martes, 4 de setembro de 2012

Venecia, 6: Après mai, sensible acercamiento de Olivier Assayas a la juventud revolucionaria de los setenta

por José Luis Losa

Un peso pesado del cine europeo, el francés Olivier Assayas, ofreció ayer, en Après Mai, una lección de honestidad personal y cinematográfica en el Lido al volver sobre sus años de joven estudiante revolucionario en la Francia de 1971 y desplegar su mirada, en buena parte autobiográfica, sin asomo de maniqueísmos ni de vindicaciones a tiempo pasado. La lucha política no había ocupado un lugar para nada relevante en la muy notable filmografía de Assayas hasta que hace dos años éste emprendió la arriesgada empresa de contar quién fue Carlos Ilich Ramírez, personaje central de la década del terrorismo internacionalizado, los años de plomo de las Brigadas Rojas, la Baader Meinhoff, el Ejercito Rojo japonés, y sus apoyos en el entonces aún vigente bloque del Este y sus derivaciones en Argelia, Libia o Yemen. Con Carlos (2010), producida como serie para la televisión de pago, Olivier Assayas asumía la complejísima misión de reconstruir las posiciones de la lucha armada y ubicarlas en tiempo y lugar, en el marco de la guerra fría, sin dejarse llevar por idealizaciones fuera de lugar ni por la más sencilla demonización de una actividad focalizada en la violencia como instrumento para remover los escenarios políticos. Y el mérito no menor, y creo que no suficientemente reconocido por la crítica, de esa película de seis horas es el de manejar con hondo equilibrio intuitivo la humanización y, de su mano, la desmitificación sin trazos gruesos del hombre cuyo rostro y actuaciones en escenarios de medio planeta fueron la imagen de la Internacional del Terror.

Es oportuno ese recuerdo del trabajo anterior de Assayas, que le ocupó dos años, porque en la película presentada en Venecia, Après Mai, los protagonistas son unos jóvenes, los estudiantes de grupos de la izquierda revolucionaria en el París que se agitaba sobre los rescoldos del Mayo Francés al que alude el propio título del filme y que en algún caso muy bien pudieran haber sido alevines de las diferentes organizaciones que hacían aparición en el riguroso mural histórico de Carlos.

Y de nuevo Assayas encuentra la capacidad de distanciamiento (ya está dicho que uno de los personajes de este marco para la revuelta está tomada de su propia experiencia personal) para que el cuadro coral de jóvenes que han comprobado que la resistencia cultural del 68 no es un instrumento de cambio y que por eso militan en organizaciones que apuestan por la acción directa no responda en modo alguno a clichés simplificadores. Venimos de un tiempo en el cual esa fraccionalización de la izquierda de los 70 en trotskistas, leninistas, maoístas, libertarios, situacionistas… se ha ridiculizado con facilidad bajo la etiqueta del infantilismo del sarampión izquierdista o el ninguneo a los llamados “tigres de papel”.

En Après Mai, los tigres no son tales sino que cada uno responde a una peculiaridad más o menos fiera, y en vez de papel lo que late en la puesta en escena de Assayas y en los pliegues del guión, es un esfuerzo denodado por humanizar las razones de cada uno para situarse en la trinchera. Hay, además, en Après Mai, un acercamiento a esta juventud airada que va mucho más allá de su rol político. La evolución emocional, los encuentros y desencuentros amorosos en plena revolución también sexual, y las pulsiones creativas de los protagonistas, contribuyen a que Assayas permita que su película encuentre respiraderos a través de los cuales mostrar con extrema sensibilidad, con una ternura depurada de cualquier asomo de paternalismo, el motor de idealismo y de implicación de un cuadro de personajes (en el que destaca el magnetismo ávido de Lola Créton, protagonista de Un amour de jeunesse) de que, en ese “tranche de vie” que explora la película, nos muestran cómo decidir cruzar el puente mucho antes de llegar al río no supone necesariamente responder a unos estereotipos de cretinismo político o de espíritu naïf con el que casi siempre se ha abordado esta situación en el cine reciente. Après Mai tiene, así, algo de reivindicación generacional (no gratuita en pleno debate sobre los indignados) y, en el equilibrio de la balanza, unas dosis de bien medidos mordiscos de realidad que evaporan cualquier tentación de soflama y que contribuyen a que, a través del dolor y las contradicciones, los personajes encaucen el camino hacia la maduración personal (los viajes a Italia o a Londres) y hacia la salida, con el desencanto solo intuido, del primer plano de la lucha por transformar el mundo. Es la de Assayas obra de exquisita textura y de honradez intelectual a prueba de cócteles molotov. Y, por lo visto hasta ahora, debería de tener lugar en el palmarés del jurado que preside un Michael Mann a quien un film como éste debe de sonarle a apología del terrorismo.

El segundo autor con nombre relevante (cada vez menos: sus acciones se han devaluado en la última década hasta situarlo para muchos, tal vez para él mismo, al borde de la irrelevancia) fue ayer el del coreano Kim-Ki-duk. La caída en barrena de este director ha sido motivo de muchos comentarios sarcásticos (incluso suyos, cuando se flagelaba ante la cámara por no ser un buen director en un hilarante momento de su documental ombliguista Arirang) y el último escalón en ese descenso fue su presencia en la competición de San Sebastián en la edición de 2011 con un espanto fatuo e insufrible titulado Amén.



Por eso, cuando antes de los créditos iniciales de su película veneciana, Pietà, se sobreimpresionó en pantalla de manera inopinada una frase escueta, “la película nº 18 de Kim Ki-duk”, la crítica especializada se expandió en una carcajada sin saber si tomarse el dato en bruto como una amenaza o como una reafirmación de autoestima del últimamente bastante apaleado director. Lo cierto es que en lo que más o menos había coincidencia era en que esta presencia del coreano de nuevo en un festival privilegiado como Venecia, tras años fuera de esa primera línea, sólo podía servir para dar un impulso a su situación creativa de más que aparente callejón sin salida o para asestarle la puntilla y remitirlo a la categoría de efímero autor oriental de cuyo nombre ya nadie va apenas a acordarse.

Pietà, precedida de cierta expectación por la situación límite comentada, sí ratifica una cosa: el estado de desconcierto de Kim Ki-duk, quien viéndose acorralado ha decidido salir de la esquina con un bizarro cambio de tercio. Era inesperado que la elección del coreano para esta emergencia fuese la de optar por un film de género casi en estado puro, un thriller psicopático alejado por completo de su universo fílmico. Superada la sorpresa, hay que decir que Pietà muestra en su arranque bastantes reflejos para descolocar, que su protagonista, un rompehuesos a sueldo dedicado a cobrar a medias el seguro médico de los tipos a los que deja para el arrastre, logra de primera intención inquietarme y desear no encontrármelo nunca en una esquina oscura. Pero, a medida que el guión va introduciendo elementos freudianos, finalmente materializados en una mamá terrible, Pietà va asemejándose progresivamente a una ramificación imperfecta de los thrillers de Park Chang-wook. Y, claro está, la incapacidad que denota Kim Ki-duk para ir abriendo y despejando incógnitas no tienen nada que ver con la precisión de cirujano del autor de Old Boy o Simpatía por Lady Vengeance. De esa forma, en Pietà, rematada de mala manera, con flagrantes incoherencia de guión y nulo sentido del climax del suspense, Kim Ki-duk concluye pidiendo la hora. Y pese a la generosa ovación de un público de pase nocturno que se supone predispuesto a apoyar la causa, queda en el aire si el autor de La isla permanece o no en el who is who de autores de la serie A. O sea, si la película nº 19 de Kim Ki-duk se estrenará en el Lido o en el Fantasporto.

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