domingo, 23 de setembro de 2012

Donostia, 2: Una Blancanieves españolizada, con toros, coplas, cortijo y humor surreal

Ben Affleck y George Clooney apuntan a los Oscar con su thriller “Argo”

por José Luis Losa

Con toda la publicidad previa que rodeaba a la película y la infinidad de pases previos que hacía que ésta llegase a Donosti ya prejuzgada, el estreno ahora sí oficial de la Blancanieves de Pablo Berger ha provocado aquí una interesante refriega entre quienes defienden los méritos indudables de esta película osada y muy hábil y los que la consideran impostada y consideran irritante que en una España en donde la caldera social parece a punto de estallar lo que se hagan sean películas sobre gigantescos tsunamis y enanitos con bella durmiente.

Admitiendo esto último, tampoco creo yo que el director de Blancanieves tenga mayor culpa de los rescates o de la prima de riesgo. Y, abundando en un aspecto que sí que puede hacer daño indirecto a su película, tampoco Berger es responsable de que hace un año una película muda y en blanco y negro como la suya, The Artist, se transformarse en fenómeno mundial. Lo digo porque esta Blancanieves de Berger llevaba años cociéndose y su génesis es muy anterior al bombazo de la película francesa que Harvey Weinstein supo exprimir.

Lo digo porque, además, creo que más allá de esa condición de film sin diálogos y no coloreada, muy poco tienen que ver Blancanieves y The Artist. La cinta francesa era una operación muy contenida, una aplicada relectura del cine silente para saturar sus códigos hasta convertirlos en digeribles para el gran público. Y, por el contrario, Blancanieves es una obra en algunos aspectos desmelenada y, en ese sentido, más atrevida y de mayor riesgo que el multioscarizado film francés.



A mí la película de Berger me parece una obra tan estimulante como desigual, a ratos avasalladora en su brillantísimo montaje, o en el frenesí de los brillantes encadenados narrativos que presiden, sobre todo, la primera parte de la película. La traslación del cuento,tantas veces versioneado, a una España profunda, a un escenario ocupado por el imaginario taurino, el flamenco, el cortijo y la tragicomedia jonda, está servido con un aplomo y un arrojo que merecen reconocimiento. La labor de montaje -como he dicho ya, virtuosa-, el uso de la luz, las caracterizaciones de los actores (espléndidos todos ellos, Macarena García, el gran Daniel Giménez Cacho, Inma Cuesta, Jose María Pou y la madrastra Verdú) están armonizados de tal forma que la compleja introducción del universo visual y narrativo que propone Berger, ese reflejo del cuento Disney en el espejo cóncavo del esperpento, se digiere en segundos. Ése es el primer gran logro de Blancanieves. Una vez asumidas esas leyes, Berger vuelca sobre el espejo/pantalla elementos tan diversos que conglomeran un pastiche de manera intencionada. De esa manera, la película brinca de la secuencia poética, del homenaje a Griffith, al humor dislocado (la introducción de la revista “Lecturas” como aggiornado espejo de la madrastra). Y en ese ritmo frenético con el que Berger nos conduce en un tobogán en donde los aciertos son mucho más numerosos que los desbarres, chirría a veces por la falta de armonía entre códigos tan heterogéneos: los guiños cinéfilos (Fellini, el citado Griffith, Bergman, Mamoulian, o el algo forzado al Wilder de Sunset Boulevard) se suceden, la historia cruza en segundos del hallazgo cómico formidable al chiste algo fácil. Ese trasiego a uno y otro lado del espejo lleva a que la película, sobre todo en su tramo final, deje ver un poco sus costuras, y pierda algo de ese encanto que, en todo caso, a mí me parece que la revela como un ejercicio de cine vivo, un cóctel plagado de logros impagables junto a algunos deslices que no evitan que la función se saboree y se respire al aire del descaro que Berger, como sus bomberos toreros, muestra en su película, en la cual las virtudes, las piruetas afortunadas, pueden más que las imposturas o las caídas del trapecio sobre la red.



Tras el desembarco de estrellas iniciado el viernes con Richard Gere y Susan Sarandon, en ese reverso cínico de Pretty woman que es el thriller Arbitrage (Gere ha pasado de seducir a Julia Roberts a cargarse a Laetititia Casta; el cambio de valoración social de su rol de tiburón financiero que encarna en ambas películas), ayer continuó el desfile con la llegada de Ben Affleck y Alan Arkin, ese actor descomunal, convertido en uno de los secundarios más proteicos del cine norteamericano en esta primera década del siglo. Affleck protagoniza y dirige Argo, una reconstrucción basada en la realidad del rescate por la CIA de seis norteamericanos en el Irán de Jomeini en medio del polvorín de la crisis de los rehenes que se llevó por delante la presidencia de James Carter y coronó a Reagan como emperador de una era cuyas consecuencias arrostramos ahora.

Hay que decir que, frente a las prevenciones que me suele provocar el cine de exaltación de las proezas de la Agencia, Argo es un film de construcción habilidosísima, una película tan astuta en el trazo de su guión, que sabe conducir una trama de suspense de fórmula muy reconocible (unos prisioneros, un rescate, unos pasaportes falsificados, unos guardianes de la revolución feísimos, un aeropuerto, una huida por la pista…) y, pese a lo archisabido del menú, llevarla a un crescendo de thriller modélico, que de hecho, en el climax provocó sonoras y empáticas ovaciones en el Kursaal. No es casualidad que detrás del film esté, en esta ocasión como productor, George Clooney, y su proverbial virtuosismo para hacer prosperar ese género, el cine de suspense político (de Syriana a Los idus de marzo, pasando por Michael Clayton). Y aunque es verdad que Argo es mucho más un film de género, una cocción de cine “de rescates” aderezada por el humor que le inculcan John Goodman y Alan Arkin, en sus pliegues y en la voz en off final de Jimmy Carter se siente inteligible la paradoja trágica de que esta operación de éxito de la administración demócrata, que tuvo que mantenerse en secreto hasta 1997, hubiese evitado muy probablemente, de poder haberse hecho pública, la llegada al poder de la era Reagan.

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