domingo, 2 de setembro de 2012

Venecia, 3: Ulrich Seidl provoca con su visión del integrismo católico en Paradise: Faith

Spike Lee rinde en Venecia tributo a Michael Jackson con “Bad 25”

por José Luis Losa

Nunca me canso de lamentar la inactividad de los cineastas cuya obra me ha hecho sentir en el curso del tiempo una empatía con sus universos, sus personajes, sus reivindicaciones, sus fobias, sus escapadas, sus paraísos perdidos o artificiales. Me pasa con el protagonista del tributo del segundo día de esta Mostra de Venecia, Michael Cimino, el ángel caído de una generación de cineastas de talento prodigioso, la norteamericana nacida en los rescoldos de las revoluciones del 68, la que llegó a conquistar Hollywood antes de irse casi todos al diablo. Un sentimiento no exactamente igual pero igualmente melancólico me provocó la disipación de la carrera de Spike Lee. Creo que nunca se han valorado en su justa medida las dimensiones de su obra, desde Do the right thing hasta la formidable y casi clandestina El verano de Sam, que hace detonar en pantalla la que creo que es mejor crónica filmada en Estados Unidos de la turbulenta, ciclotímica y nada prodigiosa década de los 70. Cómo echo de menos la airada coherencia de Spike Lee, cuyo cine reciente en ocasiones no llega ni a estrenarse en nuestro país (su interesante incursión en el cine bélico Milagro en Santa Ana).

Algo así debe de haber pensado el director de la Mostra, Alberto Barbera, cuando decidió que el cine también estaba en deuda con el director afroamericano y que el festival veneciano iba a homenajearlo. No sé si en ese momento contaban con que Lee tuviese finalizado su remake de la soberbia cinta coreana Old Boy. El hecho es que como la película no llegó a tiempo se ha echado mano de un documental hagiográfico, Bad 25, que Spike Lee acaba de dedicar a su gran amigo Michael Jackson. Prefiero no pensar mucho en los lazos que unían al cineasta negro que ha cargado con el pesado estigma de luchador radical por los derechos de su raza y al cantante pop que vendió su alma al star-system siendo aún niño. Lo único que me interesa de Bad 25 es esa cita de Scorsese en torno a la incredulidad de Michael Jackson cuando al recorrer con él algunas malas calles de New York preguntó incrédulo si alguien podía vivir allí. En esas calderas de exclusión y melting pot en las que precisamente Spike Lee incubó su mejor cine.

En un viernes casi de ayuno en el programa (casi parecía una carta abierta de Alberto Barbera para que los que poblamos la isla del Lido por diez días nos escapasemos por unas horas de este territorio semivirtual), tuvimos la fortuna de contar con la nueva película de un autor al que se le nota la tan infrecuente hambre de filmar. El austríaco Ulrich Seidl logró una de las cimas de la pasada edición de Cannes con Paradise: Love, una descarnada descripción de cómo una matrona centroeuropea puede irse transformando en depredador de carne en el mundo macho del Africa subsahariana. Aquella excursión impúdica y despiadada al safari non-stop que las mujeres entradas en años de la mitteleuropa celebran en la búsqueda de sexo que reciben como pieza de caza irritó muchas sensibilidades y se fue de Cannes sin llevarse ni las gracias, cuando hubiese merecido casi todo.



Paradise: love se anunció como primera parte de una trilogía de Ulrich Seidl en torno a tres mujeres de una misma familia. Paradise: Faith, segunda entrega del tríptico, se centra en la hermana, también sobrepasada la cincuentena, de la memorable turista sexual en África. En esta ocasión, Seidl vuelve a hablarnos de una mujer marcada por su insatisfacción afectiva. Pero lo que la protagonista de la primera entrega resolvía buscando sexo de alquiler en Kenia, la de esta segunda lo revierte en sublimación de eso llamado “amor divino”, que va desde el uso de cilicios y fustas para el autoflagelo hasta masturbaciones de madera muy poco católica.

Si ya Paradise: love indignó a los biempensantes y a algún espíritu de boquilla pseudosensible, este Paradise: faith, que como la anterior, se va a estrenar en España, es probable que provoque convocatorias de protesta de oyentes de Radio María. Seidl planifica su opus dei fílmico a base de una liturgia intencionadamente repetitiva: las mismas acciones, la misma neurosis, que se suceden en una falsa monotonía que lleva dentro un sutil crescendo: los castigos autoinfligidos, las visitas a domicilio para el proselitismo religioso, y la guerra consigo misma y con su marido, musulman, inválido, pero no inapetente, dentro de una casa que juega su rol de escenario claustrofóbico, de guerra de crucifijos, de represión desequilibrante. Más allá de la aparente superficialidad de sus profanaciones (muy celebradas en un sector de la sala, sobre todo en una secuencia en la que una lata de cerveza se estrella contra el marco de una foto de Ratzinger), Ulrich Siedl, que hace tiempo que ha dejado de ser solo un provocador para elevar su cine a códigos de mayor altura, construye el círculo que se va cerrando sobre su nueva contraheroína, al mismo tiempo que su patología la asfixia.

No tiene sentido entrar a debatir sobre si esta trilogía de Ulrich Seidl ganaría un premio a la simpatía o al buenrollismo, ése que tanto sobra también en el cine supuestamente autoral y comprometido. Miren: yo tampoco me iría a tomar unas cervezas con Ulrich Seidl y, a tenor de lo que apunta su cine, subir con él en un ascensor debe de ser tan inquietante como lo sería el hacerlo con Bruno Dumont, Gaspar Noé u otras criaturas del averno cinematográfico. Pero aprecio que el estilete de este director austriaco para hurgar en las insanias de una sociedad carcomida por las enfermizas del nuevo orden neocón se va afilando, y ya se metaboliza en la mirada implacable de uno de los nuevos grandes directores de la escuela de la crueldad.

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