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domingo, 9 de setembro de 2012

Venecia, 11: The master y Kim Ki-duk, ganadores en la 69ª Mostra de Venecia

por José Luis Losa

La 69ª edición de la Mostra de Venecia emborronó ayer, en su cúspide, un palmarés que hasta llegar a su premio más importante, el León de Oro, parecía estar escrito con extraordinaria y equilibrada orfebrería de amor al cine y de decisiones exquisitas. Fue entonces cuando Michael Mann anunció que la película que había merecido el máximo premio del festival era Pietà, de Kim Ki-duk, un despropósito mayúsculo porque el film no es ni tan siquiera una obcecación del realizador en su muy autoral caída al vacío de la última década, sino una sumamente conservadora decisión: la de plegar velas y recogerse en el cine dé género a la vista de lo cada vez más irrelevante de sus obras. Y lo que el coreano intenta en Pietà es una plenamente fallida imitación, o mejor plagio, de los thrillers psicopáticos de su compatriota Park Chang-wook y su ya célebre trilogía de la venganza.

Para venganza, la de Mann y sus despiadados colegas para quienes asistimos durante once días a las proyecciones en el Lido para al final hacernos “luz de gas” con una de esas decisiones que parecen nacidas de alguna extraña iluminación ajena a la aplastante mayoría de quienes vimos y rechazamos el juego de trilero que Kim Ki-duk trata de colar con Pietà y su mamma terrible. Lo cierto es que, ayer, ya desde primera hora de la mañana comenzó a extenderse de manera persistente el rumor de que al menos una parte del jurado se mostraba entusiasmada con la nadería oportunista del coreano. Resulta evidente que los miembros del jurado que así se manifestaron son desconocedores de películas no precisamente minoritarias como Old boy o, sobre todo, Simpathy for Lady Vengeance. Y no son conscientes de estar premiando una pésima falsificación de cine ya filmado a cargo de un pillo que se hizo con un León de Oro por copiar, mal, a un coetáneo, un vecino.

Lo que parece fuera de duda, observando el palmarés, es que debió de haber una abierta división en el jurado entre aquellos a los que se la coló Kim Ki-duk y los que defendían la evidencia de que en la competición habíamos asistido al nacimiento de una obra fascinante e inabarcable todavía en su alcance con The Master, del norteamericano Paul Thomas Anderson. Son estos los que habrían forzado, a cambio de ceder el máximo premio a Pietà, un equilibrio entre ambas películas, al salir reforzada The Master con un doble premio, el León de Plata al mejor director para Thomas Anderson y la loable capacidad de hacer que la Copa Volpi recayese exaequo en sus dos protagonistas, Philip Seymour Hoffman y Joaquin Phoenix, ya que en la inaprensible alquimia que mueve las relaciones de complicidad sutil entre ambos, en el enigma que ambos actores alimentan, reside una parte no pequeña de la grandeza de esta perturbadora ensoñación sobre el poder de la palabra, de la empatía, a través de una secta en la que muchos han querido ver un trasunto de Ron Hubbard y la Iglesia de la Cienciología.

Siguiendo con las decisiones de coraje y lucidez, que Michael Mann y sus colegas simultanearon con la desfachatez de lo de Kim Ki-duk, hay que reconocer el valor de que el Premio Especial del Jurado vaya al austriaco Ulrich Siedl, por Paradise: Faith, una visión entomológica de las patologías de la fe católica vivida como integrismo. Ya en Cannes, Seidl y su actriz merecieron, sin dudas, que se hubiese premiado Paradise: love, su primera parte de lo que va a ser un tríptico descarnado e incómodo sobre el sexo y sus sublimaciones, molesto tanto estética como ideológicamente en el palmarés de un festival de categoría A. Para reconocer lo que es justo, en Cannes no se atrevieron con Seidl, y en Venecia sí lo han hecho. Se habría hecho justicia plena si, además de premiar al director, se avalase con un premio a la mejor actriz a la prueba de fuerza, la portentosa ausencia de pudor, con el que la veterana María Höfsttater se pone el cilicio, se aplica la fusta o alcanza el extasis con un crucifico entre sus muslos. No fue así y la Copa Volpi a la mejor interpretación femenina fue para la israelí Hadas Yaron, hasta ahora desconocida protagonista de Fill the Void, en la que encarna a la joven a la que su familia entrega como esposa al maduro viudo de su hermana. Lo mejor de este film estimable, pero preocupante por la normalidad con la que parece aceptar la sumisión de la mujer, es el ambiguo y medido registro de Hadas Yaron, con un soberbio plano final en donde su expresivo rostro parece rebelarse ante su entrega pactada y poner así en cuestión las relaciones de dominio de la sociedad ortodoxa israelí.

El Premio al Mejor Guión para Oliver Assayas por su evocación exenta de paternalismos de los años en los que la juventud posterior al Mayo francés coqueteó con la lucha armada antes de dedicarse a las artes. En Après Mai, Assayas reafirma algo que ya estaba constatado: su sutileza en la escritura fílmica, incluso cuando como aquí se enfrenta al riesgo de contar hechos de su propia biografía emocional.

El Premio a la mejor interpretación de un actor o actriz emergente para el italiano Fabrizio Falco, por sus intervenciones insulsas en dos de las películas italianas en el concurso, Bella Addormentata, de Marco Bellocchio, y É estato il figlio, suena a decisión de conveniencia para premiar, de una tirada, a casi todo el cine nacional. No puedo dejar de pensar en la intensidad de Lola Creton, o de cualquiera de los jóvenes del reparto coral del ya citado Aprés Mai de Assayas. Y la sola mención del Premio a la Mejor Contribución Artística para el director italiano Daniele Ciprí por É stato il figlio me devuelve al estado de irritación que me provocó esta histriónica, literalmente insoportable, tragicomedia familiar enredada con la mafia.

Me parecen muy acertados, propios de un trabajo riguroso, los premios a la mejor ópera prima para el film turco Kuf, y los de la prestigiosa sección paralela Orizzonti. Es cierto que el nivel libertario y arriesgadísimo en las apuestas de Orizzonti parece haber dado un paso atrás en esta nueva etapa. Pero las dos obras premiadas, la china Tres hermanas, del prestigioso documentalista Wang Bing y la belga Tango libre, en donde el nada prolífico Frederic Fonteyne (recuerden la brillante Une liaison pornographique) vuelve a dar señales de su talento.

Hay una ausencia en el palmarés que lo ennoblece: merece una mención destacada la remisión de la nueva “carta revelada” de Terrence Malick, To the Wonder, al reconocimiento no oficial del Premio Signis, que otorga, como saben, un órgano de críticos católicos. Creo que es el mayor acto de justicia preclara de esta 69ª Mostra. Pone las cosas en su lugar, cuando la amenaza, por suerte esquivada, era que si el ejercicio de onanismo místico ganaba aquí, habría supuesto la conquista por el cineurgo-gurú de los cuatro principales festivales categoría A en el panorama internacional. Y de ahí a su conversión en santo súbito o al totalitarismo a mitad de camino entre los Legionarios de Cristo y el culto New Age habría solo un paso.

Agradezcamos a Venecia que sus diques se resistiesen a la marea malickiana. Y animemos a que, después de esta amable, prudente primera edición del periodo Alberto Barbera, en donde se han remansado algunos excesos de la era Marco Müller, el próximo año la línea general de la programación se extienda hacia obras de mayor riesgo creativo.

Palmarés 69ª Mostra de Venecia

- León de Oro a la Mejor Película para Pietà, de Kim Ki Duk.
- León de Plata a la Mejor Dirección para Paul Thomas Anderson por The Master.
- Premio Especial del Jurado para Ulrich Seidl por Paradise: Faith.
- Copa Volpi a la Mejor Actriz para Hadas Yaron por Fill the Void.
- Copa Volpi al Mejor Actor para Philip Seymour Hoffman y Joaquin Phoenix por The Master.
- Premio Marcello Mastronianni a los actores emergentes para Fabrizio Falco, por Bella Addormentata, de Marco Bellocchio y È estato il figlio de Daniele Cipri.
- Premio al Mejor Guión para Olivier Assayas por Après Mai.
- Premio a la mejor contribución técnica para Daniele Cipri por È stato il figlio.
- Premio Luigi de Laurentis a la mejor Opera Prima para Kuf (Ali Aydin).

domingo, 2 de setembro de 2012

Venecia, 4: Paul Thomas Anderson abruma con la soberbia The Master

por José Luis Losa

Asistimos ayer a uno de esos casos en los que una película, por sí sola, justifica y convierte en referencial toda una edición de un festival de cine. Tantas eran las expectativas generadas desde hace meses con The Master que la jornada de ayer debió de ser vivida por su director Paul Tomas Anderson como un match point en Roland Garros o como una de esas reválidas con las que amenaza con revivificar el ministro Wert. Toda la campaña que rodeó el estreno de la película, incluidos de manera destacada los motivos extracinematográficos, la polémica generada por los supuestos ataques al creador de la Iglesia de la Cienciología, Ron Hubbard, y el enfado de Tom Cruise cuando Paul Thomas Anderson le dejó el guión, quedaron ayer laminados por la abrumadora grandeza de The Master, obra que entró ayer en la vida a través del Lido, y que tiene trazas de perpetuarse de manera perenne en el tiempo como película sobre la cual habrá que volver una y otra vez para dejarse envolver de nuevo por su opulencia de estilo y por la alquimia, solo al alcance de los más grandes narradores visuales, que preside estos 137 minutos de indagación en las zonas más sombrías de la naturaleza humana y de elíptico y, al mismo tiempo, avasallador estudio de las relaciones de poder entendidas a partir del dominio de las mentes.



Y es que los hilos que mueve como nadie a la hora de generar operaciones de propaganda de apariencia espontánea Harvey Weinstein (productor de la película después de que Universal hiciese el favor de renunciar a su financiación, se supone que por presiones del ya citado Tom Cruise) son ya pura anécdota cuando tenemos ya, sobre el mapa de la pantalla del Lido, las imágenes de esta pieza cumbre del cine de nuestro tiempo. Lo de menos son los efectos que sobre las recaudaciones tenga el efecto Weinstein; es más, tengo la asentada impresión de que, pese a que (diga lo que diga el jurado de la Mostra dentro de una semana) la película salga aureolada de Venecia por todos los superlativos que se merece, su carrera comercial será pobre en el mejor de los casos y puro veneno para la taquilla de manera más que probable. Porque las imágenes sobre las que Paul Thomas Anderson fragua esta historia intencionadamente inarticulada están concebidas desde una falta de concesiones que va a expulsar al público mayoritario en cuanto éste cruce un par de dinteles de este encadenado de puertas hacia la sabiduría llamado The Master y encuentre que no hay asideros a los que aferrarse.

El viaje que Thomas Anderson propone prescinde de divisiones entre lo onírico y lo real, entre personajes con los que empatizar y otros a los que sentir detestables. De ahí, entre cosas, el pueril y por completo errado reduccionismo de quienes quieren situar este film como una película sobre la Cienciología o aún sobre sectas en general, porque el itinerario perturbador e impredecible de The Master prescinde de brújulas, de ideas de tiempo o espacio, y brinda una apabullante excurso, sin hoja de ruta, por los tortuosos laberintos de la mente, de la manipulación, del sentido de grupo. Es un juego de espejos suprarreal, lisérgico, en donde cabe acordarse de William Blake, de Sigmund Freud de H. G. Wells, de Harold Pinter, nombres con los cuales Paul Thomas Anderson puede debatir en su apabullante exposición de las percepciones de lo real y lo imaginado, del deseo y de su sublimación, de las relaciones de dominio como base de la condición humana.

Ese desarraigado veterano de guerra que encarna con formidable sequedad en los límites de la cordura y del nihilismo Joaquin Phoenix (actor al que Hollywood había desterrado por payaso y que Anderson rescata para que sea su Prometeo) es el personaje vehicular que nos conduce de la ficticia Norteamérica de la década de felicidad bovina y falsa de los 50 a un ensueño/pesadilla que, como guiado por un Deus ex machina, lo lleva a conocer e integrarse en el grupo familiar de un sanador de mentes y cuerpos, un visionario al que Philip Seymour Hoffman dota de unos perfiles que contribuirán, de seguro, a la leyenda de esta película. El rol del líder de la secta Lancaster Todd, que invitaba al exceso y era un camino casi seguro hacia del despeñadero para cualquier actor que no supiese trascender la gestualidad histriónica que parecería pedir, sabe Philip Seymour Hoffman leerlo, interiorizar su hiperrealismo y ofrecernos de esa depurada genialidad de actor colosal un centro de la diana en el que puede irse asemejando, sucesivamente al sombrerero de Alicia, al Mefistófeles de Murnau o a uno de las caricaturas salidas del colocón de ácido de una obra de Dennis Potter, de quien Paul Thomas Anderson bebe también en los momentos de desatado onirismo de su periplo.

Sobre esa prodigiosa interacción de Joaquin Phoenix y Philip Seymour Hoffman, que es una relación difuminada, contradictoria, indefinida, uno de los agujeros negros intencionados que hacen más inquietante la historia, bascula el peso específico de The master. Y de sus trasfondos, casi desde el fuera de plano (aunque hay uno muy concreto, diáfano, aterrador, que desvela que Hoffman, el gurú, tiene detrás un ventrílocuo) surgen los chispazos que hacen progresar esta expedición más allá del valle de las sombras. Nada es lo que parece en este relato sobre la inexistencia de verdades a las que agarrarse. Ni siquiera la música, que cuando más parece acariciar, con el swing de una balada de Cole Porter, anuncia otro zarpazo de irrealidad espectral, de esos que van convirtiendo esta irrepetible travesía, esta proeza cinematográfica, en un desasosegante viaje al corazón del desconcierto.

Ni todos los días, ni aún todos los años, una película tiene la mala fortuna de coincidir en la misma jornada competitiva de un festival (esto es, de colalpsar y, directamente desintegrarse) con algo de las dimensiones de The master. En esta Mostra ese papel le tocó a una de las presencias italianas en el cartel, la opera bufa, titulada É stato il figlio y dirigida por Daniele Cipri. Bien mirado lo mejor que podía ocurrirle a esta zafia comedia pseudoparódica sobre una familia de los suburbios de Palermo y su relación con la mafia, con niveles de humor rastrero y gritón dignos de la peor televisión-basura del emporio de Berlusconi, es pasar así, oculta por el transatlántico de Thomas Anderson. Yo confieso que apenas sufrí su chabacanería, la entreví con el piloto automático mientras en mi mente comenzaban a dar vueltas torbellinos de imágenes de The master. Y para el gran aplauso final ya estaba el público de casa, indiscutiblemente patriótico.

Tambien pasó ayer en la sección oficial la israelí Lemale et ha'halal, de Rama Burshtein. Es una tragicomedia centrada en una familia de judíos ortodoxos y sus endogámicas bodas de conveniencia donde los intereses de la mujer parecen secundarios. Está dirigido con corrección y, a ratos, elegancia. Dedicarle cinco líneas a ese academicismo estimable, en un día de revoluciones fílmicas, es lo menos que se merece.