sábado, 27 de febreiro de 2021

¿Por qué dormimos?

Se edita por fin en España el fascinante libro del neurocientífico Matthew Walker sobre la importancia del sueño.

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¿Puedes recordar la última vez que te despertaste sin la alarma del despertador, sintiéndote como nuevo y sin necesitar cafeína? Esta es una de las preguntas que nos formula en la primera página de su libro el científico inglés Matthew Walker, profesor de neurociencia y psicología en la universidad de Berkeley. El despertador interrumpe nuestro sueño, esto es, sin la alarma seguiríamos durmiendo, beneficiándonos de un descanso imprescindible para nuestro cuerpo. Pero el hecho es que día tras día detenemos a la fuerza el sueño antes de tiempo.

Aunque con frecuencia se nos olvide, los humanos somos una especie de hábitos diurnos: nuestro grado de lucidez y alerta es mayor cuando el Sol está en el cielo, que es el periodo en el que desarrollamos la mayoría de nuestras actividades. Y cuánto más tiempo pasemos despiertos, más ganas tendremos de dormir: se acumula en nuestro cerebro una sustancia química, la adenosina, que sirve como indicador de la inminente necesidad o no de un placentero descanso. Nuestro reloj biológico, además, regula a lo largo del día de forma no consciente diversas variables fisiológicas, como la temperatura o la presión arterial, pero también la capacidad para resolver tareas, sensiblemente mayor al mediodía que de madrugada. El sueño no escapa al mandato de ese reloj interno del cerebro, cuyo ritmo propio es por término medio ligeramente superior a 24 horas en las personas adultas, de ahí que se hable de «ritmo circadiano». Estamos casi sincronizados con el ritmo de rotación de la Tierra, pero no del todo; nuestra fisiología tiende a desfasarse un poco cada día. El cerebro corrige ese desfase valiéndose de un patrón muy regular, el ciclo de luz y oscuridad. Cada mañana, la luz del Sol nos despierta y nos pone literalmente en hora, incluso cuando el cielo está cubierto de espesas nubes cargadas de lluvia. La llegada de la noche, por el contrario, induce nuestro deseo de reposo y nos invita a meternos en la cama.

O nos invitaba, más bien. En los países desarrollados, en la actualidad, dos terceras partes de la población adulta no llegan a las ocho horas de sueño nocturno que se recomiendan. Dormir de forma habitual menos de 6 o 7 horas por noche, nos recuerda el autor, «destroza tu sistema inmunitario, multiplicando por más de dos tu riesgo de sufrir un cáncer». El sueño insuficiente es un factor clave para el desarrollo de Alzheimer, altera los niveles de azúcar en sangre, aumenta las probabilidades de padecer enfermedades cardiovasculares, ictus o fallos cardíacos e influye sobre las principales afecciones psiquiátricas, como la depresión, la ansiedad y el suicidio. Dormir bien ayuda a prevenir todos esos problemas y además mejora «nuestra capacidad de aprender, memorizar, tomar decisiones y realizar elecciones lógicas». A través de sus apasionantes 400 páginas, el libro de Walker, editado por Capitán Swing, nos convence de una idea básica: la noche es necesaria… para dormir.

Martin Pawley. Artigo publicado na sección «La noche es necesaria» da Revista Astronomía, nº 247, xaneiro de 2020.

sábado, 20 de febreiro de 2021

Los anuncios que entran (salvajemente) por los ojos

Las pantallas publicitarias se multiplican sin control en las ciudades generando más contaminación lumínica en nuestro entorno.

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Blade Runner (Ridley Scott, 1982)
Los fotogramas icónicos de Blade Runner, película de 1982 ambientada en noviembre de 2019, imaginaban una metrópoli nocturna y húmeda poblada de carteles luminosos gigantescos. Esas omnipresentes pantallas reforzaban la estética ciberpunk del clásico de Ridley Scott, contribuyendo a que el escenario pareciera a la vez opresivo y fascinante, y de paso, justo es decirlo, servían de poco disimulado emplazamiento publicitario para los logos de algunas poderosas marcas.

Ya dejamos atrás el mes de Blade Runner y no hay entre nosotros replicantes ni coches voladores, pero desde luego sí vivimos rodeados de pantallas comerciales. La llegada de la tecnología LED ha abaratado notablemente la producción y sobre todo el consumo energético de estos dispositivos, de modo que se han convertido en una fórmula práctica y barata para la publicidad exterior sobre fachadas y tejados de edificios o sustituyendo a las viejas lonas iluminadas con focos de las vías públicas. Más aún, muchos comercios y locales de negocio optan ya por pantallas LED de menor tamaño para relatar en sus escaparates toda suerte de ofertas: diríase que las pantallas empiezan también en ese ámbito a sustituir a los carteles en papel.

Las pantallas emiten luz, mucha, y la luz contamina. De poco servirá que nos esforcemos en crear una buena iluminación exterior urbana, con farolas que proyectan luz solo sobre las zonas necesarias y a la hora adecuada, si luego permitimos que cualquier persona invada las zonas comunes con pantallas. Estas pantallas están diseñadas para que sus mensajes se lean a pleno día, para lo cual producen imágenes con altísimo brillo, el necesario para que se vean con claridad incluso sobre el fondo luminoso del cielo. Pero no es precisamente infrecuente que ese brillo diurno se mantenga de noche sin cambios, lo cual es una calamidad: la oscuridad natural queda rota de forma abrupta por un rectángulo de luz hiriente. El impacto sobre las personas es evidente en forma de deslumbramiento, intrusión lumínica en los hogares y distracción de peatones y conductores, que puede tener consecuencias fatales. Y es igualmente evidente sobre el medio natural: los fotones son fotones, vengan de una lámpara o de un panel publicitario. La habitual abundancia de luz fría, con alta temperatura de color, incrementa además el riesgo ambiental.

Las pantallas son un problema global para el que no hay aún suficiente regulación. Y la que hay no se cumple, como sucede en España con el RD 1890/2008 que señala valores de luminancia máximos ya de por sí exagerados que a menudo se sobrepasan ampliamente. La International Dark-Sky Association, entidad de referencia en la lucha contra la contaminación lumínica, publicó este mismo año un clarificador documento, «Guidance for Electronic Message Centers», disponible para descarga en su sitio web (PDF, 210 KB). Es, sin duda, un excelente punto de partida para empezar a poner paz en esta diabólica guerra de luces.

Martin Pawley. Artigo publicado na sección «La noche es necesaria» da Revista Astronomía, nº 246, decembro de 2019.

sábado, 13 de febreiro de 2021

El bueno, el feo y el malo

Un ranking europeo de contaminación lumínica saca los colores a España por los excesos de iluminación.

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Fabio Falchi. Imaxe: Riccardo Furgoni
A principios de septiembre disfrutamos en A Coruña de una conferencia de lujo: la del profesor de instituto y también investigador en el campo de la contaminación lumínica Fabio Falchi, principal responsable científico del «Nuevo atlas mundial de brillo del cielo» (2016), la mejor herramienta de que disponemos para calibrar la calidad del firmamento nocturno en nuestro planeta. Parece razonable que exista una correspondencia entre las emisiones de luz y las zonas con mayor población humana, pero esa relación admite un análisis mucho más fino y ese es el objeto de un muy interesante artículo presentado este verano, «Light pollution in USA and Europe: The good, the bad and the ugly» (Fabio Falchi, Riccardo Furgoni et al.). Los autores emplean los datos de brillo artificial del cielo compilados para el atlas y las observaciones del sensor VIIRS (del que hablé en el artículo de mayo) para ponderar la contaminación lumínica con el número de habitantes y el producto interior bruto en Europa y Estados Unidos, en el primer caso a nivel de «regiones» y «provincias» (divisiones NUTS2 y NUTS3 en el lenguaje oficial de la Unión Europea), y de «estados» y «condados» en el segundo. El tratamiento estadístico de toda esta información permite determinar qué porción de superficie y qué porcentaje de población convive con un cierto nivel de contaminación lumínica, pero también calcular el brillo artificial medio en cada zona, el flujo de luz artificial por habitante y el flujo de luz artificial por unidad de PIB. Al evaluar por separado todos esos parámetros aparecen, por supuesto, notables diferencias; combinándolos adecuadamente puede obtenerse una clasificación global. El título del artículo, que alude de forma irónica a la película de Sergio Leone en España llamada El bueno, el feo y el malo, ya anuncia las conclusiones: quedan aún unos pocos lugares que preservan la calidad de sus cielos, pero la inmensa mayoría están tocados en mayor o menor medida por la luz artificial y en demasiados casos el resultado es calamitoso.

En su conferencia, Fabio Falchi resumió de forma esclarecedora (infelizmente esclarecedora, debo decir) las conclusiones fundamentales del estudio. España no tiene nada de qué presumir: solo La Palma se coloca en el grupo europeo de «los buenos», dominado por Alemania, ese país que solemos poner como modelo para casi todo menos por su sensata política de iluminación. Detrás de La Palma, la isla de El Hierro consigue entrar en el 20 % mejor de las 1359 demarcaciones europeas; todas las restantes españolas se sitúan en la mitad mala de la tabla, del puesto 719 en adelante, y 26 de ellas se colocan a la cola, en el último (y pésimo) 20 %, incluidas, pena me da decirlo, A Coruña y Pontevedra. Portugal, por cierto, aún está peor: es el estado que tiene más territorios, trece, en las últimas cincuenta posiciones.

Martin Pawley. Artigo publicado na sección «La noche es necesaria» da Revista Astronomía, nº 245, novembro de 2019.

sábado, 6 de febreiro de 2021

Hicimos la luz... y perdimos la noche

La luz artificial en horario nocturno afecta a nuestra salud mucho más de lo que imaginamos.

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El verano trajo una triste noticia: el fallecimiento, a mediados de agosto, del profesor e investigador de la Universidad de Connecticut Richard G. Stevens. El doctor Stevens era un prestigioso experto en la epidemiología del cáncer, uno de los pioneros en el estudio del rol que desempeña la iluminación artificial en la salud humana. Un artículo suyo publicado en abril de 1987 lanzaba la hipótesis, basada en evidencias experimentales, de que el uso de la luz eléctrica incidía en la producción de melatonina y a su vez había una relación entre los niveles de melatonina y el cáncer de mama. Su trabajo partía de un hecho intrigante: las tasas de incidencia del cáncer de mama eran entonces bajas en África y Asia, medias en la Europa y América del Sur y altas en Estados Unidos y la Europa norte. Las mujeres de Japón presentaban una probabilidad de ese tipo de cáncer cinco veces menor que las estadounidenses, «pero las tasas en Japón están creciendo rápidamente», advertía, igual que en Islandia. Había un curioso fenómeno de «occidentalización» de la enfermedad. Descartadas diversas variables, surgía otra como posibilidad muchos años ignorada pese a estar delante de nuestros ojos: la luz eléctrica invasora de la noche como expresión más clara (nunca mejor dicho) del «progreso» en las sociedades capitalistas.

En las últimas décadas han proliferado las investigaciones sobre el impacto de la luz artificial sobre los ciclos biológicos. Hay abundantes estudios elaborados sobre animales y ya hay, incluso, algunos estudios epidemiológicos que correlacionan la iluminación exterior urbana con las tasas de algunos tipos de cáncer. Es un campo de trabajo efervescente, siempre con la prudencia y la calma propia de la ciencia, que nunca se puede reducir a un titular llamativo. Quien quiera conocer más sobre este asunto dispone en España de una herramienta extraordinaria: el libro «Hicimos la luz… y perdimos la noche», escrito por Emilio J. Sánchez Barceló (1949), catedrático de Fisiología Humana de la Universidad de Cantabria. Junto a su compañera Lola Mediavilla, también catedrática de Fisiología, dedicó su carrera científica al estudio de las acciones de la melatonina, hormona fabricada por la glándula pineal cuya producción está controlada por la cantidad de luz: se sintetiza de noche, durante las horas de oscuridad. En condiciones naturales de alternancia de luz y oscuridad, en el torrente sanguíneo la concentración de melatonina es muy baja de día y muy alta de noche. Pero esas condiciones naturales de alternancia se han desvanecido en la mayor parte del planeta desde que Edison inventó la bombilla y eso trae consecuencias para la salud, que detalla con rigor Emilio. Lean el libro: no les dejará indiferentes.

Martin Pawley. Artigo publicado na sección «La noche es necesaria» da Revista Astronomía, nº 244, outubro de 2019.