mércores, 22 de maio de 2013

Lo destruido, la espera. Notas sobre el cine de Béla Tarr

por Alberto Ruiz de Samaniego

Ritornello. Hay algo percutiente, repetitivo, giróvago en el cine de Béla Tarr. Es un efecto que a menudo abraza sus tramas, con una circularidad asfixiante y neurótica, y que se enfatiza, por ejemplo, en el tratamiento de audio, con esos ruidos que se reiteran - agua de grifo goteando, silbidos de las máquinas, golpeteos en la oscuridad, susurros de los elementos-; pero también con la música, como de alucinada verbena o pasacalles de ultramundo, ya sean notas mínimas, repetitivas, en un acordeón sonambúlico que siempre retorna, o ya en las creaciones del músico Mihály Vig. Esos ruidos percutientes baten en la conciencia desdichada de los protagonistas como un martillo abriendo grietas en un muro ya de por sí resquebrajado.

Ritual. La cámara, efectivamente, se mueve. Y los actores, en el interior de ese curso obsesivo que el objetivo traza, se petrifican o congelan casi como estatuas de sal, como en un continuo, contenido acto ritual. El cine de Béla Tarr tiene algo del Mizoguchi de los 47 samuráis, de ese formalismo exacerbado, donde el tiempo languidece y los cuerpos se vuelven pesadas piedras silenciosas, como enormes planetas negros y cansados, melancólicos: constelación como de Saturno. Cargados con una densidad que les supera, criaturas parásitas en un elemento o medio que (ya) no es el suyo, los personajes, cuando hablan, lo poco que hablan, lo hacen como sibilas, en medio de su desvarío y oscuridad. En la escritura del cineasta húngaro es muy importante también el uso y sentido de la elipsis, para unificar uno tras otro los diversos bloques de duración en que todo film de Tarr consiste; igual que el artificio sumo donde un blanco y negro muy contrastado contiende con las nieblas y los resoplidos del polvo y los rincones. Realismo trascendido, pues, en su raíz más terrena, en su entraña: hasta el onirismo o la visión. Metafísica entonces de – y desde- la materia extenuada, cuando lo agotado es, como en El caballo de Turín, el mundo todo.

Béla Tarr o la materialidad de las cosas, incluso de la luz. Y especialmente de los pequeños objetos, los más humildes enseres domésticos: cajas, puertas o arcones de madera, mesas y sillas, jarras de vidrio, pieles de patata, manteles y cuchillos, objetos de cocina…De las tareas más humildes y cotidianas: el roce de los zapatos sobre el suelo, las costumbres de aseo, todo tipo de protocolos sociales habituales elaborados con la mayor austeridad y simpleza. Las secuencias tienden a culminar, por ello, a menudo, en la figura del bodegón. Pues nada es más importante al cabo que las actividades meramente corporales, fisiológicas, del gesto atado a la tierra, la gravedad y la carne. La metafísica se hermana entonces con la infra-física, y la repetición o el formalismo extremo devienen, en definitiva, el entrenamiento consuetudinario de lo espiritual.

Apogeo del plano secuencia. En su seguimiento del andar, o simplemente del estar, la cámara que acompaña la caminata o la presencia del actor se vuelve pasoliniana. Elogio y práctica intensificada, morosa de la cámara-entre, la cámara como intervalo que circula con y entre los seres y las cosas: culminación del cine de poesía, del estilo indirecto libre según PPP. Cada plano secuencia supone la construcción y el seguimiento de un bloque de vida puro, un continuum que respeta la naturaleza de la duración en tanto que flujo donde las cosas, los hombres y los afectos se mezclan y gravitan al modo de un campo magnético problemático y fatal. Cada plano secuencia dibuja un microcosmos, formaliza o condensa un trozo de espacio-tiempo donde se concentra toda la presión cósmica. Donde se sostiene o circula la vida en medio y antes de su – segura- desintegración. Es este apogeo del plano secuencia y sus virtuales variaciones y matices, o saltos de detalle y visión dentro del plano, lo que hace que el cine de Tarr evite el montaje explícito, como actividad separada y posterior al acto de la filmación, a favor de una suerte de montaje interno realizado en el momento mismo del registro.

Tableau vivant. Hay también algo de tableau vivant en la forma de concebir las escenas. Una minuciosa coreografía estática: tiempo y personajes (o espacio) se mueven como un lento e impasible, imponderable ballet. Una danza verdaderamente demoníaca, ronda o rondó como del diablo. Pero lo importante es el lugar. Mucho más que un espacio cualquiera. El lugar preciso en que moverse, desde el que moverse y existir. Por donde circulan los afectos y los engaños, las rencillas o las cóleras, los falsos profetas y los (des)amores. Es el propio director quien ha destacado la importancia – y la dificultad- de encontrar ese lugar, sin el cual la película no puede siquiera pensarse.

Animal. El animal, como en cierto modo el idiota, vive totalmente en su mismidad. En su radical absorción, no precisa alteridad alguna; vive seguro en su propio encantamiento hecho sólo de luz y materialidad. Presencia que ocupa en totalidad un cuerpo y lo vuelve soberano, libre, sin dependencia, como un orgulloso perro sin dueño en medio de la lluvia. Por eso, propicia un ideal que es, en cierto modo, también, el de la muerte: comprensión o encarnación viva de la muerte: la experiencia de una personalidad ausente pero en el extraño modo de una presencia ineluctable, bestial, precisamente.
El animal en Béla Tarr, el caballo de Turín ejemplarmente, tiene la mirada que notara Baudelaire: “la mirada fija y extática de un animal delante de lo nuevo”. Sólo que ahora lo nuevo es el vacío, la nada: el fin. Es entonces cuando los animales, capaces de notar signos que nosotros no sentimos, vagan y habitan solos en el fango y bajo la lluvia. Porque el animal está por encima del hombre, o más allá del universo degradado de lo humano, al margen de sus flujos de ignominia y condenación, de su esclavitud y desgracia. Porque los hombres (se) traicionan.
Por todo ello, lo que El caballo de Turín nos narra es, simplemente, un proceso o una desgracia insuperable, impeorable o, en palabras del director: que “la vida termina si ya no quedan caballos”.

Caballos. Alguna vez Clarice Lispector habló (Descubrimientos) de “la integridad espiritual” de los caballos. Porque un caballo no “reparte lo que ve”. No tiene una “visión verbal o mental” de las cosas. No siente la necesidad de completar la impresión con la expresión. Dice Lispector: “caballo en el que existe el milagro de que la impresión sea total, tan real, que en la impresión ya es la expresión”. A esa inmanencia absoluta y plena parece que aspiran los personajes de Tarr, su gesto mínimo y reiterado, su significativa mudez. Nunca la alcanzarán, sin embargo, esa gracia del animal, semejante en su falta de conciencia a la de la marioneta de Kleist.

Y patatas: “Canta el gallo / la tierra sus negras plumas abiertas / araña la piedra / y pone sus huevos / no las levantéis demasiado pronto / alumbran / a través de su piel luna/ a los muertos / durante las nieves / amontonadas en las bodegas / gravemente prestan / cuerpo a la sopa/ cuando faltan / no tiene carne el arado / y los hombres mueren de hambre / como el gran oso en la noche invernal “ (John Berger, “Patatas”, en Páginas de la herida).

Los filmes de Béla Tarr son como nanas fúnebres, funestas. La música y la cámara llevan acunando al espectador, fascinado como bajo la mirada medusea o el canto de las sirenas, hacia el interior de la desesperación. El final de todo, sin embargo, es suave y lánguido como un velo de sombra. Como el inmenso y definitivo fundido en negro que clausura el mundo, y con él la imagen de El caballo de Turín. Remate postrero del rumor apocalíptico que se despliega con y como la lluvia, el viento, la bruma o la niebla. Pues, como se dice en La condena: hay un orden del mundo y nadie puede hacer nada para alterarlo. Y es que, en las tramas de Tarr, el universo no tiene objetivo: le basta con ser. Está infinitamente por encima de los hombres.

Por tanto, no hay verdad. Siquiera sea ésta inalcanzable. O bien: no hay trascendencia en el universo de Béla Tarr. Todo es allí materia, cuerpo, en el que representamos la presencia de un espíritu caído, enjaulado, tal vez corrupto. Pero no hay salvación porque no hay modelo. Tan sólo podemos expresar su ausencia, precisamente, a través de esa materia visible y sensible en su mostrenca y molesta actualidad agotada, destruida.

Lo destruido. A veces, tan pocas, no obstante, parece que Tarr dejase abierta la posibilidad – frágil- de la salvación, precisamente desde la perspectiva del hombre destruido. Una lectura ciertamente paradójica y cercana a la que hace, por ejemplo, Maurice Blanchot, cuando comenta la indestructibilidad del hombre mismo, justamente por su capacidad infinita de ser destruido: “el hombre es lo indestructible, y esto significa que la destrucción del hombre no tiene límites”. Que el hombre es lo indestructible que puede ser infinitamente destruido debe ser leído al modo de San Pablo, el modo apocalíptico que glosó Walter Benjamin y que aprovechó Kafka: hay salvación, pero no es para nostros. La salvación sólo es posible porque, como pensaban los gnósticos, el hombre es superior a su destino en tanto que es capaz de percibirse a sí mismo como caído. He aquí también la razón de la apatía común a los personajes de Tarr, su pasividad y su cumplimiento existencial en la forma de un destino totalmente cerrado, implacable, que es observado por una visión atenta y paralizada, del todo improductiva, absorbida como está por una atención que dota al desastre de una extrema sabiduría, agudeza y sensibilidad. Como dice Korin, en Ha llegado Isaías, el relato de Laszlo Krasznahorkai que sirve de base a El caballo de Turín: “no cabe la esperanza (…), porque hasta la desesperanza era ya parte del mal”.

La espera. El protagonista y su caballo en el último filme de Tarr recuerdan, en medio de las tormentas y los golpes impíos, terriblemente indiferentes del viento, a la figura del angelus novus de Benjamin. Tienen un aire, efectivamente, apocalíptico. Criaturas fronterizas y víctimas de la profecía mesiánica de un fin o de un juicio final que acumula, incontinente, todos los fragmentos del mundo en rotación, convertidos ahora en polvo, viento y hojas secas. El tiempo del film, como el de todos los relatos de Tarr, es el de la espera. Tiempo en que todas las cosas del mundo son desveladas y, al tiempo, devueltas a su estado latente, esencial. Casi todas las acciones de Tarr- tanto las concretas: beber, bailar o comer o caminar, como las más abstractas: ensoñar, observar, mentir- formalizan este tiempo o modalidad de la espera. Algo, no se sabe sin embargo qué, va, quizás, a suceder. Está por llegar, como lo demuestra el aire cristalizado de la escena, la transparencia milagrosa y fatídica de la calma seca antes del huracán. O, como se dice en Satántangó: “La noticia es que están llegando”. Las mujeres, de espaldas a la cámara y en la cocina, la muchacha por ejemplo en la cabaña del fin del mundo, contemplan, solas, anhelantes, el vacío antes de todo suceder, en el círculo movedizo de su espera, encerradas en ella. Cuando la atención es la ausencia de todo centro. La atención como vacío. Ella es la claridad del vacío mismo. En espera y girada, extrema atención impersonal, hacia lo inesperado, lo que no podría dejarse esperar: el blanco del mundo que se sucede absurdamente sin posibilidad de redención, hasta el negro de la oscuridad (del) final.
Así pues, el personaje arquetípico de Tarr es aquél que mira y espera. Mirada fijada, ante la ventana, sobre el afuera, tal como Kafka lo dibujara, justamente. Como el hombre solitario de la torre de vigilancia del puerto (en El hombre de Londres) o como Karr, en La condena, señala de sí mismo: “Yo no me acerco a nada, son las cosas las que se acercan a mí”. Es lo exterior del mundo (o como mundo), pues, lo que rodea a los hombres y los acucia, los coloniza o los penetra, los rodea y persigue, amenaza o ausculta como la propia cámara de Tarr. En este sentido, El caballo de Turín es, justamente, el último round de este combate, y por lógica, también, la última filmación: aquélla en la que finalmente lo que adviene es la nada, la oscuridad y la sequedad definitiva. Y luego: la expulsión final, el retorno al negro del principio.

Contramundo. El caballo de Turín es un contra-Génesis, una retroversión del principio de la vida. Asistimos a la culminación - literal, para nada metafórica - del nihilismo anunciado por Nietzsche. Antes precisamente de su locura, evidenciada ya dramáticamente cuando, en los primeros días del año 1889, el pensador se arroja en una plaza de Turín a los pies de un caballo, para proteger al animal del maltrato a que lo somete su dueño. Asistimos, por tanto, a los últimos seis días de la humanidad, condensados en la existencia triste y agónica de ese preciso animal y su amo. Como inocentes o ingenuas señales, nuncios y testigos: mártires primeros, quizás, de la definitiva instalación de la desgracia o el mal sobre el mundo. Familia en cierto modo adánica y, a la vez, póstuma (trinidad de padre e hija y animal santo resistiendo en el final de todo edén, de hecho en su punto más alejado y hosco). Reducidos a una vida de extrema supervivencia, como paupérrimos comedores de patatas de Van Gogh que van a ver limitado todo su campo de acción hasta la esterilidad y la impotencia extrema y oscura que traga e impide toda posibilidad de vida. La vida toda, al fin. Hasta el fin.

Alberto Ruiz de Samaniego.

luns, 20 de maio de 2013

(Re)visión do Novo Cinema Galego

Na edición de 2010 do Festival de Cannes participou o filme galego Todos vós sodes capitáns, de Oliver Laxe, que finalmente levaría o prestixioso Premio FIPRESCI. Sen ningunha dúbida este é o momento máis importante da Historia do Cinema en Galicia. Antes deste gran logro, concretamente uns cinco meses antes, acuñouse o termo Novo Cinema Galego pensando xa no alcance do filme de Laxe e prevendo, con algo de risco, todo o que viría despois. Este mes de maio que se cumple o tercer aniversario daquel éxito en Cannes é un momento máis que axeitado para facer revisión do que deu de si o que agochan estas tres verbas, NOVO CINEMA GALEGO.

Nun principio dicir que estes tres anos pasan por ser o momento de maior esplendor desta inercia creadora que agocha esta etiqueta e, por ende, do Cinema Galego. Mais hai que recoñecer que antes deste período houbo unha etapa necesaria que acondicionou o terreo para o que estamos a vivir: o xermolo para erixir este andamio foron as políticas audiovisuais realizadas no seu día desde a Axencia Audiovisual Galega. Este soporte da Xunta de Galicia foi sendo perfilado durante a lexislatura até a súa definitiva eliminación, trala que se agarda unha notábel redución da produción. O futuro próximo, se non din o contrario os creadores, pasará a ser unha fase dominada polo declive.

No pasado Play-doc houbo unha xuntanza de directores, críticos e programadores de Galicia no que se intercambiaron pareceres sobre esta efervescencia creativa. O “malo” desta xornada é que houbo consenso en todo, unha circunstancia que se acabou revelando toda unha evidencia. Ao botar a mirada atrás todo o mundo se congratulou polo acadado mais a satisfación ficou mitigada pola incerteza do futuro.

Outro dos elementos consolidadores do Novo Cinema Galego foi a percepción externa. Os filmes foron os mellores embaixadores para falar do que se estaba facendo en Galicia en materia cinematográfica; non foi a asistencia en mercados, nin o papel das distribuidoras, nin a promoción da administración, nin o apoio do sector, nin o respaldo do público... Mais que podía acontecer se a estos filmes se lle sumara todo iso? Actualmente existe o recoñecemento internacional de que algo se fixo ben en Galicia en apoios á produción. A aparición dun bo feixe de filmes avaliables, a súa presenza nos circuitos de festivais e en medios especializados foi suficiente para que críticos, programadores e cinéfilos de todo o mundo se interesaran polo que está a acontecer en Galicia. Unha curiosidade que, porén, non existe no país, onde hai un desleixo xeralizado. Unha desconsideración que procede, sobre todo, do ámbito da Cultura Galega, que nunca soubo valorar o cinema como ferramenta cultural.

A estas alturas xa se pode facer un diagnóstico máis acaído das confluencias e características que se dan no Novo Cinema Galego. Os seus filmes non seguen un patrón establecido e ofrecen moita diversidade e variedade nas propostas. Hai un gran interese pola experimentación e por asumir riscos creativos. Manexan temas que transcenden a ubicación local por seren contemporáneos e universais: memoria, identidade, panteísmo, alteridade, reflexión sobre o medio... A creación, por primeira vez en Galicia, vén secundada pola crítica e a programación. Hai un cambio de modelo de produción caracterizado polo low-cost e pola erradicación da figura do produtor ao uso. Isto fai que exista un predominio da non-ficción pola súa accesibilidade e liberdade. Os creadores proceden de distintos campos e non se moven por cuestións xeracionais senón por inquedanzas artísticas. O espírito que os move é a consideración de que o cinema “non é un negocio senón un acto de amor”. Unha concidencia que os leva a ter unha disposición de colaborar entre si: prestándose equipos, asesoramento, promoción exterior... Os directores son cinéfilos, pensan a imaxe, non só a deles senón a dos demais. Unha bagaxe reflexiva que os leva a atopar unha referencialidade coherente. Existen algunhas coincidencias contextuais con outros focos de creación cinematográfica no mundo mais a densidade de cineastas que fan este tipo de obras en Galicia é o suficientemente elevada para falar con autonomía da existencia do Novo Cinema Galego.

Xurxo González

mércores, 15 de maio de 2013

Fragmentos de Brand, poderosos e intensos

por Miguel Castelo

Non é Fragmentos de Brand un filme redondo, completo, definitivamente rematado. Mais hai nel cousas ben interesantes e suxestivas, inquedantes e se cadra contraditorias, que estimulan a imaxinación e incitan a facer preguntas. Algunhas tiveron resposta da boca do seu director, Carlos Álvarez-Ossorio, o outro día, logo da súa proxección no CGAI. Trátase dunha experiencia colectiva, que ten a súa orixe no poema dramático Brand (1866) do autor noruegués Henrik Ibsen, unha proposta escénica levada a cabo pola compañía compostelá Cámara Negra, que dirixe o propio Álvarez-Ossorio. Non se trata, logo, da adaptación cinematográfica dun texto escénico senón da peza teatral, da transposición da proposta escénica xa concluída. É a partir da adaptación teatral que se aborda a nova adaptación, a experiencia cinematográfica. Así, realizase un primeiro traballo de síntese de parlamentos e personaxes que, de segundas, volve experimentar novas transformacións nas alocucións, mesmo coa supresión dalgunhas delas, mentres se conserva a redución dos dezasete personaxes principais do texto orixinal a cinco. En consecuencia, os intérpretes da escena teatral, Xosé M. Esperante, Teté García, Marta Pérez, Alejandro Carro e José María López Baño “Tanas”, son os mesmos da escena cinematográfica.

Resulta significativo e ben estimulante asistir á constatación do que se prevía: os filmes de maior interese, artisticamente máis cobizosos, máis arriscados e anovadores da última produción galega -na liña do que se está facer noutras latitudes do planeta- son os que se encadran no modelo que se afasta do grande, e mesmo non tan grande, aparato industrial. Fragmentos de Brand exemplifica como ningún outro esta constatación. Produce a propia compañía teatral, e ao elenco citado súmanse o director de fotografía e operador, Diego Frey, o responsábel do son directo, Xoán Escudero, e Anxo Cendal, axudante de arte, quen tamén se ocupa da foto-fixa conxuntamente con Fátima R. Varela, función que esta engade á súa condición de produtora executiva, que comparte co director. Este cativo equipo -ao que na fase de montaxe e postprodución se incorporan o axudante de edición de son, Roberto Cacabelos, o compositor musical, Francisco José Cuadrado, o coro Opus Vocis, integrado por Begoña Badajoz, Cinta Valle, Manuel Ángel León e Jesús Pérez, e o reparador dixital, Juan Galva-, provisto dun ínfimo orzamento e desasistido de toda axuda económica externa, consegue poñer en pe un proxecto extraordinario, un filme sustentado nunha proposta infrecuente, a adaptación cinematográfica dunha adaptación teatral, obtendo logrados e rechamantes resultados.



Unha espléndida fotografía en branco e negro, uns poderosos escenarios, exteriores e interiores, e un ben elaborado espazo sonoro, do que a música fai parte importante, constitúen, polo seu rigor e coherencia, as súas principais virtudes. Así mesmo, no confesado desexo da permanencia de pegadas do teatral no cinematográfico, a función do plano-secuencia como procedemento recorrente resulta acorde na medida que a súa unidade temporal evita a interrupción do traballo actoral, mentres que a frontalidade do punto de vista subliña o arcaico e o primitivo do drama. Mágoa que non sempre os habitantes do encadre doten os seus itinerarios da significación que o único punto de vista lles nega e, con frecuencia, estes tráficos, ao igual que olladas, xestos e emisións verbais conserven o nivel expresionista da composición teatral, cando agora, a dimensión do cadro non o require. Pola contra, o uso do fóra de campo, tan excitante e provocador na escena teatral como na fílmica, resulta aquí plenamente eficaz.

Por outra parte, malia o nivel de abstracción ao que o dobre cometido de adaptación levou a peza, permanece nas súas escenas/secuencias un aquel de narratividade que non se acaba de concretar. Así, alén da transcendencia do tema do estéril e ineficaz da practica da caridade e do rigor, a severa rixidez e a intransixencia na defensa dos principios até o punto do sacrificio de vidas humanas, que o autor escandinavo sitúa no marco histórico da invasión prusiana a Dinamarca en 1864, e o filme deixa nun inconcreto espazo temporal, non resulta fácil entender a peripecia do atormentado personaxe protagonista. Orfo do seu contexto social, presidido polo luteranismo, o obxectivo de levar a “historia” a un marco espazo-temporal indefinido, xa que logo tamén aos nosos días, vese dificultado. Privado da súa orixinal condición de clérigo e sen a adxudicación dalgunha acción significativa, Brand non resulta doado de entender como personaxe. A súa particular visión da vida coa fe como elemento único de salvación, o seu dilema complexo de se debater entre a condición de mártir da verdade e a de vítima das súas propias desmedidas esixencias están máis na súa palabra do que en calquera outro elemento do relato.

Mais vistas as poderosas e intensas imaxes de Fragmentos de Brand, non resulta doado esquecelas. Todo un logro, na sempre complexa e complicada operación da construcción cinematográfica. Unha conquista que provén da decidida entrega e o compromiso artístico do equipo de traballo ao completo. Unha dedicación admirábel de intérpretes e técnicos que no decurso de tres anos mantiveron firme a súa fe na proposta. Un ano de filmación, conciliando de modo fragmentario as súas dispoñibilidades. Unha aposta por un proxecto singular, situado na máis afastada periferia da industria, o que ennobrece de modo excepcional o investimento laboral dos seus participantes, coñecedores da súa condición de socios accionistas dunha empresa artística de limitado horizonte comercial. Unha experiencia vital de coñecemento e aprendizaxe, concretada nun filme de fasquía peculiar, merecente do recoñecemento de máis dun certame internacional.

luns, 13 de maio de 2013

Espera y exaltación



por Alberto Ruiz de Samaniego

En Holy Motors, la escena del concierto de acordeón dentro la iglesia es central, en todos los aspectos. Siendo, aparentemente, la más enigmática y marginal en relación con la trama, es este estatuto, precisamente, el que le concede la capacidad metonímica de condensar todo el espíritu del film. Y es que de espíritus, efectivamente, se trata. Pues esta escena muestra, antes que nada, una gozosa velada fúnebre, un wake, a la manera irlandesa, por ejemplo, del renombrado velatorio de Finnegans que canta la canción. Aquél que se volvía un despertar gracias al inmoderado trasiego de alcohol. Así, el whisky que a Finnegans mató le devolvió también la vida - no ha de ser casualidad que la palabra whisky venga de la expresión irlandesa uisce beata, que significa agua de la vida-. En todo caso, la canción, como el texto de Joyce o el film de Carax, alude al ciclo de la vida en tanto que una continua resurrección: morir, resucitar, levantarse de nuevo… Vemos en la escena, pues, una descarga funeraria tan crepuscular como resurreccional. Diríamos incluso, con Derrida, “re-insurreccional” (Espectros de Marx). Se trata del espíritu del cine – o del último actor, el último hombre, en definitiva- celebrando una suerte de doble momento: su fin o su muerte y, a la vez, su promoción, una promoción en la muerte, por la muerte misma.

Dotado así del mismo espíritu filosófico que le conceden Blanchot o Derrida a este juego espectral, vemos al actor ir visiblemente en cabeza en el preciso momento de celebrar su desaparición y su entierro, presidiendo – como una magnífica y poderosa estantigua- la procesión musical de sus propios funerales. Y lo vemos elevarse, exaltarse en el transcurso de esta marcha hasta alcanzar la gozosa - y gloriosa - resurrección.

Anuncio de entierro. Inminencia y deseo de resurrección. Incluso gloria. Espera y exaltación en medio de la desaparición y un cierto final. El film de Carax se halla – como el cine mismo- en el gozne de esta experiencia aguda de crisis y contradicción, de negatividad. Sólo que Carax la ha llevado ahora hasta el extremo, para saber, quizás, qué es lo que de ella, o en ella, resistirá.

* * *



Nota dos editores: este texto complementa ooutro artigo do mesmo autor publicado hai uns meses neste blog, Las máscaras de la ficción. Notas a partir de Holy Motors de Leos Carax

domingo, 12 de maio de 2013

Tropicália (Marcelo Machado, 2012)



Con sumo pracer ocupei a sobremesa do domingo vendo Tropicália, exultante documental de Marcelo Machado que revisa a revolución cultural brasileira de finais dos 60, os anos de chumbo da ditadura militar que foi acoutando liberdades e reprimindo a poboación a través dos chamados "Atos Institucionais". Cun pé na vangarda máis radical e outro na cultura popular, o tropicalismo deixouse notar nas artes plásticas e escénicas, no cinema e sobre todo na música, da man dun glorioso grupo de xenios que inclúe, entre outros, os ben coñecidos Caetano Veloso, Gilberto Gil, Tom Zé e Os Mutantes e tamén o menos popular mais extremadamente influínte Rogério Duprat. Machado manexa un exhaustivo material de arquivo, tanto gravacións televisivas coma filmes (Iván Cardoso, Glauber Rocha, Walter Lima Jr, Carlos Diegues, Júlio Bressane), e con el tece un apaixonado e entusiasta repaso ao legado impagábel dun movemento que provocou unha intensa división de opinións: naquel duro contexto político mesmo entre os grupos de oposición ao réxime militar non eran poucos os que acusaban aos tropicalistas de "entreguismo á cultura ianqui" e "alienación". Unha tentación, a de permanecer confortabelmente ancorados en formas estéticas escritas en pretérito perfecto, infelizmente común no pensamento (noutros ámbitos) progresista contemporáneo. Quizais por iso un dos momentos máis poderosos de Tropicália é ese no que se escoita ao Caetano Veloso pronunciando a berros estas lúcidas palabras:
Mas é isso que é a juventude que diz que quer tomar o poder? Vocês têm coragem de aplaudir, este ano, uma música, um tipo de música que vocês não teriam coragem de aplaudir no ano passado! São a mesma juventude que vão sempre, sempre, matar amanhã o velhote inimigo que morreu ontem! Vocês não estão entendendo nada, nada, nada, absolutamente nada (...) Se vocês forem… se vocês, em política, forem como são em estética, estamos feitos!
Martin Pawley

sábado, 11 de maio de 2013

Costa do solpor

Este é o título do voluminoso libro escrito por Xosé María Lema, a enmarcar nun xénero híbrido entre a novela de aventuras e a histórica. O libro parte dunha idea fabulosa que é facer unha especie de “spin-off” d'A illa do tesouro escrita por Robert Louis Stevenson en 1883. A famosa goleta A Hispaniola, co tesouro nas súas adegas, sofre un temporal no seu regreso á Inglaterra e decide cambiar de rumbo indo a parar á Costa do Solpor, denominación máis lírica que recibe a Costa da Morte.

O punto de partida non pode ser máis suxestivo: a prolongación das aventuras dos personaxes dun dos títulos clásicos da literatura universal que atrapou irreversiblemente a calquera lector desprevido. Mais esta dinámica referencial vólvese un lastre moi grande xa que a narrativa de Lema resulta cativeira a carón da de Stevenson. Mentres o escocés fai un alarde de evocación romántica con descricións axustadas e elipses suxerentes, o galego aposta pola minuciosidade textual intentando explicar dun xeito esgotador cada acción dos personaxes e axustándoa aos referentes históricos.

Lema xoga baixo os parámetros dunha narrativa debedora da “novela moderna” que emerxeu nos 60 e 70 da que aínda quedan moitos representantes na literatura galega. Enmarca a novela dentro dun deseño post-estruturalista, collendo distancia sobre a súa propia creación ao enmascarala coma un manuscrito perdido que chega a unha editorial coa indicación de “non publicar”. Este texto ignoto son unhas memorias de Jim Hawkins e do Doutor Livesey, os protagonistas d´A illa do tesouro. Un texto escrito a catro mans no que un narrador dá conta das accións das que o outro non foi testemuña; evita as narracións paralelas, mais ao non empregar este recurso aparecen reiteracións pouco afortunadas.

As peripecias céntranse de novo en Hawkins, que se ve envolto en leas con corsarios, sectas secretas, lendas e maldicións que abundan na xeografía (oportunamente alterada) da Costa da Morte. A cada paso do cho (grumete) da Hispaniola xorden personaxes, espazos, construcións, lendas e contos que dan para trenzar a novela con historias que se diversifican e enriquecen dunha maneira moi didáctica o libro mais, ao mesmo tempo, relantizan, e moito, a acción, elemento crucial nunha novela de aventuras. Curiosamente Costa do Solpor comeza mirando para atrás mais tamén establece unhas sorprendentes relacións con elementos recoñecibles do futuro como poden ser o Prestige ou a figura de Man e reitera, coma unha ladaíña, a idea do infortunio de Galicia como país.

Emporiso, o máis destacable desta publicación é o esmero lingüístico onde agroma unha gran riqueza de vocabulario pertencente tanto ao mundo do mar como ao rural e, aínda por riba, serven para acrecentar a ubicación temporal. Malia estar lonxe do seu principal obxectivo de ser puro entretenemento a lectura de Costa do Solpor serve para constatar, unha vez máis, o galego coma lingua viva da que aínda temos moito por descubrir e da que os falantes deberíamos sentirnos moi orgullosos.

Xurxo González

mércores, 8 de maio de 2013

Ojo de Saul, vórtice de Bass

por Alberto Ruiz de Samaniego

Tensión. He ahí la base de Bass, de su lenguaje visual. Su visión es polémica, en todo el sentido etimológico: aspira a un lenguaje universal sustentado en las contradicciones de fuerzas, en la contorsión y la deformación, en la interpenetración de líneas y planos, en la compresión, oposición, colonización y contraste; en la modulación física, muy poderosa, de la luz, que va a alterar decisivamente la apariencia, los volúmenes de las cosas, las texturas de la materia; en el equilibrio terriblemente inestable, en la nerviosa unidad de los opuestos (blanco/negro, positivo/negativo, alto/bajo, izquierda/derecha). En definitiva, en la lucha entre la atracción y la repulsión de esas potencias. Diseño de relación, pues, que implica siempre un juego dinámico, un conflicto de fuerzas y resistencias, de conformaciones y descomposiciones.

Este es el hecho primitivo de Bass: la base, también, a su juicio, del mundo. Pertenece, por tanto, a su propia conciencia y, a la vez, es el cuerpo del universo. Desde el más mínimo organismo – una hormiga (Phase IV), una pelota de ping-pong (Why man creates), un cardenal del Vaticano- o unidad gráfica – un punto, una flecha- a la ciudad y la tierra entera – con sus desiertos y sus mareas, sus flujos y reflujos-, hasta alcanzar al cosmos infinito y eterno, con sus eclipses, radiaciones, soles. Es su ritmo, su despliegue, su historia: ciclo, reciclo, laberinto: mundo. Sistema en perpetua inestabilidad, está hecho de todo tipo de corrientes, variaciones y flujos heterogéneos, siempre en lucha o balanceo unos con otros.

“La base de todo proceso vital es una íntima contradicción” – escribió Gyorgy Kepes, maestro de Bass. Es indudable: los ejercicios que Kepes imponía a sus estudiantes en el Brooklyn College, condensados en el libro Language of vision, permanecieron, para Bass, como verdaderos modelos instructivos a lo largo de toda su carrera.

“Caminar – señaló alguna vez Bass- por una superficie resbaladiza, tratando de mantenerse en pie. Esa es la tensión que hace el trabajo interesante” [1].

Pulsión. O acerca de la importancia de las respuestas psicológicas involuntarias, inmediatas, emocionales al diseño gráfico, y a la imagen cinematográfica; dos modelos de visión relativamente descargados del peso de la tradición, virtualmente aptos para transformar o modelar la conciencia popular, masiva, universal. La percepción, y la toma, pues, de conciencia, derivan del hecho primitivo, que se despliega lo más afiladamente posible a través, diríamos, de shocks y sensaciones puras, motricidades sorprendentes, cambios de escala, picados y contrapicados, montaje de atracciones à la Eisenstein, perspectivas forzadas. En fin: resortes y articulaciones en rotación continua: nadie mejor que Bass ha aprovechado la cualidad cinemática de la gráfica, por ejemplo en su libro para niños Henri’s walk to Paris.

Acciones de signos que nos afectan totalitariamente, orgánicamente; para luego tratar de evocar y capturar – más que captar- la voluntad del espectador. Señales que lo movilizan todo, y antes que nada los deseos, las ansias, las necesidades, los demonios y las emociones sumergidas. “El diseño- afirmó Bass- consiste en visualizar el pensamiento”. Los mecanismos de ese control: la ambigüedad, la metáfora, la concisión, la oblicuidad, la síncopa; resortes todos de la tensión.
El diseño gráfico, los títulos de crédito: se trata, en el fondo, de hacer sufrir al espectador un tratamiento de choque. De esta forma, un tanto sádica, impetuosa y clínica, Saul Bass forjó la imagen de la América Moderna. In harm’s way. Saul Bass o el control… del universo [2].

Fragmentación. Discontinuidad. Saul Bass, a menudo, procede como por saltos: los signos entran y salen de plano arrastrados o proyectados – secuestrados, explosionados, eyectados- por una violencia fatal y caprichosa: espíritu de castración, sin duda. La diferencia a partir de un modelo sometido a variaciones, la ruptura, la discontinuidad son las piezas habituales del juego constructivo-destructivo de Bass. Casi diríamos que late aquí el poder de una mano (negra y abstracta): en la sombra, detrás justamente de la hoja o la pantalla, o por encima de ella. Acosándola, en todo caso, desde todas las perspectivas y superficies posibles. Poder de muerte generalizada que, a través del (des)montaje y en los blancos – o flancos- del texto, en los intersticios, establece su dominio, acaba o agota todo juego o figura o dispositivo para – como en el juego de la mano muerta- poder volver a barajarlo todo y recomenzar la partida – es lo que hace, con ejemplaridad, el bastón de croupier, al finalizar los títulos de crédito de Ocean’s eleven (Lewis Milestone, 1960).
No sólo se trata de fragmentar u horadar la pantalla – o no tanto- sino de hacer trabajar en ella la fisura, la fragmentación, el desgaste, el desencaje, la roedura. Esto es muy claro, por ejemplo, en los créditos de Vertigo: no se rompe con la continuidad sino que se hace emerger una ruptura o un vacío en la cinta – de Moebius- misma de la presencia. La diferencia, aun internalizada o tendencialmente larval, ha puesto los huevos en la herida, y ya no dejará de actuar, traumáticamente.
Por eso, a menudo, el desarrollo de la secuencia en imágenes de Bass tiene como horizonte la desaparición, la devastación o la destrucción de la imagen misma, como sucede a la estatua del plano final de los genéricos de Spartacus (Kubrick, 1960). El fuego es, en este sentido, un motivo simbólico central de este destino de corrosión generalizada, no exento de eso que los románticos denominaron pleasant horror: llama sensual y maleable de la pasión desatada en Carmen Jones (Preminger, 1954), hoguera de la revuelta en Exodus (Preminger, 1960), bombas de destrucción generalizada en The Victors (Carl Foreman, 1963), explosiones y fuego de cañón en The pride and the passion (Stanley Kramer, 1957), incendio de la cremación y la violencia en Storm Center (Daniel Taradash, 1956) o Casino (Scorsese, 1995). Hablamos de un movimiento que – como en los soberbios títulos de Bunny Lake is missing (Preminger,1966)- bien puede funcionar en sentido contrario: de la materia bruta o humilde – humillada, golpeada o, simplemente, opaca- al discurso claro y al tipo gráfico final, como en una suerte de anamnesis. Sólo que, lo que aflora – y el caso de Bunny Lake es ejemplar- es el inquietante síntoma blanco y recortado de una ausencia, de una falla en verdad amenazadora, alarmante.
De este modo, vemos cómo la imagen o la figura lograda – en su precariedad frágil y solitaria- se verá sometida a una continua denegación, por troceamiento, por mero contacto, por fricción. Con cada mutación, la excrecencia asciende, progresa, y la diferencia se apodera de la pantalla, igual que las hormigas mutantes de Phase IV – el único largometraje enteramente de Bass, de 1973- acaban, finalmente, por tomar la civilización humana. El diseño es, pues, hijo de esta guerra, su inquietante criatura. Un crítico del London’s Sunday Times definió precisamente Phase IV de la siguiente manera: “un film de diseño, de fuerzas a-sentimentales enfrentadas una a otra en líneas, curvas, ángulos, superficies brillantes. Hermoso pero siempre inquietante, misterioso, imponente.” [3]
Es como si la medida de esa ignición, la tremenda intensidad a que la materia se somete, se pusiese en evidencia – por ejemplo en Phase IV o en Quest (un corto de Bass del año 83)- justamente por medio de formas absolutamente pulidas, tersas, aplanadas; poderosas e inquietantes formas puras en donde toda la energía ha decidido concentrarse: prismas geométricos, círculos solares, cuevas, corredores y laberintos de piedra, paisajes rocosos y desiertos, haces de luz, aluminios.

Destrucción. Saul Bass o el goce – incluso el humor- de la destrucción: el demiurgo se apasiona por todo aquello que limita, impide, corroe, desfigura, raja el fetiche. Cataclismo lúdico, farsesco: It’s a mad, mad World. Desastre grandilocuente, enfático y pomposo, final: Casino. La pantalla-infierno. En el medio, la tragicomedia animada de Why man creates (Bass, 1968). En el límite, la escisión verdaderamente crítica, clínica: Psycho (Hitchcock, 1960).
La destrucción, la ruptura, la diferencia, la permutación, en Bass, se muestra en dos modalidades complementarias: o bien la lucha entre fragmentos (el combate de signos, líneas, superficies, colores, rostros) o bien por la transformación (la metamorfosis con sus detritus, sus restos, torsiones y deformaciones). El combate se pone en juego un tanto freudianamente: narcisismo de las pequeñas diferencias. Se puede sustentar, llegado el caso, en la oscilación del blanco y el negro – o mejor: lo blanco y lo negro, como los dos gatos de Walk on the wild side (Edgard Dmytryk, 1962), como en The man with de golden arm (Preminger, 1955) o en Psycho-; o entre la línea y el punto, o la de la mera simetría que se desliza y desencaja. Al final, como final, aparece siempre la figura fisurada (Anatomy of a murder, Spartacus, el cuerpo del acróbata en Trapeze, los carteles para Nine hours to Rama de Mark Robson, o para Such good friends de Preminger). Todo Saul Bass trabaja en este campo oscilatorio, en esta cronometría en suspenso de perenne eje transitorio, de ahí la querencia hacia los péndulos y las campanas (Saint Joan y The Cardinal, de Preminger), los relojes (La vuelta al mundo en ochenta días, Grand Prix, Bunny Lake), las casillas cambiantes de los juegos de azar (Ocean’s eleven).
Esta práctica generalizada de la disyunción, del célebre uno se divide en dos, es también la marca de nuestro mundo globalizado, interconectado, invasivo. Política cruel y predadora de los signos que se expande sin tregua, podríamos decir North by Northwest (Hitchcock, 1959): las líneas geométricas que proliferan –trepidantes- en la pantalla, una geometría cruzada que remite al urbanismo de la metrópolis, en cuyos edificios finalmente se funde la imagen, y que se dispararán en analogía con la trama ferroviaria y pulsional de la narración. O, también, dialéctica territorial de bandas callejeras en los graffitis de West side story (Robert Wise-Jerome Robbins, 1961).
En sus manos, en la maraña señalética, el destino humano se vuelve similar al de inertes muñecos tensados por hilos, marionetas recortadas en un fondo provisorio y atroz. Siluetas destacadas lamentablemente en medio del no-todo. Fragmentos o recortes de un sin-fondo aciago e imprevisible, generalmente un dominante rojo-sangre, el fondo favorito de los carteles y las secuencias de Bass; el color final – o natal- hacia el que propende la tensión del mito, como en esa solución terrible en que desembocan las formas inquietantes de Cape Fear (Scorsese, 1991), o las mismas circunvoluciones de Vertigo.
La tensión permutativa hace, pues, que los signos se pongan en rotación, que se rocen, imiten o superpongan recíprocamente. Hace que, incluso, intercambien sus posiciones, a veces de acuerdo con las necesidades de la rima, la repetición o la simetría. El combate-danza se desenvuelve, entonces, como una lucha de ocupación, una contienda de lugares y avanzadillas en que los signos mismos se escamotean a la vista. Es lo que, a menudo, sucede con los nombres que aparecen en los créditos (The seven year itch de Billy Wilder, 1955, North by Northwest, Psycho, Goodfellas, de Scorsese, 1990): cada uno de ellos se desplaza en bloque vertiginosamente, hacia arriba y hacia abajo, a derecha o izquierda, creando a veces (North by Northwest) la sensación de caída libre, que se acentúa por medio de la música, sincronizada milimétricamente con el dinamismo gráfico. En Psycho, por ejemplo, y bajo la estrategia general del negativo, las formas geométricas avanzan como una escuadrilla de asalto, al compás inmisericorde impuesto por los violines chirriantes de Bernard Herrmann. Entran y salen de cuadro, alineadas, desplazan los nombres, una vez que los presentan. Coreografía irritante de líneas y sonidos que continúa su ataque por los cuatros frentes que ofrece, sin resguardo, la pantalla.
Todo el escamoteo responde a una precisión quirúrgica y despótica, sensual y espectacular, a veces – como señalamos- con intención humorística: querencia, en todo caso, de la prestidigitación, el hipnotismo, la magia: la animación. También el crimen. El crimen es que las imágenes y los signos sean arrancados, robados o tomados de uno a otro contexto; la magia, que sean continuamente exhibidos en otra escena, otro emplazamiento.

Escritura. Habitualmente Bass emplea las fuentes palo seco, robustas y contundentes. Tipografía alta, tendencialmente inclinada, condensada y de trazo grueso, como en Cape Fear; tipografía sin serif, como en Psycho. Gusta también a menudo de la tosquedad de la escritura manual, irregular, sin patrones fijos: impulsiva. (Una excepción, sintomática, en el final: el uso de la Baskerville en La edad de la inocencia, una fuente elegante y muy historiada, acorde con la época y el ambiente en que transcurre la película de Scorsese.) Las más de las veces, sin embargo, el tipo gráfico es cortante, severo, rasgado en Psycho, en cierto modo escuetamente monumental, como en Vertigo: los nombres de James Stewart y Kim Novak aparecen escritos en tipografía Clarendon, una fuente con remates cuadrados, en mayúsculas, que permite apreciar el fondo de la imagen, al poseer tan solo contorno. El plano, luego, se detiene en un ojo, que mira fijamente a la cámara. Toda la composición del cartel de este film es paradigmática: allí se proyecta la figura de un hombre silueteada en negro que se precipita sobre el ojo de una espiral. En el centro de ese vórtice-ojo que forma la espiral aparece la imagen de una mujer – silueta en blanco- que el hombre, violento, intenta atrapar.

Trabajo del fetiche: la secuencia de los títulos de crédito funciona, claramente, al modo de un fetiche, de un fragmento segmentado, aparte, del cuerpo principal de la película. Film dentro del film. Dice Bass: “Empecé planteando los títulos en términos de conseguir un ambiente, creando una atmósfera, una actitud y una metáfora generalizada de lo que el film iba a tratar. E introduciendo el subtexto del film” [4]. Con mayores implicaciones simbólicas que un mero pedestal, o una peana, los títulos, un espacio gráfico fijo y aislado, operan como una condensación, preámbulo, información y comentario de los contenidos venideros. Un ejercicio de abstracción. Y una abducción que no deja de rivalizar peligrosamente con la película a la que precede, tanto más si, como es regla en la poética de Bass, los créditos están realizados con materiales ajenos a los signos del propio film – aquí la independencia es la que permite la creación de perspectivas. En sentido nietzscheano: una clara toma de poder: la imposición de un tono, de una lógica incluso, de una interpretación de los contenidos [5].
Por lo demás, en los créditos la temporalidad narrativa de la acción principal se ha condensado en una pura visualidad esquemática cuyo efecto de síntesis ha de ser compensado obligatoriamente con una carga metafórica de iconocidad esencial. Un destilado pictográfico, que en términos gestálticos se conoce como bondad figural y pregnancia, en el que Bass fue el maestro y el que verdaderamente asumió más riesgos. Hasta el punto de prescindir en sus piezas no ya sólo de las estrellas del film, para introducir por ejemplo la animación, sino, en casos extremos y esplendorosos, como Psycho, optar por el abandono de toda representación figurativa, en favor de elementos gráficos simples de líneas paralelas que huyen o penetran por diferentes direcciones. Film, pues, dentro y fuera del film.
Trabajo del fetiche: en cierta forma se trata de otra excrecencia que, funcionando en tanto que marca – de frontera- permite configurar como un bloque o conjunto unitario el propio film. Por eso, bien puede afirmar Saul Bass que, antes de él, se daba una modalidad de títulos de bajo rendimiento, “como si el film todavía no hubiese empezado” [6]. Lo que quiere decir, simplemente, que su intervención es ahora capaz de dotar de (auto)conciencia a la narración misma, como una especie de obra conclusa, con principio y fin, al modo de una obertura musical que esté anunciando – y por tanto, y aun más, trabajando, en el sentido psicoanalítico- los contenidos del film antes incluso de que este exista, esto es: comience, tenga lugar [7].
Hablamos, pues, de la función de índice: he aquí un film. Los títulos de crédito presentan entonces todo el problema de la enunciación, en la medida en que funcionan justamente como una instancia que enuncia, como, enfática, evidencia esa mano indicadora con que se inician los créditos de Spartacus. Los créditos conforman una serie que presenta, vuelve presente, el film: autoconciencia que nos lo da a ver, y en que se nos da a ver. De manera que el relato nace tan solo de este proceso específico: la imagen cinematográfica – parece confirmarnos Bass- se debe a la competencia de aquellos que saben encuadrarla, limitarla, ponerla a distancia. Sólo esa inscripción la marca, la garantiza, la autentifica, problematizándola.
Por lo demás, cada título de crédito lleva el simulacro de la primera vez, de una vuelta, por decir así, a cero. Cero del no-saber, del principio en negro. En esto, los títulos, lugar del inicio, configuran también el lugar moroso y angustiante de la espera y del suspense, de lo transitorio de por vida: es el lugar obsesivo [8].
El juego, pues, de la anticipación y la promesa: The time before. Es la expresión que Bass emplea para describir los títulos que expandían la duración que abarcaba el film. Seeing for the first time, tal como también le gustaba definir esa forma de proposición en perspectiva inédita sobre el film por venir. Bass, de nuevo: “Veo realmente el desafío central de una actividad artística en el hecho de plantear las cosas de una forma que provoque en nosotros un reexamen y un modo de comprenderlas de una manera totalmente diferente” [9].

Ojos, agujeros, eclipses. En la poética de Bass, el ojo es el umbral de la muerte, el principio de toda corrosión, la entrada en una dimensión a-humana, ciertamente siniestra; cuando menos, la posibilidad de una pérdida de toda individuación. Las combinaciones son, en este caso, muy variadas, todas sintomáticas: ojo-espiral de Vertigo, ojo-desagüe de Psycho, ojo ciego o vaciado de las estatuas de Spartacus – algo falla, se ha quebrado, en el poder imperial, ese detalle marcará el principio de una decadencia inarrestable- ; ojo-eclipse-hormiguero de Phase IV, ojo-agua de Cape Fear. La serie entera, ojo-eclipse-agujero negro-desagüe – tal como se muestra en la secuencia de la ducha de Psycho, con lo que la – discutida- atribución entonces a Bass parece clara, incluso por el montaje frenético de las imágenes, para nada hitchockiano-encarna una figura arquetípica en el imaginario de Bass: la de la succión de vida-luz o, en el mejor de los casos, como decimos, un transformador de la vida conocida a otra dimensión ya no antropomórfica. De hecho, el ojo adquiere casi siempre un valor maligno, incluso ello culmina en el ojo-negativo, como ilustran los créditos de Cape Fear. Como un pequeño lago inmundo, remite siempre al agua funesta, al pudridero y al lodazal del crimen. El ojo, en opinión de Bass, es el apéndice más vulnerable de todo el organismo. Por el ojo, diríamos, se vacía el poder, y el cuerpo – que tal vez sean lo mismo-, para fundirse en el movimiento entrópico y caníbal de la gran máquina deglutiva del universo, espiral hermosa y terrible, tan fascinante como atroz.
La figura que lo combate es, justamente, otro valor de transformación, también ambivalente: la luz, y aún más: el fuego, en Bass metáfora de la vitalidad y la lucha, de la sensualidad y el exceso, pero también de la violencia y el poder, hasta producir, por veces, la destrucción.

Rostros. En justa correspondencia, el rostro, como territorio mítico de la identidad o, en definitiva, como lugar del sentido, a menudo se desmorona, se adelgaza, pierde sus contornos en un proceso de desgaste y alejamiento o torsión verdaderamente pernicioso, inquietante, triste y definitivo: rostro fade away: Bonjour tristesse (Preminger, 1958), The young stranger (Frankenheimer, 1958), Seconds (Frankenheimer, 1966), Cape Fear. O es encapsulado, arrinconado en celda tipográfica, en tortura sin remisión: cartel para The Shinning de Stanley Kubrick. El rostro, en Bass, siempre acaba por deshacer su apariencia, por perder su territorialidad, por deformarse o palidecer en un puro acontecimiento deceptivo o monstruoso, ya deshecho todo rol social, toda su entidad potencialmente comunicativa. Revisemos Seconds: ¿Qué es lo que surge al final de ese arrastre o de esa desnudez? Es el rostro como la cosa menos humana del cuerpo. Rostro-deformidad: primer plano de algo a lo que se ha arrancado su humanidad, algo devenido no-humano. Tal vez la momia.

Cuerpos. Cuerpo, en fin, descoyuntado, des-conectado en su organicidad. Como ese brazo -picassiano, arrancado del Guernica [10]- que, en The man with the golden arm, emerge, finalmente, de una hiriente combinación en staccato de líneas blancas, con la apariencia de estar ya petrificado, transformado en algo otro, duro, anguloso y seco – metáfora precisa de la adicción a la heroína del protagonista del film-. Ruptura catastrófica de la función: el teléfono, negro y monumental, de The human factor (Preminger, 1979), con los hilos rotos y el auricular colgando en un vacío rojo de imposible interlocución. La cúpula del Capitolio, también de negro sobre fondo rojo, que se parte en dos para permitir la inclusión del título: Advise and Consent (Preminger, 1962). O el cuerpo cuarteado de la mujer y la espada, también trunca, de Saint Joan (Preminger, 1957). El estilema está ya cumplido plenamente en la figura diseccionada de Anatomy of a murder, metáfora inolvidable de la propia disección del cuerpo del delito en el juicio que organiza el film. El final de la secuencia, desarrollada en sus grafismos al modo de un baile macabro hecho de trozos corporales, es un par de grandes manos negras, ásperas, desabridas, que ocupan y funden en negro toda la pantalla, para dar paso, justamente, al inicio del relato. Esa mano es ya la que, luego, en la famosa escena de la ducha de Psycho, se alargará agónicamente hacia el espectador, sin redención posible.

Manos. La mano, pues, como apéndice de la crueldad y el desgarro (Spartacus), o del no-trespassing (como en Love in the afternoon, de Billy Wilder – 1957- cuando se cierra de golpe la persiana en la misma cara del espectador). También de la prohibición y el (no)-más-allá de lo humano que es la anulación y la muerte (Bunny Lake). Pero la mano es también la metonimia del propio acto creativo, la mano de los tipos irregulares con sus (in)decisiones, sus desvíos y carreras, sus cubrimientos y sus logros: he ahí la mano que escribe para dar continuidad a cada una de las secuencias de Why man creates, o las dos manos – de hombre y mujer- que despliegan los títulos de crédito en The facts of life (Melvin Frank, 1960). Pero, principalmente es la mano que se deja notar en su actividad puramente atávica, instintiva del dibujo como actividad primaria, antropológica, en el reverso y en el principio de todo universo aún no determinado, como quien pone en marcha de forma abrupta y corrosiva todo el proceso de la figuración (por ejemplo, en Un viaje personal con Martin Scorsese a través del cine americano, 1995). Esa es la mano de la animación loca, del cubrimiento infinito de líneas sobre la pantalla (Why man creates), pero también la que es capaz de sintetizar hasta lo imposible un contenido, con un exiguo número de trazos, como un samurai economiza el uso de su espada (cartel para Los siete magníficos, John Sturges, 1960). Es, en definitiva, la mano que asoma, desde el abismo desértico del hormiguero de Phase IV, como gesto adánico de resurrección para una especie futura, ya post-humana.

Dos autorretratos, y un poema. Existen dos autorretratos de Bass. En uno de ellos, realizado en 1991, vemos una figura, realizada en un nervioso blanco y negro, que sostiene un enorme panel en color de un ciclo de nubes. La imagen del panel, inmensa, mucho mayor que la propia figura, le permite a esta esconder cualquier rasgo particular, toda identificación concreta. Se ha eliminado, en fin, toda especificidad, el más mínimo reconocimiento personal. Casi podríamos añadir a esta imagen un epígrafe baudeleriano, que tal vez Saul Bass conociese. Es aquél en que, interrogado el extranjero acerca de si amaba la familia, la patria, la belleza o el oro, éste se limitó a responder: “amo las nubes... las nubes que pasan... allá... en lo alto... las maravillosas nubes”.
Pero, en poesía, a Bass le gustaba especialmente un soneto de Shelley: Ozymandias, justamente en lo que expresa acerca de la evanescencia de todo poder o civilización:

Conocí a un viajero de un antiguo país
que dijo: «dos enormes piernas de piedra
se yerguen sin su tronco en el desierto…
junto a ellas, en la arena, semihundido
descansa un rostro hecho pedazos, cuyo ceño fruncido
y mueca en la boca, y desdén de frío dominio,
cuentan que su escultor comprendió bien esas pasiones
que todavía sobreviven, grabadas en la piedra inerte,
a la mano que se mofó de ellas y al corazón que las alimentó.
Y en el pedestal se leen estas palabras:
“Mi nombre es Ozymandias, rey de reyes:
¡Contemplad mis obras, oh poderosos, y desesperad!”
No queda nada a su lado. Alrededor de las ruinas
de ese colosal naufragio, infinitas y desnudas
se extienden las solitarias y llanas arenas.

No es improbable que este texto inspirase, en cierto modo, una pieza como Quest, a partir de un guión de Ray Bradbury, alentado el escritor, por su parte, en La evolución creadora de Bergson. Lo que es seguro es que el poema de Shelley está detrás de los títulos que Bass realizó en 1988 para la pelicula Tonko-The silk Road, dirigida por el japonés Junya Sato.
Diríamos que, en la perpetua inestabilidad que es el mundo, Bass supo captar como nadie las emisiones, las corrientes y balanceos de sus energías ondulatorias. Su avidez en espiral, su cruel empuje, la hermosa fatalidad de su variación universal, telúrica: mucho más que humana.
En el otro autorretrato, un dibujo muy simple y conocido, Bass incorporó su rostro al cuerpo de un pez.

Alberto Ruiz de Samaniego (Universidad de Vigo). Publicado orixinalmente na Revista Minerva, número 21, IV época (Círculo de Bellas Artes, Madrid).

Notas:
[1] Cit. por Pat Kirkham, en Pat Kirkham-Jennifer Bass, Saul Bass. A life in film and design, Laurence King Publishing Ltd., London, 2011, p. 383.
[2] No es ajeno a esta voluntad de control el hecho de que The man with the golden arm (Preminger,1955) supusiese el primer programa completo de diseño corporativo realizado para una película. En este caso Bass unificó la gráfica del material impreso para carteles, originales de prensa y el resto de los medios masivos de publicidad con los elementos gráficos en movimiento que realizó para los títulos de crédito. En todos los soportes empleó el mismo símbolo visual: el brazo crispado por la adicción.
[3] Pat Kirkham-Jennifer Bass, Saul Bass. A life in film and design, ed. cit., p. 258.
[4] Ibid., p. 108.
[5] Un colaborador de Bass, Arnold Schwartzman confirma este aspecto polémico: “Cuando salió Walk on the wild side, la secuencia de títulos tuvo tal éxito que a Saul le preocupaba que no le dieran más trabajo si sus títulos continuaban eclipsando a las películas” (cit. por Ainhoa Fernández y Mª Ángeles Domínguez, en Saul Bass, Gráffica, Valencia, 2011, p.72).
[6] Pat Kirkham-Jennifer Bass, Saul Bass. A life in film and design. ed. cit., p. 106.
[7] Bass: “Mis primeras reflexiones sobre lo que un título puede hacer es establecer un estado de ánimo y el núcleo primordial subyacente de la historia de la película para expresar la historia de una manera metafórica. Ví el título como una manera de condicionar a la audiencia, de modo que cuando la película empezara, en realidad, los espectadores ya tendrían una sintonía emocional con ella”. (Cit. por Ainhoa Fernández y Mª Ángeles Domínguez, en Saul Bass, Gráffica, Valencia, 2011, p. 23).
[8] Y el lugar, también, del sueño, tal como notó Scorsese: “el cartel de una película que aún no se ha estrenado es como la promesa de un sueño, y con aquel cartel [de Bass] uno sabía enseguida que se trataba de otro tipo de sueño.” (Martin Scorsese, Mis placeres de cinéfilo, Paidós, Barcelona, 2000, p. 100).
[9] Pat Kirkham-Jennifer Bass, Saul Bass. A life in film and design. ed. cit. , p. 108.
[10] Bass es un diseñador culto y autoconsciente. No sólo no esconde la influencia del arte abstracto de vanguardia (Klee, el constructivismo, la Bauhaus, los papiers collés de Braque o de Matisse) o de la animación experimental (generalmente de tendencia abstracta: Oskar Fischinger, Norman Mc Laren), todo ello asimilado con otros campos de interés, como el dibujo de Saul Steinberg o las creaciones animadas de la U.P.A. Pictures. Ha conseguido territorializar estas diferentes tradiciones para la propia práctica del diseño gráfico, en un exigente proceso de adaptación que, sin duda, marca la distinción, la excepcionalidad de su trabajo.

domingo, 5 de maio de 2013

Desde unha estrela distante

As obras de Agustín Fernández Paz publicadas nos últimos anos proporciónannos, ademais de boas doses do seu aplaudido oficio literario, un pequeno pracer adicional: o de achegarnos a vida e visión do mundo dun autor que de maneira cada vez máis explícita parece falar de si a través das súas ficcións. Algo hai del no Damián de Fantasmas de luz, por máis que a paixón de Agustín polo cinema sexa máis formal e consciente. O personaxe do operador de cabina servíalle para tecer unha fermosa homenaxe ás vellas salas (xa extinguidas, ou case) e aos filmes que as habitaban, no que é tamén un tributo a unha certa maneira de entender a cinefilia. Alén diso o libro ofrecía unha elocuente parábola da invisibilidade de amplos sectores da sociedade: a voz comprometida do escritor soaba con firmeza e deixaba agromar ao final a esperanza da man da solidariedade (fordiana) entre homes e mulleres. Máis evidente aínda é a conexión xeracional en Non hai noite tan longa, pois a novela é un xenuíno axuste de contas contra a desmemoria e as feridas, íntimas e colectivas, da ditadura franquista. O lamento necesario dos que viviron (e padeceron) a normalidade atroz dun réxime asentado na represión e na censura.

Non é de estrañar, pois, que Agustín volva estar presente nas páxinas do seu novo libro, Dende unha estrela distante, agora coma extraterrestre de forma cambiante. Porque é inevitábel recoñecer nel o entusiasmo tecnolóxico de Edu, o visitante que chega á Terra co encargo de aprender todo sobre nós, os humanos, e descobre marabillado que Internet lle pode proporcionar toda a información que precisa. Aí faise notar o autor que se define coma unha curiosidade sociolóxica, un dos últimos galegos que se criou sen televisión, alguén que naceu nun país que se parecía moito á Idade Media e que no século XXI deita chíos como se fose a cousa máis natural do mundo. O neno que medrou cuns poucos libros -Verne, Poe, Dumas, Salgari- e aprendeu a valoralos coma un tesouro goza hoxe coa información sen límites da rede e entretense buscando ligazóns para as anotacións do seu blog. A ledicia ante a popularización do coñecemento -a ledicia da fartura despois dos tempos da fame- coexiste co convencemento de que saber máis do outro e de nós mesmos debe ensinarnos a convivir mellor. Diso vai tamén Desde unha estrela distante, un relato de amizade e comprensión mutua por riba das diferenzas que, por unha vez, non é hiperbólico calificar de "siderais".

Martin Pawley

* * *


Desde unha estrela distante está editado por Xerais (galego) e Anaya (español) na colección Sopa de Libros.

xoves, 2 de maio de 2013

Fragmentos de Brand e de teatro

Dos últimos filmes galegos non houbo outro que me incitara a pensalo e a escribir tanto sobre el coma Fragmentos de Brand. Se a última produción cinematográfica feita en Galicia xa se caracteriza pola radicalidade e a singularidade este filme probablemente sexa unha das súas maiores rarezas. Estamos diante dun filme imperfecto que, ao tempo que se recoñecen as súas arestas, provoca importantes reflexións sobre as diverxencias e comuñóns entre cinema e teatro (moito máis interesantes que libros de recente publicación). Unha proposta fronteiriza que reflicte dunha maneira nidia e didáctica os problemas e plusvalías que xorden no campo da representación por medio dos trasvases entre as dúas disciplinas.

O punto de partida deste proxecto foi levar á gran pantalla a obra de Henrik Ibsen, un poema dramático onde existe un proceso de simbiose de formas literarias: poesía, relato e teatro. A natureza hibrida do material de partida daba moita liberdade e permitía un proceso de adaptación cirúrxico. Porén houbo máis interese na fiabilidade do texto que en deixarse levar polas potencialidades do medio cinematográfico. Nesta fase é onde se atopan os lastres de Fragmentos de Brand, sobre todo na falta de economía narrativa, na retórica innecesaria onde varias veces se solapan o “amosado” e o “dito”.

A responsabilidade sobre este proxecto cae na figura de Carlos Álvarez-Ossorio, director teatral da compañía Cámara Negra cuxos membros conforman o elenco. O filme pon empeño no desexo de apreixoar a pegada do proceso teatral que desenvolven na compañía. Isto nótase na resolución do filme, con dous impulsos que tensionan o proxecto, o teatral e o cinematográfica, que non conxenian ben e provocan puntos de estrañamento e disasociación folo forzado da posta en escena.

Por un lado vemos un acerto na escolla do plano-secuencia como troppo gramático cinematográfico co que artellar a estrutura do conxunto. A continuidade permite envolver con efectividade os parámetros e esixencias teatrais. Mais aquí emerxe a problemática da posta en escena que gravita, en exceso, sobre o eixo da posición da cámara como se fora o frontispicio dun teatro. O plano secuencia vólvese unha arma de dobre gume. Álvarez-Ossorio vai na procura de certo grao de privitivismo cinematográfico mais o plano secuencia é unha ferramenta de modernidade. Fragmentos de Brand móvese sobre unha espiral, por un lado busca a expresividade co menor grao de intervención e por outro lado rexeita a evidencia do artificio e a consciencia da representación.

Vemos como na posta en escena hai un interese por satisfacer as urxencias da cámara. Curiosamente comprobamos como si chegan a funcionar as secuencias de exteriores. Nelas hai máis distancia sobre a cámara (física e conceptual), menos peso da palabra e máis da acción e, aínda por riba, vese apoiado polos aportes significantes derivados da espectacularidade da paisaxe e a plasticidade do contraste da fotografía do branco e negro. É dicir, características cinematográficas plenas. Porén, nas secuencias de interiores atopámonos dentro do esquema clásico das catro paredes onde saen a relucir problemas como as limitacións coreográficas, o exceso de xestualidade e as miradas non contidas. Estas incorreccións amosan o desexo de fuxir a toda costa da frontalidade e do hieratismo, na clara determinación de entender estas cualidades como non-cinematográficas. A non aposta por estos recursos acúsase sobre todo no ritmo e na falta de conciencia das achegas significativas do proceso teatral.

Moitos dos que vexan Fragmentos de Brand acordaranse d'O cabalo de Turín do cineasta húngaro Bela Tarr. Un filme co que camparte tempo de produción e outras curiosas coincidencias: temática apocalíptica e mesiánica, redución de escenarios, fotografía en branco en negro, ambiente catártico e opresivo… A influencia que, porén, recoñece Álvarez Ossorio é a de Werner Herzog, concretamente o filme También los enanos empezaron pequeños, sobre todo na concepción do distinto e o excluínte. Mais o diagnóstico final que se lle pode facer a un filme tal especial como Fragmentos de Brand é que nel faltan solucións cinematográficas para equilibrar un proxecto con excesivas preferencias teatrais.

Xurxo González

mércores, 1 de maio de 2013

The hunt (Thomas Vinterberg, 2012)



The Hunt constrúese sobre o axioma comunmente aceptado de que os nenos nunca menten. Arredor desta idea articúlase un melodrama que narra a loita de Lukas, un empregado dunha escola infantil, por restablecer a súa honra fronte aos prexuízos dunha masa acrítica e inclemente.

Vinterberg retoma un tema xa tratado en Festen (1998), trasladándoo do ámbito familiar ao dunha comunidade rural danesa, en aparencia idílica, que como todas as sociedades pechadas en si mesmas oculta graves disfuncións. A violencia latente –mostrada a través da caza-, o alcoholismo ou a escasa atención que reciben os nenos –desencadeante indirecto dos feitos- configura un microcosmos que acabará por afogar as ilusións dunha nova vida para o protagonista.

Vinterberg dilata o relato nun cuarto acto, un epílogo que semella reparador, pero que co seu final aberto logra o efecto contrario, constatar que ese home vivirá sempre coa sombra da sospeita ás súas costas. O filme apela con habilidade ao espectador, que non pode menos que sentirse cómplice da persecución: nas nosas derivas cotiás a miúdo xulgamos mesmo sen ter coñecemento dos actos.

Un dos alicientes do filme é a interpretación de Mads Mikkelsen, un actor que encarna con solvencia personaxes de grande complexidade psicolóxica, como sucede co doutor Johann Struensee na recente Un asunto real ou co arrepiante Lecter na ficción televisiva Hannibal (NBC). Malia o rostro sempre impasible de Mikkelsen, non podemos evitar a sensación de que algo anda bulindo no seu interior.

Con The Hunt Vinterberg parece afastarse de xeito definitivo das estridencias do Dogma 95, movemento do cal foi estandarte xunto a Lars von Trier, en prol dun proceso de depuración expresiva que atinxe ao punto de vista da cámara, a posta en escena, a fotografía e a unha montaxe cada vez máis invisible. Todos os elementos están ao servizo dunha historia necesaria. Nota: 8/10.

José Antonio Cascudo