Costa-Gavras denuncia a los padres de la crisis en su retorno con “El capital”
por José Luis Losa
Después de una campaña publicitaria tan avasalladora, por fin llegó a las pantallas del Kursaal Lo imposible, superproducción de Juan Antonio Bayona. Sus imágenes, descontada la eficiencia técnica en la reproducción del maremoto, me dejan frío. Más allá del innegable impacto visual de sus minutos iniciales, lo que va sucediendo a esta familia encabezada por Naomi Watts y Ewan McGregor una vez que luchan, por separado, por su supervivencia bajo la línea de flotación no me conmueve ni me acelera el pulso. Hay en la planificación del drama posterior a la catástrofe una ostentosa torpeza por parte del realizador español a la hora de manejar emociones humanas. Ignoro si ello se debe a la burbuja en la que este joven que alcanzó el éxito prematuro con El orfanato debe de vivir. Recuerdo que, hace ahora un año, por coincidencias laborales, pude escuchar cómo a Bayona parecía quedarle muy corto el festival de San Sebastián, ya que su mirada apuntaba a Cannes o Venecia. El hecho de que, al final se haya impuesto esta opción de Donosti, desechada hace unos meses, tiene toda la pinta de responder a que los programadores de los festivales más grandes deben de haber asistido a las imágenes de Lo imposible con similar distanciamiento al que le produjo a este cronista.
Bayona había demostrado en El orfanato una habilidad para manejar la fórmula de cine de casas encantadas. La misma destreza con la que ahora reproduce la catástrofe natural tailandesa. Lo que ocurre es que después de filmar la ola de agua invasiva, Bayona tiene que lidiar con otro género: el drama humano. Y ahí, ya está dicho, lo que deduzco de la impotencia para que su pantalla transmita emotividad es que a este hombre le queda mucho colegio. Lo imposible, que seguramente arrasará en las taquillas, es una lección de lo que nunca debe de resultar un film dramático de supervivencia: previsible, enfático (¡ese uso artero e insoportable de la banda sonora para indicarnos cuando debemos emocionarnos¡), carente de humildad. Una película que parece mirar siempre al espectador por encima del hombro, convencida de que su estruendo conductista va a llevar por defecto a la angustia que intentan transmitir actores tan curtidos como Ewan McGregor y, sobre todo, Naomi Watts. Pero a mí en ningún momento me deja de parecer que estoy asistiendo a una función sin alma. Carente además de picos de tensión. O mi corazón se ha inmunizado contra la capacidad para conectar con los dramas humanos o es que Lo imposible es una declaración de preocupante ausencia de empatía por parte de J. Bayona. Que se lo haga mirar.
Asisto con el deseo casi fervoroso de que sí me emocione al retorno del veterano y, claro que sí, venerable, cineasta de combate que siempre ha sido Costa Gavras, fiel a sus leyes incluso cuando Hollywood le hizo una opa hostil a raíz de los triunfos de Z y de Missing. Le capital es su primera película en cuatro años, después del escaso eco que tuvo Edén al Oeste, y de rodar desde el 2000 solamente cuatro películas contando la ayer estrenada en este festival.
Mi voluntad de que Costa-Gavras dé muestras de seguir con firmeza a sus ochenta años (los cumplirá en cuatro meses) se da de bruces con las carencias de su denuncia del capitalismo de casino en Le Capital. Hay en este acercamiento al territorio de los tiburones de las finanzas causantes de los estragos que nos desbordan un tono general de didactismo de trazo grueso. Echo de menos en esos diálogos de consejos de administración que usa códigos verbales de matones de barrio un punto de sutileza que, en contra de lo que muchos piensan, Costa sí alcanzó en muchas de las obras de su errante filmografía. Lamentablemente, Le Capital es pueril cuando quiere sentirse cínica, y su guión carece del empuje, de la facilidad que el cineasta griego tuvo siempre para tocar la fibra sensible de las gentes de progreso o, simplemente, de los antifascistas. Me gustaría que las intenciones loables de narrar el expolio criminógeno de la Internacional triunfante, la de los especuladores globalizados, encontrasen esa eficacia y astucia dramática que hizo de Costa Gavras comprensible emblema del cine engagé. Pero en Le Capital hay señales de que el vigor tras la cámara del responsable de Estado de sitio se halla en proceso de agotamiento.
La otra película a concurso en la jornada del jueves era una de Sorín. Lo expreso así porque bastan unos segundos de Días de pesca para percibir que esa Patagonia serena, esos personajes que cultivan su soledad, ese afecto hacia los desvalidos social o emocionalmente tienen denominación de origen. A mí el sello Sorín, en su día válido pero hoy, a costa de repetirse ad nauseam, erosionado por completo, me lleva a desconectar ante la perspectiva de que un film como estos Días de pesca, con su protagonista, ex alcohólico que busca reconciliarse con su hija, con su idea del ritmo como una congelación patagónica, con sus escasos ochenta minutos de metraje, se me haga más interminable que Ben-Hur, y mucho menos milagroso.
El otro protagonismo del día fue para Tommy Lee Jones, quien recogía el cuarto Premio Donostia de este año y traía como marco una comedia familiar e inofensiva, Hope Springs, que coprotagoniza con Meryl Streep y dirige David Frankel (quien ya había trabajado con la Streep, con mejor suerte, en El diablo viste de Prada). Ambos actores encarnan a un matrimonio que ha dejado de tener sexo hace un montón de años y que se ve forzado, por insistencia de ella y ante la tozudez reacia de él, a acudir a un terapeuta de parejas encarnado por Steve Carell. Hope Springs, con su humor retardatario, no estaría ideológicamente muy lejos de algunos filmes de Paco Martínez Soria. Claro, lo que hace la función más digestiva es a presencia de dos actores de los que salen a flote en todas las estaciones. Y mención especial merece el registró de sutil comediante de Tommy Lee Jones, nuevo en esos menesteres. Por lo demás, una conclusión sociológicamente interesante a tenor de la efusión de los aplausos del público: da toda la impresión de que la empatía que reciben ambos actores es una señal de que la vida sexual de los españoles debe tener muy presente aquel aserto de la soledad de las parejas. En función de cómo la película funcione en taquilla, cuando en breve se estrene, sabremos si realmente en el matrimonio se hace el amor tan poco como parecían indicar los entusiastas aplausos cosechados ayer por Tommy Lee Jones y Meryl Streep.
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