde predominaba el edulcoramiento no apto para gente seria (Chocolat, Hachiko, Una vida por delante…) El retorno de Hallstrom a Suecia con El hipnotista, la última película a concurso, tiene un molesto aspecto de oportunismo, al calor (mejor dicho, al frío) del boom de la novela negra escandinava. El hipnotista es un thriller ambientado en Estocolmo, en el que un policía y un experto en leer mentes luchan contrarreloj para resolver una matanza seriada. Me aburre el sentido del ritmo de este Hallstrom a la sueca, me parece que la trama de intriga, construida sobre torpes clichés, está muy mal dibujada. A estas alturas de festival, en el noveno día, mi cerebro decide que le importa menos la identidad del asesino de El hipnotista que el destino de los salmones en Yemen del Sur.
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