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luns, 26 de agosto de 2013

Après Mai (Olivier Assayas, 2012)


Relato autobiográfico dirixido polo cineasta francés Olivier Assayas (París, 1955), autor de filmes da valía de L’eau fride (1994), Finales de agosto, principios de septiembre (1998), Las horas del verano (2008), o thriller Carlos (2010) ou ás restitucións do propio estatuto da imaxe Irma Vep (1996) ou Demonlover (2002), Después de mayo / Après Mai narra o periplo de madurez do mozo de dezaoito anos Gilles, que, no París posterior ao maio do 68, vive en primeira liña o activismo político.

Crónica da Francia gaullista, conto de aprendizaxe –reverso da contención encarnada no poético relato adolescente L’eau fride- que atravesa tamén Italia ou Londres, establece un tránsito, cal novella episódica ou road-movie, por lugares e cuestións –ou metraxes alleas, de Bo Widerberg ao boliviano Sanjinés- da súa xuventude. Tal viaxe organizada, precedida do libro de memorias Une adolescente dans l’après-Mai: Lettre à Alice Debord, publicado en 2005, facilita a priori un aluvión de temas que lle son propios á época (amor, sexo, drogas, arte, compromiso, sociedade,…), similitudes autobiográficas (que o espectador non ten por que coñecer) e reflexións derivadas, sobre os que sobrevoa unha conexión que o autor enfatiza porque considera (e o é) francamente importante: a do cine, ou a arte e a creación estética en global, coa política, a fusión de radicalismos, co fondo, como en todos os filmes de Assayas –antigo crítico musical-, dunha atractiva e pertinente banda sonora, que pasa por Syd Barrett, Nick Drake ou Soft Machine.

O desconcerto primordial –decepción ou ofuscamento desganado- que causa, ten o seu punto álxido nos escritos en Francia de Emmanuel Burdeau. E, cos seus excesos, non anda desencamiñado. Como xa observamos en Carlos, un achegamento ás loitas políticas armadas dos anos 70/80 -tempo de efervescencia e paixón: a III Guerra Mundial explorada por Chris Marker-, brillante narración con medios e impecable factura, capaz de reducir o idealismo revolucionario a vulgar psicopatía ou coto de delincuencia común, Assayas preocúpase polo relato de xénero ou o retrato persoal, incapaz de tecer con solidez sintáctica construcións colectivas, ofrecendo en Después de mayo o seu filme máis feble ata a data, un relato cheo de automatismos, afán de simplificación e filias pobremente expresadas, indicio dunha procura inexistente.

Tentando clausurar dous puntais da arte e a intelectualidade, o derrubo das utopías políticas –deixádevos levar, aceptade o sistema como é- e a morte da relación ética-política/estética –só importan as formas, un filme é un obxecto desideoloxizado-, Assayas remata nun lugar inesperado e ben incómodo, orquestrando unha impostada oda á xuventude, de seguro revestida por momentos dunha atractiva e axustada atmosfera, que ampara un nada empático exercicio de autoxustificación histórica. Decididamente insólito en alguén que reivindica ou di apertar con gusto as pisadas do situacionismo. Se a revolución non é unicamente un romance de mocidade, aínda podemos agardar polo cineasta estimable do que sempre gozamos. Despois de todo, un prefire pensar que Assayas non puido perderse no camiño. Nota: 4/10

José Manuel Sande

domingo, 9 de setembro de 2012

Venecia, 11: The master y Kim Ki-duk, ganadores en la 69ª Mostra de Venecia

por José Luis Losa

La 69ª edición de la Mostra de Venecia emborronó ayer, en su cúspide, un palmarés que hasta llegar a su premio más importante, el León de Oro, parecía estar escrito con extraordinaria y equilibrada orfebrería de amor al cine y de decisiones exquisitas. Fue entonces cuando Michael Mann anunció que la película que había merecido el máximo premio del festival era Pietà, de Kim Ki-duk, un despropósito mayúsculo porque el film no es ni tan siquiera una obcecación del realizador en su muy autoral caída al vacío de la última década, sino una sumamente conservadora decisión: la de plegar velas y recogerse en el cine dé género a la vista de lo cada vez más irrelevante de sus obras. Y lo que el coreano intenta en Pietà es una plenamente fallida imitación, o mejor plagio, de los thrillers psicopáticos de su compatriota Park Chang-wook y su ya célebre trilogía de la venganza.

Para venganza, la de Mann y sus despiadados colegas para quienes asistimos durante once días a las proyecciones en el Lido para al final hacernos “luz de gas” con una de esas decisiones que parecen nacidas de alguna extraña iluminación ajena a la aplastante mayoría de quienes vimos y rechazamos el juego de trilero que Kim Ki-duk trata de colar con Pietà y su mamma terrible. Lo cierto es que, ayer, ya desde primera hora de la mañana comenzó a extenderse de manera persistente el rumor de que al menos una parte del jurado se mostraba entusiasmada con la nadería oportunista del coreano. Resulta evidente que los miembros del jurado que así se manifestaron son desconocedores de películas no precisamente minoritarias como Old boy o, sobre todo, Simpathy for Lady Vengeance. Y no son conscientes de estar premiando una pésima falsificación de cine ya filmado a cargo de un pillo que se hizo con un León de Oro por copiar, mal, a un coetáneo, un vecino.

Lo que parece fuera de duda, observando el palmarés, es que debió de haber una abierta división en el jurado entre aquellos a los que se la coló Kim Ki-duk y los que defendían la evidencia de que en la competición habíamos asistido al nacimiento de una obra fascinante e inabarcable todavía en su alcance con The Master, del norteamericano Paul Thomas Anderson. Son estos los que habrían forzado, a cambio de ceder el máximo premio a Pietà, un equilibrio entre ambas películas, al salir reforzada The Master con un doble premio, el León de Plata al mejor director para Thomas Anderson y la loable capacidad de hacer que la Copa Volpi recayese exaequo en sus dos protagonistas, Philip Seymour Hoffman y Joaquin Phoenix, ya que en la inaprensible alquimia que mueve las relaciones de complicidad sutil entre ambos, en el enigma que ambos actores alimentan, reside una parte no pequeña de la grandeza de esta perturbadora ensoñación sobre el poder de la palabra, de la empatía, a través de una secta en la que muchos han querido ver un trasunto de Ron Hubbard y la Iglesia de la Cienciología.

Siguiendo con las decisiones de coraje y lucidez, que Michael Mann y sus colegas simultanearon con la desfachatez de lo de Kim Ki-duk, hay que reconocer el valor de que el Premio Especial del Jurado vaya al austriaco Ulrich Siedl, por Paradise: Faith, una visión entomológica de las patologías de la fe católica vivida como integrismo. Ya en Cannes, Seidl y su actriz merecieron, sin dudas, que se hubiese premiado Paradise: love, su primera parte de lo que va a ser un tríptico descarnado e incómodo sobre el sexo y sus sublimaciones, molesto tanto estética como ideológicamente en el palmarés de un festival de categoría A. Para reconocer lo que es justo, en Cannes no se atrevieron con Seidl, y en Venecia sí lo han hecho. Se habría hecho justicia plena si, además de premiar al director, se avalase con un premio a la mejor actriz a la prueba de fuerza, la portentosa ausencia de pudor, con el que la veterana María Höfsttater se pone el cilicio, se aplica la fusta o alcanza el extasis con un crucifico entre sus muslos. No fue así y la Copa Volpi a la mejor interpretación femenina fue para la israelí Hadas Yaron, hasta ahora desconocida protagonista de Fill the Void, en la que encarna a la joven a la que su familia entrega como esposa al maduro viudo de su hermana. Lo mejor de este film estimable, pero preocupante por la normalidad con la que parece aceptar la sumisión de la mujer, es el ambiguo y medido registro de Hadas Yaron, con un soberbio plano final en donde su expresivo rostro parece rebelarse ante su entrega pactada y poner así en cuestión las relaciones de dominio de la sociedad ortodoxa israelí.

El Premio al Mejor Guión para Oliver Assayas por su evocación exenta de paternalismos de los años en los que la juventud posterior al Mayo francés coqueteó con la lucha armada antes de dedicarse a las artes. En Après Mai, Assayas reafirma algo que ya estaba constatado: su sutileza en la escritura fílmica, incluso cuando como aquí se enfrenta al riesgo de contar hechos de su propia biografía emocional.

El Premio a la mejor interpretación de un actor o actriz emergente para el italiano Fabrizio Falco, por sus intervenciones insulsas en dos de las películas italianas en el concurso, Bella Addormentata, de Marco Bellocchio, y É estato il figlio, suena a decisión de conveniencia para premiar, de una tirada, a casi todo el cine nacional. No puedo dejar de pensar en la intensidad de Lola Creton, o de cualquiera de los jóvenes del reparto coral del ya citado Aprés Mai de Assayas. Y la sola mención del Premio a la Mejor Contribución Artística para el director italiano Daniele Ciprí por É stato il figlio me devuelve al estado de irritación que me provocó esta histriónica, literalmente insoportable, tragicomedia familiar enredada con la mafia.

Me parecen muy acertados, propios de un trabajo riguroso, los premios a la mejor ópera prima para el film turco Kuf, y los de la prestigiosa sección paralela Orizzonti. Es cierto que el nivel libertario y arriesgadísimo en las apuestas de Orizzonti parece haber dado un paso atrás en esta nueva etapa. Pero las dos obras premiadas, la china Tres hermanas, del prestigioso documentalista Wang Bing y la belga Tango libre, en donde el nada prolífico Frederic Fonteyne (recuerden la brillante Une liaison pornographique) vuelve a dar señales de su talento.

Hay una ausencia en el palmarés que lo ennoblece: merece una mención destacada la remisión de la nueva “carta revelada” de Terrence Malick, To the Wonder, al reconocimiento no oficial del Premio Signis, que otorga, como saben, un órgano de críticos católicos. Creo que es el mayor acto de justicia preclara de esta 69ª Mostra. Pone las cosas en su lugar, cuando la amenaza, por suerte esquivada, era que si el ejercicio de onanismo místico ganaba aquí, habría supuesto la conquista por el cineurgo-gurú de los cuatro principales festivales categoría A en el panorama internacional. Y de ahí a su conversión en santo súbito o al totalitarismo a mitad de camino entre los Legionarios de Cristo y el culto New Age habría solo un paso.

Agradezcamos a Venecia que sus diques se resistiesen a la marea malickiana. Y animemos a que, después de esta amable, prudente primera edición del periodo Alberto Barbera, en donde se han remansado algunos excesos de la era Marco Müller, el próximo año la línea general de la programación se extienda hacia obras de mayor riesgo creativo.

Palmarés 69ª Mostra de Venecia

- León de Oro a la Mejor Película para Pietà, de Kim Ki Duk.
- León de Plata a la Mejor Dirección para Paul Thomas Anderson por The Master.
- Premio Especial del Jurado para Ulrich Seidl por Paradise: Faith.
- Copa Volpi a la Mejor Actriz para Hadas Yaron por Fill the Void.
- Copa Volpi al Mejor Actor para Philip Seymour Hoffman y Joaquin Phoenix por The Master.
- Premio Marcello Mastronianni a los actores emergentes para Fabrizio Falco, por Bella Addormentata, de Marco Bellocchio y È estato il figlio de Daniele Cipri.
- Premio al Mejor Guión para Olivier Assayas por Après Mai.
- Premio a la mejor contribución técnica para Daniele Cipri por È stato il figlio.
- Premio Luigi de Laurentis a la mejor Opera Prima para Kuf (Ali Aydin).

sábado, 8 de setembro de 2012

Venecia, 10: Brian de Palma rescata Passion en el tiempo de descuento

por José Luis Losa

El maestro Brian De Palma, del que esperábamos ansiosos señales de vida desde hace cinco años, fecha de estreno de Redacted precisamente en el Lido, salió en la última jornada de la competición al campo de juego veneciano. Pero antes nos hizo sufrir bastante. De hecho, no entró a jugar hasta pasada una hora del match. El pase de la película comenzó puntual, a las nueve de la mañana, pero en las imágenes que íbamos viendo de Passion no se sentía por ninguna parte distribuir juego al maestro. La historia discurría por los derroteros del thriller de duelo laboral en las oficinas de una empresa ubicada junto al sofisticado Sony Center berlinés. Pero yo casi estaría por prometerles que De Palma no ha pisado Berlin para este rodaje. O sea, que durante un tiempo, dejó que ejercieran por poderes.

Passion nos emplaza desde su comienzo a uno de esos tour de force de los de juegos de estrategia en los despachos, con una pugna entre Noomi Rapace y Rachel McAdams (en el debe recientísimo de esta ultima, la participación en el malvado engendro malickiano To the Wonder, tambien a competicion en esta Mostra). No voy a decir que las trazas de Passion, en su primera hora, sean las del Acoso de Barry Levinson, por poner un caso de pedestre thriller de mobbing. En cualquier caso sí se percibe, en esa hora una planificación rala, una ausencia de toda seña de identidad de ésas que De Palma no se ha resistido nunca a desplegar desde el minuto uno. Eso sí, se aprecian elementos que van anunciando su llegada: el papel que juegan las nuevas tecnologías, el teléfono móvil, las cámaras de seguridad de un garaje, como elementos del nuevo voyeurismo al servicio de la trama, siguiendo el arriesgado hilo conductor de su anterior Redacted. Hay una relación de poder y sumisión, una jefa (McAdams) a la que tambien le gusta dominar en la cama, en juegos sadomasoquistas con caretas y pelucas. Y Noomi Rapace, a la que quieren más las mujeres que los hombres, es el botín de guerra, la victima, el patito feo, casi una Carrie en edad de ejecutiva de publicidad. Pero Carrie no tiene papá. Brian sigue sin llegar. Y la butaca se nos clava un poco en el alma minuto a minuto. Entre pillerías de oficina y suaves jueguecitos lésbicos, Passion quiere golfear pero lo hace con tibieza impropia del Gran Voyeur que es De Palma. Sí, Noomi Rapace pasa un susto en un ascensor. Es verdad, Rachel McAdams se masturba en la ducha. Pero cuando esperamos que salte al menos el guiño autoral tranquilizador del autor de Vestida para matar, la película sigue desnuda de fuerza. Cierto es que se preanuncia con redoble de percusión la existencia de una hermana gemela de Rachel McAdams, lo cual indica que ya debe de estar próximo el aterrizaje en plató del cineasta. Y es verdad que la banda sonora la firma Pino Donaggio, pero en esta orfandad que preside la primera parte de Passion, tampoco se la escucha con la propiedad de otras ocasiones. Y suena Donaggio tan desganado como el conjunto al que sirve.



Y entonces, cuando ya mirábamos la hora, se produce el vuelco. Argumentalmente, viene a coincidir con un asesinato. Éste lleva ya firma y rubrica. Y a partir de ahí se abren los espacios. Y de qué manera. La ficción y la realidad comienzan a convulsionarse. La pantalla se parte en dos y, a la derecha, asistimos a una representación operística de La siesta de un fauno, de Debussy, mientras en la otra está a punto de sangrar la tela, el beso mortal. Ya llegó el maestro. Y la impresión de que en la pantalla, en el tiempo que le resta a la función, todo puede suceder, da paso al vértigo. De Palma mandó a parar. Se suceden los loopings de guion, de movimientos de cámara circenses, de bromas negrísimas, de vilezas exquisitas. Se abre el campo, la pantalla, se abren las aguas. Y Brian De Palma nos regala un concentrado de esencias de la casa. Menos mal, habrá pensado, que cuando me encargaron sacar adelante esta faena, al menos me dejaron sobre la mesa vací de ideas una una careta y una peluca con la que comenzar la prestidigitación.

Con razon en Cannes el film se anunció aún como proyecto que, con suerte llegaría a Roma, en noviembre. Qué nítida parece la impresión de que Brian de Palma nunca pisó Berlín, escenario natural de Passion. Qué casual un solo plano en exteriores alemanes. Qué diabluras no hubiera hecho De Palma con la arquitectura high tech del Sony Center. Cómo se intuye lo que hay detrás de esa perezosa primera hora. Qué alucinatorio resulta saborear como el maestro esperó casi hasta el descuento para construir, sobre esa cuadrícula de juego, un ejercicio de estilo barroco en el que hasta Pino Donaggio vuelve a sonar a si mismo y en donde la fotografía de José Luis Alcaine deja de parecer un remedo caprichoso de la atmosfera de La piel que habito para que la pantalla la habite, en un acto de mago del cine, de repentizador de pesadillas, de coloso del grand guignol, de taumaturgo supremo de las acrobacias en el alambre. El irrepetible maestro De Palma.

Tras esta exhibición, le tocó cerrar el concurso de esta 69ª Mostra a la tercera película italiana en competición, Un giorno especiale, de Cristina Comencini. No conozco en toda la insignificante filmografía de este autora un solo film que me haya dejado la menor huella. Con los años, no mejora. Su película, en una palabra, espantosa, cuenta el día que pasan juntos dos jóvenes en un automóvil: un chófer y una aspirante a actriz que se dispone a pisar el despacho de un senador para, a cambio de algún favor conseguir que su carrera en la televisión prospere. Comencini filma ese día con tono de comedia romántica juvenil primaria,con lo que se supone que su ñoñería insufrible estará destinada a un público al estilo Mario Casas. Por eso es despropósito aún mayor que, después de este día de turismo de telenovela, la muy inepta directora decida terminar la historia con un mal sabor de boca estilo Lewinsky. Dirán ustedes que poco pintará esta película en el palmarés que conoceremos hoy. Pero atención porque este festival tiene un Premio de Interpretación al mejor actor o actriz revelación. Y, como juegan en casa, entra en lo probable que se lo lleven ese Mario Casas italiano, Filippo Scicchitano, o su compañera de viaje, Giulia Valentini.

En todas las quinielas para los premios grandes que hoy deciden Michael Mann, Pablo Trapero, Marina Abramovic, Laetitia Casta, Ho-Sun-Chan, Mateo Garrone, Ari Folman, Samantha Morton y Ursula Meier entra The Master, la subyugante pieza de Paul Thomas Anderson, que podría llevarse el León de Oro o el premio al mejor actor para Philip Seymour Hoffman o Joaquin Phoenix. A partir de ahí todo es posible, aunque parece que Marco Bellocchio y su Bella addormentata no deberían de quedar fuera del reparto. Y sería un acto de coraje reconocer el trabajo de la actriz austriaca María Hoffstätter por su integrista de sexualidad sublimada entre cilicios y fustas con la que Ulrich Siedl, en su Paradise: Faith, vuelve a convertirse, como en Cannes, en el gran provocador del festival. Resta esperar que otro fundamentalismo, el malickiano, no se inflame aquí con un premio a To the Wonder que termine de originar el daño de aquella Palma de Oro new age a The tree of life.

Por lo que pueda suceder, les dejo una lista de lo que a este cronista ha parecido realmente relevante de una más que aceptable Mostra, en un rastreo que incluye tanto la sección oficial como las paralelas Orizzonti, Settimana de la Crítica y las Giornale degli Autori.

Recomendaciones de la programación de la 69ª Mostra:

1. The Master (Paul Thomas Anderson)
2. Passion (Brian de Palma)
3. O Gebo e a sombra (Manoel de Oliveira)
4. Paradies: Glaube (Ulrich Seidl)
5. O Luna in Thailanda (Paul Negoescu)
6. Izmena (Kirill Serebrennikov)
7. Après mai (Olivier Assayas)
8. Lullaby to my father (Amos Gitai)
9. Bella Addormentata (Marco Bellocchio)
10. Non mi Avete Convinto - Pietro Ingrao, un eretico (Filippo Vendemmiatti)

martes, 4 de setembro de 2012

Venecia, 6: Après mai, sensible acercamiento de Olivier Assayas a la juventud revolucionaria de los setenta

por José Luis Losa

Un peso pesado del cine europeo, el francés Olivier Assayas, ofreció ayer, en Après Mai, una lección de honestidad personal y cinematográfica en el Lido al volver sobre sus años de joven estudiante revolucionario en la Francia de 1971 y desplegar su mirada, en buena parte autobiográfica, sin asomo de maniqueísmos ni de vindicaciones a tiempo pasado. La lucha política no había ocupado un lugar para nada relevante en la muy notable filmografía de Assayas hasta que hace dos años éste emprendió la arriesgada empresa de contar quién fue Carlos Ilich Ramírez, personaje central de la década del terrorismo internacionalizado, los años de plomo de las Brigadas Rojas, la Baader Meinhoff, el Ejercito Rojo japonés, y sus apoyos en el entonces aún vigente bloque del Este y sus derivaciones en Argelia, Libia o Yemen. Con Carlos (2010), producida como serie para la televisión de pago, Olivier Assayas asumía la complejísima misión de reconstruir las posiciones de la lucha armada y ubicarlas en tiempo y lugar, en el marco de la guerra fría, sin dejarse llevar por idealizaciones fuera de lugar ni por la más sencilla demonización de una actividad focalizada en la violencia como instrumento para remover los escenarios políticos. Y el mérito no menor, y creo que no suficientemente reconocido por la crítica, de esa película de seis horas es el de manejar con hondo equilibrio intuitivo la humanización y, de su mano, la desmitificación sin trazos gruesos del hombre cuyo rostro y actuaciones en escenarios de medio planeta fueron la imagen de la Internacional del Terror.

Es oportuno ese recuerdo del trabajo anterior de Assayas, que le ocupó dos años, porque en la película presentada en Venecia, Après Mai, los protagonistas son unos jóvenes, los estudiantes de grupos de la izquierda revolucionaria en el París que se agitaba sobre los rescoldos del Mayo Francés al que alude el propio título del filme y que en algún caso muy bien pudieran haber sido alevines de las diferentes organizaciones que hacían aparición en el riguroso mural histórico de Carlos.

Y de nuevo Assayas encuentra la capacidad de distanciamiento (ya está dicho que uno de los personajes de este marco para la revuelta está tomada de su propia experiencia personal) para que el cuadro coral de jóvenes que han comprobado que la resistencia cultural del 68 no es un instrumento de cambio y que por eso militan en organizaciones que apuestan por la acción directa no responda en modo alguno a clichés simplificadores. Venimos de un tiempo en el cual esa fraccionalización de la izquierda de los 70 en trotskistas, leninistas, maoístas, libertarios, situacionistas… se ha ridiculizado con facilidad bajo la etiqueta del infantilismo del sarampión izquierdista o el ninguneo a los llamados “tigres de papel”.

En Après Mai, los tigres no son tales sino que cada uno responde a una peculiaridad más o menos fiera, y en vez de papel lo que late en la puesta en escena de Assayas y en los pliegues del guión, es un esfuerzo denodado por humanizar las razones de cada uno para situarse en la trinchera. Hay, además, en Après Mai, un acercamiento a esta juventud airada que va mucho más allá de su rol político. La evolución emocional, los encuentros y desencuentros amorosos en plena revolución también sexual, y las pulsiones creativas de los protagonistas, contribuyen a que Assayas permita que su película encuentre respiraderos a través de los cuales mostrar con extrema sensibilidad, con una ternura depurada de cualquier asomo de paternalismo, el motor de idealismo y de implicación de un cuadro de personajes (en el que destaca el magnetismo ávido de Lola Créton, protagonista de Un amour de jeunesse) de que, en ese “tranche de vie” que explora la película, nos muestran cómo decidir cruzar el puente mucho antes de llegar al río no supone necesariamente responder a unos estereotipos de cretinismo político o de espíritu naïf con el que casi siempre se ha abordado esta situación en el cine reciente. Après Mai tiene, así, algo de reivindicación generacional (no gratuita en pleno debate sobre los indignados) y, en el equilibrio de la balanza, unas dosis de bien medidos mordiscos de realidad que evaporan cualquier tentación de soflama y que contribuyen a que, a través del dolor y las contradicciones, los personajes encaucen el camino hacia la maduración personal (los viajes a Italia o a Londres) y hacia la salida, con el desencanto solo intuido, del primer plano de la lucha por transformar el mundo. Es la de Assayas obra de exquisita textura y de honradez intelectual a prueba de cócteles molotov. Y, por lo visto hasta ahora, debería de tener lugar en el palmarés del jurado que preside un Michael Mann a quien un film como éste debe de sonarle a apología del terrorismo.

El segundo autor con nombre relevante (cada vez menos: sus acciones se han devaluado en la última década hasta situarlo para muchos, tal vez para él mismo, al borde de la irrelevancia) fue ayer el del coreano Kim-Ki-duk. La caída en barrena de este director ha sido motivo de muchos comentarios sarcásticos (incluso suyos, cuando se flagelaba ante la cámara por no ser un buen director en un hilarante momento de su documental ombliguista Arirang) y el último escalón en ese descenso fue su presencia en la competición de San Sebastián en la edición de 2011 con un espanto fatuo e insufrible titulado Amén.



Por eso, cuando antes de los créditos iniciales de su película veneciana, Pietà, se sobreimpresionó en pantalla de manera inopinada una frase escueta, “la película nº 18 de Kim Ki-duk”, la crítica especializada se expandió en una carcajada sin saber si tomarse el dato en bruto como una amenaza o como una reafirmación de autoestima del últimamente bastante apaleado director. Lo cierto es que en lo que más o menos había coincidencia era en que esta presencia del coreano de nuevo en un festival privilegiado como Venecia, tras años fuera de esa primera línea, sólo podía servir para dar un impulso a su situación creativa de más que aparente callejón sin salida o para asestarle la puntilla y remitirlo a la categoría de efímero autor oriental de cuyo nombre ya nadie va apenas a acordarse.

Pietà, precedida de cierta expectación por la situación límite comentada, sí ratifica una cosa: el estado de desconcierto de Kim Ki-duk, quien viéndose acorralado ha decidido salir de la esquina con un bizarro cambio de tercio. Era inesperado que la elección del coreano para esta emergencia fuese la de optar por un film de género casi en estado puro, un thriller psicopático alejado por completo de su universo fílmico. Superada la sorpresa, hay que decir que Pietà muestra en su arranque bastantes reflejos para descolocar, que su protagonista, un rompehuesos a sueldo dedicado a cobrar a medias el seguro médico de los tipos a los que deja para el arrastre, logra de primera intención inquietarme y desear no encontrármelo nunca en una esquina oscura. Pero, a medida que el guión va introduciendo elementos freudianos, finalmente materializados en una mamá terrible, Pietà va asemejándose progresivamente a una ramificación imperfecta de los thrillers de Park Chang-wook. Y, claro está, la incapacidad que denota Kim Ki-duk para ir abriendo y despejando incógnitas no tienen nada que ver con la precisión de cirujano del autor de Old Boy o Simpatía por Lady Vengeance. De esa forma, en Pietà, rematada de mala manera, con flagrantes incoherencia de guión y nulo sentido del climax del suspense, Kim Ki-duk concluye pidiendo la hora. Y pese a la generosa ovación de un público de pase nocturno que se supone predispuesto a apoyar la causa, queda en el aire si el autor de La isla permanece o no en el who is who de autores de la serie A. O sea, si la película nº 19 de Kim Ki-duk se estrenará en el Lido o en el Fantasporto.