Polémico palmarés que deja fuera a Cronenberg, Kiarostami y Leos Carax
por José Luis Losa
Michael Haneke se incorporó ayer a una privilegiada lista de directores, los que han tenido la oportunidad de ganar en dos ocasiones la Palma de Oro. Su nombre se sumó, con el triunfo de su sobrio drama de amor y muerte Amour, protagonizado por Jean Louis Trintignant y Emmanuelle Riva, a los de Coppola, Imamura, Kusturica, Billie August y los hermanos Dardenne, también triunfadores en dos ediciones del festival de Cannes. La Palma de Oro para Amour es una decisión poco atacable, política y artísticamente correcta, pero que deja un poso de “catenaccio”, de juego conservador por parte del jurado presidido por Nanni Moretti, al dejar fuera no solo ya del premio mayor, sino de cualquier reconocimiento en el palmarés al que ha sido gran título revulsivo de esta 65ª edición: la francesa Holy Motors, con la que Leos Carax apabulló la Croisette con un film totalmente imprevisible, libertario, provocador, cáustico y capaz de descolocar primero e hipnotizar después a los resabiados ojos de la crítica presente en Cannes.
En ese sentido, el Amour de Haneke es una obra de indudable elegancia y contención a la hora de tratar el amor en la vejez o la eutanasia como una decisión pasional y autónoma. Y es, también, un premio indudable para su pareja de actores, los veteranos y eminentes Jean Louis Trintignant y Emmanuelle Riva. Pero Amour, todo lo contrario que Holy Motors de Carax, es totalmente previsible, juega sobre bazas seguras, no genera debate ni renovación. Y de ella se ha hablado apenas en los pasillos de un festival que no ha parado de debatir sobre los films de Carax, de Cronenberg, de Kiarostami o del austríaco Ulrich Siedl, y que solo se ha acordado de Haneke para asumir que era la favorita en las quinielas.
Los premios concedidos por el jurado dejan ver en sus costuras, además, innegables chalaneos. A nadie se le escapa que el Gran Premio del Jurado para la fallida comedia italiana Reality, aggiornamento del neorrealismo en los tiempos de Gran Hermano, es algo que Moretti, presidente de ese jurado, habrá sacado con fórceps. Seguramente a cambio de ceder a la hora de entregar el premio al mejor director al mexicano Carlos Reygadas, por su muy abroncada Post Tenebras Lux. Es ésta la apuesta más ilusionante del palmarés. la de reconocer a esta obra que se tira sin red y explora la maldad como destino, el sexo como catarsis, con una secuencia grupal epatante, el surrealismo que conduce a un final que provocó aullidos en la Croisette. La lástima es que la sorprendente valentía de premiar a Reygadas no fuese más allá en otras decisiones.
Me parece un doble acierto reconocer a las actrices rumanas Cosmina Stratan y Cristina Flutur, la monja y su exnovia sometida a exorcismo de la excelente Beyond the Hills, con la que Cristian Mungiu, ganador de la Palma de Oro hace cinco años por Cuatro meses, tres semanas, dos días ofrece un apasionante film que logra transmitir al espectador el estado de abducción y de vivir fuera del tiempo actual en el que habitan los portagonistas de la secta ortodoxa de su película.
El premio al mejor actor para el danés Mads Mikkelsen, por su suplicio como inocente acusado de abuso de una menor en The Hunter, de Thomas Vinterberg, produce cierta frialdad. Mikelsen, uno de los actores de moda en el cine europeo está, como siempre, sólido dentro de un film irrelevante. Y había interpretaciones como la del japonés Tadashi Okuno en la agridulce comedia Like someone in love o, por encima de todo, el trabajo indescriptible de Denis Lavant, encarnando hasta a ocho personajes distintos, cada uno de ellos más arriesgado, que hubieran tenido más sentido. Pero, aunque la crítica fue apostando por el “Carax forever” según avanzaba elfestival, está claro que alguien en el jurado le puso una cruz.
Otro premio del Jurado para Ken Loach por su complaciente y tosca The angels' share, suena a decisión tomada en el siglo XX. Y la Cámara de Oro para nuevos directores, recibida por el norteamericano Benh Zeitlin por la post-apocalíptica Beast of the Southern Wild no hace más que dar más fuerza a la ola que ya venía de Sundance y que promete situar a este film como uno de los triunfadores de la próxima temporada.
La 65ª edición de este festival se cierra con sensación contradictoria. Nada hay contra el notable film de Haneke pero se podría haber apostado más fuerte. Hemos tenido una sección competitiva muy aceptable (con destacados para Cronenberg, Kiarostami, Mungiu, Carax o Reygadas), pero el bajísimo nivel de las secciones paralelas “Un Certain Regard”, la Semana de la Crítica y la Quincena de los realizadores ha hecho mella en la percepción general del nivel del cine aquí visto. Asistimos a momentos emotivos como el renacimiento artístico y, en parte, biológico, de Bernardo Bertolucci, con la muy interesante Io e te, pero el clima, afeado por tres días de borrasca, casi de galerna, insólitos en Cannes, enfrió la alfombra roja. Y, al final, como cada año, lo que no falla es el engranaje de esta máquina de relojería que es el festival. Porque, por encima de otras consideraciones, la Palma de Oro a Haneke, después de dos años algo traviesos, devuelve las aguas a su cauce y deja el caudal de Cannes 2012 a buen recaudo.
luns, 28 de maio de 2012
Cannes, 11: Haneke gana su segunda Palma de Oro, por Amour
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domingo, 27 de maio de 2012
Cannes, 10: Mud y The taste of money cierran la competición y dejan abierto el palmarés del domingo
por José Luis Losa
Tras la jornada de expectación despertada por David Cronenberg y su Cosmópolis, la resaca de este film de radicalidad formal, abstracciones, atmósferas oníricas o surrealista (de lo más comentado en el festival es la secuencia en la que Robert Pattinson tiene relaciones en su limusina con su asesora financiera al tiempo que su urólogo le realiza una exploración rectal) deja la sensación de que ha sido programada seguramente muy tarde, cuando las mentes y las retinas de la crítica aquí presente funcionan ya a medio gas para empatizar con la torrencial sucesión de situaciones o diálogos para las que Cosmópolis precisa de los cinco sentidos.
Superado el “día Cronenberg”, la última jornada de películas a concurso discurrió con la apacibilidad del fin de fiesta de bulimia de celuloide que es Cannes. De las dos películas que quedaron para este sábado, la que merece realmente ser reseñada es la norteamericana Mud, de Jeff Nichols. Antes se pudo ver lo último de otro habitual de este certamen, el coreano Im Sang-Soo, cuyo The taste of money es una desafortunada mixtura de thriller de dinero negro y comedia familiar de enredo, un dislate con algún que otro guiño “freak” que podríamos muy bien preguntar quién tuvo la idea de que incluirla en la sección oficial iba a aportar algo a este festival.
Rezuma personalidad, en cambio, la citada Mud, que es como un Mark Twain adaptado al presente, con una historia de amistad, en una isla sobre el Mississipi, entre dos adolescentes y un tipo solitario con un tatuaje y refugiado junto al río, escapado de un supuesto asesinato que cometió, encarnado por Matthew McConnaughey. La película, que desarrolla la intriga en un marco de pérdida de la inocencia, y con McConnaughey perseguido por una jauría humana de la América Profunda de Arkansas, está dibujada por Jeff Nichols con una capacidad para sugerir posibilidades inquietantes y, al tiempo, poéticas, a la altura de la que mostraba en la película que lo situó en el mapa internacional, precisamente en Cannes, en donde entonces fascinó con Take Shelter. Mud posee mucho de cuento que en sus pliegues esconde zonas de sombra crecientes, algunas tenebrosas. Y la relación de Matthew McConnaughey con los actores jóvenes rebosa complicidad. Luego aparece Reese Witherspoon, como haciendo sonar en esa isla al sol las trompetas del apocalipsis. Y también Sam Sephard y Michael Shannon, que protagonizaba ya Take Shelter.
No es para nada descartable que tuviera algún Mud espacio en el palmarés que se conocerá en la tarde del domingo. Y si otros años hay premios cantados, en esta ocasión hay tantas quinielas como acreditados en el festival. Los nombres que suenan con mayor insistencia son los de Michael Haneke y su Amour (especialmente sus actores, Tringtignant y Emmanuelle Riva), el de Kiarostami y su deliciosa Like someone in love y el Cronenberg de Cosmópolis. Circula también una quiniela más “aternativa”, que pasaría por la complejísima Beyond the hills, del rumano Christian Mungiu, por la austriaca Paradise: love, de Ulrich Seidl y, por encima de todas, la película que tomó a todo Cannes con el pie cambiado”, la inclasificable obra de trapecismo sin red, de riesgo continuado, Holy Motors, del francés Leos Carax.
Todo son ahora especulaciones sobre el resultado de las megalomanías encontradas de los miembros del jurado presidido por Nanni Moretti e integrado además por los directores Andrea Arnold, Alexander Payne y Raoul Peck, los actores Ewan McGregor, Emmanuelle Devos y Dianne Kruger y el diseñador Jean Paul Gaultier. Quizás para provocar, en la madrugada del viernes, alguien con cierta credibilidad lanzó el rumor de que había posibilidades ciertas de que Ken Loach ganase de nuevo la Palma de Oro. Y se formó tal crisis de pánico, tal cabreo colectivo, tanto desconcierto, que la noche de Cannes semejaba la de Cosmópolis. Probable que lo del premio máximo para Loach sea un bulo, una liebre mecánica paua que los lebreles de la crítica corramos tras él. En todo caso, broma de muy mal gusto, cuando el cuerpo del personal, ya muy castigado, pide solo una decisión justa el domingo, justo antes de volver a la realidad.
Tras la jornada de expectación despertada por David Cronenberg y su Cosmópolis, la resaca de este film de radicalidad formal, abstracciones, atmósferas oníricas o surrealista (de lo más comentado en el festival es la secuencia en la que Robert Pattinson tiene relaciones en su limusina con su asesora financiera al tiempo que su urólogo le realiza una exploración rectal) deja la sensación de que ha sido programada seguramente muy tarde, cuando las mentes y las retinas de la crítica aquí presente funcionan ya a medio gas para empatizar con la torrencial sucesión de situaciones o diálogos para las que Cosmópolis precisa de los cinco sentidos.
Superado el “día Cronenberg”, la última jornada de películas a concurso discurrió con la apacibilidad del fin de fiesta de bulimia de celuloide que es Cannes. De las dos películas que quedaron para este sábado, la que merece realmente ser reseñada es la norteamericana Mud, de Jeff Nichols. Antes se pudo ver lo último de otro habitual de este certamen, el coreano Im Sang-Soo, cuyo The taste of money es una desafortunada mixtura de thriller de dinero negro y comedia familiar de enredo, un dislate con algún que otro guiño “freak” que podríamos muy bien preguntar quién tuvo la idea de que incluirla en la sección oficial iba a aportar algo a este festival.
Rezuma personalidad, en cambio, la citada Mud, que es como un Mark Twain adaptado al presente, con una historia de amistad, en una isla sobre el Mississipi, entre dos adolescentes y un tipo solitario con un tatuaje y refugiado junto al río, escapado de un supuesto asesinato que cometió, encarnado por Matthew McConnaughey. La película, que desarrolla la intriga en un marco de pérdida de la inocencia, y con McConnaughey perseguido por una jauría humana de la América Profunda de Arkansas, está dibujada por Jeff Nichols con una capacidad para sugerir posibilidades inquietantes y, al tiempo, poéticas, a la altura de la que mostraba en la película que lo situó en el mapa internacional, precisamente en Cannes, en donde entonces fascinó con Take Shelter. Mud posee mucho de cuento que en sus pliegues esconde zonas de sombra crecientes, algunas tenebrosas. Y la relación de Matthew McConnaughey con los actores jóvenes rebosa complicidad. Luego aparece Reese Witherspoon, como haciendo sonar en esa isla al sol las trompetas del apocalipsis. Y también Sam Sephard y Michael Shannon, que protagonizaba ya Take Shelter.
No es para nada descartable que tuviera algún Mud espacio en el palmarés que se conocerá en la tarde del domingo. Y si otros años hay premios cantados, en esta ocasión hay tantas quinielas como acreditados en el festival. Los nombres que suenan con mayor insistencia son los de Michael Haneke y su Amour (especialmente sus actores, Tringtignant y Emmanuelle Riva), el de Kiarostami y su deliciosa Like someone in love y el Cronenberg de Cosmópolis. Circula también una quiniela más “aternativa”, que pasaría por la complejísima Beyond the hills, del rumano Christian Mungiu, por la austriaca Paradise: love, de Ulrich Seidl y, por encima de todas, la película que tomó a todo Cannes con el pie cambiado”, la inclasificable obra de trapecismo sin red, de riesgo continuado, Holy Motors, del francés Leos Carax.
Todo son ahora especulaciones sobre el resultado de las megalomanías encontradas de los miembros del jurado presidido por Nanni Moretti e integrado además por los directores Andrea Arnold, Alexander Payne y Raoul Peck, los actores Ewan McGregor, Emmanuelle Devos y Dianne Kruger y el diseñador Jean Paul Gaultier. Quizás para provocar, en la madrugada del viernes, alguien con cierta credibilidad lanzó el rumor de que había posibilidades ciertas de que Ken Loach ganase de nuevo la Palma de Oro. Y se formó tal crisis de pánico, tal cabreo colectivo, tanto desconcierto, que la noche de Cannes semejaba la de Cosmópolis. Probable que lo del premio máximo para Loach sea un bulo, una liebre mecánica paua que los lebreles de la crítica corramos tras él. En todo caso, broma de muy mal gusto, cuando el cuerpo del personal, ya muy castigado, pide solo una decisión justa el domingo, justo antes de volver a la realidad.
sábado, 26 de maio de 2012
Cannes, 9: el ciclón Cronenberg llega al festival con Cosmópolis
por José Luis Losa
En el camino de esta edición de Cannes, el de una elevación día a día del nivel de la competición, estaba marcada en rojo la fecha de este viernes. Era el estreno de la película fetiche de este año, Cosmópolis, de David Cronenberg. En ese crescendo medido se reservó para la penúltima fecha del concurso la adaptación que el canadiense ha hecho de la novela de Don DeLillo, autor de veneración en vida en el panorama literario norteamericano y mundial. La conjunción astral de Cronenberg y DeLillo, ambos presentes en Cannes, se recibió aquí como acto de adoración casi similar al que se vivió el año pasado con El árbol de la vida, el film de Terence Malick que finalmente se haría con una Palma de Oro tan polémica como oportuna para el prestigio del festival.
En tiempos de preludios apocalípticos, Cosmópolis habla de veinticuatro horas en la vida de un joven magnate (Robert Pattinson, lástima de concesión a la taquilla la inclusión de este capo de Crepusculo). De una New York que vive en estado de colapso, de caos, de cataclismos que asolan fortunas como la del personaje encarnado por Pattinson. Y Cronenberg, a quien le excita particularmente filmar “cosmo-agonías” nos entrega una película que no necesita jugar la baza barata de la metáfora ante lo que en el mundo está cayendo. No hay que hacer lecturas ni buscar subtextos. Todo esta ahí, en la adaptación que el propio Cronenberg hace de la novela de DeLillo. La ciudad desnuda, en pleno padecimiento de la doctrina del shock, fotografiada por el insuperable Peter Suschitzky con colores fríos como el lujo y como el desplome de las cotizaciones. Y, en ese marasmo, el chico de oro, el empresario encarnado por Pattinson, sufre uno de esos estados de paranoica teoría de la conspiración, tan habitual en las obras de DeLillo: se empeña en que alguien lo quiere matar.
Cosmópolis es, hasta ahora, tal vez la mejor definición del horror vacui milenarista filmada desde que vivimos bajo la sensación de fin de ciclo o de planeta. Un film cuya trama de movimiento perpetuo, a bordo de una limusina donde Pattinson hace el amor y recibe exploraciones de próstata al mismo tiempo, en medio de la parálisis de la ciudad de ciudades va envolviendo, atenazando, sin necesidad de altisonantes golpes de efecto. En lo que es una sofisticación del cine distópico, Cronenberg, quien casi siempre ha rodado sin dejarse atrapar por los códigos de Hollywood, cuenta esta vez con la libertad adicional de que quien produce su película es Paulo Branco, el mayor incubador de talentos autorales del cine europeo de los últimos treinta años. Gira el mundo mientras la ciudad, lejos de dormir, se estremece. Y en esa ronda, la del último trago, la del estribo, junto al ubicuo y algo sobrepasado Pattinson bailan, en apariencia ajenos al fin de la era, Juliette Binoche, Mathieu Amalric, Paul Giamatti o Samantha Morton. Viendo la composición de opera magna que conforma Cosmópolis, me viene a la mente el título castellano de un film de Richard Fleischer: Cuando el destino nos alcance. Con su poso de apariencia tranquila, el terremoto se intuye: el destino, mejor el “fatum”, espera con un plazo no mayor a veinticuatro horas. Y a ver quién apuesta por salvar al tigre, a los tiburones de las finanzas, y con su caída, a toda una civilización, en este apabullante filme de catástrofes contado con la sutileza de un minueto de alta sociedad. Un feroz grito de indignación, un órdago al sistema capitalista lanzado como aullido entre consciente y onírico.
Naturalmente, Cosmópolis se sitúa como una de las claras alternativas con opción a la Palma de Oro. Es verdad que, en una edición más que notable, tendrá que ver cómo se reparte las cartas junto a los films de Haneke, de Kiarostami, de Cristian Mungiu, de Ulrich Siedl y, sobre todo, del gran tapado, el redivivo Leos carax, quien con su libertaria y omnipotente provocación llamada Holy Motors podría devolver, después de tantos años, el máximo premio de Cannes a una película francesa.
Acuciada por la llegada del fenómeno telúrico que es Cosmópolis, poco espacio le ha quedado a la otra película que ayer competía, la película rusa de Sergei Loznitsa In the fog. Y no es que este film, un acercamiento poco habitual a la guerra, de un modo intimista, casi un conflicto personal, ambientado durante la ocupación alemana de Rusia durante la 2ª Guerra Mundial, no exhiba valores en su medido antibelicismo. Pero Cannes no perdona. Y a falta de que mañana se proyecte Mud, del norteamericano Jeff Nichols, y el domingo se sepa el palmarés, este tramo último del festival es una celebración dedicada a Cronenberg y su decantación de la hecatombe.
En el camino de esta edición de Cannes, el de una elevación día a día del nivel de la competición, estaba marcada en rojo la fecha de este viernes. Era el estreno de la película fetiche de este año, Cosmópolis, de David Cronenberg. En ese crescendo medido se reservó para la penúltima fecha del concurso la adaptación que el canadiense ha hecho de la novela de Don DeLillo, autor de veneración en vida en el panorama literario norteamericano y mundial. La conjunción astral de Cronenberg y DeLillo, ambos presentes en Cannes, se recibió aquí como acto de adoración casi similar al que se vivió el año pasado con El árbol de la vida, el film de Terence Malick que finalmente se haría con una Palma de Oro tan polémica como oportuna para el prestigio del festival.
En tiempos de preludios apocalípticos, Cosmópolis habla de veinticuatro horas en la vida de un joven magnate (Robert Pattinson, lástima de concesión a la taquilla la inclusión de este capo de Crepusculo). De una New York que vive en estado de colapso, de caos, de cataclismos que asolan fortunas como la del personaje encarnado por Pattinson. Y Cronenberg, a quien le excita particularmente filmar “cosmo-agonías” nos entrega una película que no necesita jugar la baza barata de la metáfora ante lo que en el mundo está cayendo. No hay que hacer lecturas ni buscar subtextos. Todo esta ahí, en la adaptación que el propio Cronenberg hace de la novela de DeLillo. La ciudad desnuda, en pleno padecimiento de la doctrina del shock, fotografiada por el insuperable Peter Suschitzky con colores fríos como el lujo y como el desplome de las cotizaciones. Y, en ese marasmo, el chico de oro, el empresario encarnado por Pattinson, sufre uno de esos estados de paranoica teoría de la conspiración, tan habitual en las obras de DeLillo: se empeña en que alguien lo quiere matar.
Cosmópolis es, hasta ahora, tal vez la mejor definición del horror vacui milenarista filmada desde que vivimos bajo la sensación de fin de ciclo o de planeta. Un film cuya trama de movimiento perpetuo, a bordo de una limusina donde Pattinson hace el amor y recibe exploraciones de próstata al mismo tiempo, en medio de la parálisis de la ciudad de ciudades va envolviendo, atenazando, sin necesidad de altisonantes golpes de efecto. En lo que es una sofisticación del cine distópico, Cronenberg, quien casi siempre ha rodado sin dejarse atrapar por los códigos de Hollywood, cuenta esta vez con la libertad adicional de que quien produce su película es Paulo Branco, el mayor incubador de talentos autorales del cine europeo de los últimos treinta años. Gira el mundo mientras la ciudad, lejos de dormir, se estremece. Y en esa ronda, la del último trago, la del estribo, junto al ubicuo y algo sobrepasado Pattinson bailan, en apariencia ajenos al fin de la era, Juliette Binoche, Mathieu Amalric, Paul Giamatti o Samantha Morton. Viendo la composición de opera magna que conforma Cosmópolis, me viene a la mente el título castellano de un film de Richard Fleischer: Cuando el destino nos alcance. Con su poso de apariencia tranquila, el terremoto se intuye: el destino, mejor el “fatum”, espera con un plazo no mayor a veinticuatro horas. Y a ver quién apuesta por salvar al tigre, a los tiburones de las finanzas, y con su caída, a toda una civilización, en este apabullante filme de catástrofes contado con la sutileza de un minueto de alta sociedad. Un feroz grito de indignación, un órdago al sistema capitalista lanzado como aullido entre consciente y onírico.
Naturalmente, Cosmópolis se sitúa como una de las claras alternativas con opción a la Palma de Oro. Es verdad que, en una edición más que notable, tendrá que ver cómo se reparte las cartas junto a los films de Haneke, de Kiarostami, de Cristian Mungiu, de Ulrich Siedl y, sobre todo, del gran tapado, el redivivo Leos carax, quien con su libertaria y omnipotente provocación llamada Holy Motors podría devolver, después de tantos años, el máximo premio de Cannes a una película francesa.
Acuciada por la llegada del fenómeno telúrico que es Cosmópolis, poco espacio le ha quedado a la otra película que ayer competía, la película rusa de Sergei Loznitsa In the fog. Y no es que este film, un acercamiento poco habitual a la guerra, de un modo intimista, casi un conflicto personal, ambientado durante la ocupación alemana de Rusia durante la 2ª Guerra Mundial, no exhiba valores en su medido antibelicismo. Pero Cannes no perdona. Y a falta de que mañana se proyecte Mud, del norteamericano Jeff Nichols, y el domingo se sepa el palmarés, este tramo último del festival es una celebración dedicada a Cronenberg y su decantación de la hecatombe.
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venres, 25 de maio de 2012
Cannes, 8: Nicole Kidman revitaliza su carrera defendiendo en Cannes The Paperboy
por José Luis Losa
Nicole Kidman lleva algún tiempo necesitando salir del “rabbit hole”, del estancamiento de una carrera que, en su caso, parece afectada por la falta de papeles para mujeres que no provienen de la fama televisiva y que ya han pasado los cuarenta. Cannes parece haber medido estos últimos días para convertirlos en “territorio Kidman”, ya que la actriz protagoniza dos de las películas de la recta final de la 65ª edición. En competición pasó hoy la actriz, coprotagonista del thriller The Paperboy. Y mañana se proyectará, fuera de concurso, Hemingway & Gellhorn, un producto de la HBO en el que la actriz australiana es la corresponsal en la guerra civil española Martha Gellhorn.
Sin duda, el plato fuerte de los dos para Kidman es el de The Paperboy, en la que encarna a una mujer que apoya a un condenado a muerte que espera cruzar la milla verde, y que encarna John Cusack. The Paperboy es una novela del interesante escritor de novela negra Peter Dexter (autor de los textos sobre los que se filmaron Paris Trout y Mulholland Falls). El proyecto y los derechos los tuvo en sus manos algún tiempo Almodóvar, para dar el salto a Hollywood con una película hablada en inglés. Al parecer, no se atrevió a imbuirse de los pantanos de Florida donde Dexter ambienta sus relatos, en este caso una historia de periodistas y abogados (Zac Efron y Matthew McConaughey, hermanos en la ficción) que tratan de hallar las pruebas que demuestren la inocencia del condenado. Y no sé cómo se le daría a Almodóvar esta adaptación a Florida. Probablemente mal. Pero lo peor es que, descartado Almodóvar, The Paperboy le fue encargada a Lee Daniels. Este hombre es uno de los responsables de dos de las horas más odiosas que he tenido que soportar en una sala de cine en el último lustro. Su delito se llama Precious, aquella nauseabunda sesión de populismo de corrala, de demagogia histérica, que triunfó en Sundance y puso al borde de un Oscar a su sufridora protagonista.
Detesto a Daniels. The Paperboy no hace que mi animadversión hacia él aumente. Es verdad que introduce en la historia componentes amarillistas, chocarreros o cursis que son de su cosecha. Que convierte los materiales de lo que podría ser un tórrido thriller judicial en algo mucho más blando. Pero no termina de destrozar el armazón narrativo de la novela. Hasta ahí no llega el histerismo tras la cámara del autor de Precious.
Pero el foco, más allá del glamour de la Kidman, estuvo ayer en el mexicano Carlos Reygadas. Es el autor de una de las felaciones cinematográficas más famosas y mayormente celebradas del cine reciente, la de Batalla en el cielo, película que me parece soberbia y que, cuando se estrenó en Cannes en 2005 provocó una bronca memorable. Como si los mismos que le abuchearon hace siete años le esperasen ayer, lo cierto es que el pase de su película a concurso Post Tenebras Lux acabó con otro abucheo considerable. Tengo la impresión de que a Reygadas le entusiasma la provocación. Porque su nueva película, una del todo heterodoxa representación del territorio del Mal, de la culpa, de la violencia, del sexo como expiación, parece diseñada para montar el isidrazo. Reygadas toma en Post Tenebras Lux muchas decisiones, algunas truculentas e impostadas, otras certeras en su generación de una atmósfera próxima al terror más insondable, el miedo a uno mismo y a la bestia que lleva dentro. Se hablará mucho de esta película, en el caso de que no nos la escamoteen en España. Se hablará de ese diablillo animado que hace su aparición como maestro de ceremonias de este teatro del pavor; se comentará mucho la secuencia de sexo colectivo en la sauna swinger, que es clave en el entendimiento del film y en modo alguno es gratuita reverberación del momento hardcore de Batalla en el cielo. Y, sin desvelarles lo que no debo, se dirá lo indecible de una apocalíptica cabeza humana que protagoniza el desenlace de la película. Seguramente la osadía surrealista de ese momento es lo que más incitó al pataleo del film en la Croisette. A mí, que asumo que en él hay tretas, exceso de megalomanía de autor, manierismo innecesario, me fascina el juego de Reygadas. Lo hizo en Batalla en el cielo, en menor medida en Luz silenciosa. Y ahora, en Post Tenebras Lux, le compro sus bajonazos o sus narcisismos, pero me encanta cómo juega Reygadas. Sobre todo frente a los abucheos de Cannes, que es que se crece.
Nicole Kidman lleva algún tiempo necesitando salir del “rabbit hole”, del estancamiento de una carrera que, en su caso, parece afectada por la falta de papeles para mujeres que no provienen de la fama televisiva y que ya han pasado los cuarenta. Cannes parece haber medido estos últimos días para convertirlos en “territorio Kidman”, ya que la actriz protagoniza dos de las películas de la recta final de la 65ª edición. En competición pasó hoy la actriz, coprotagonista del thriller The Paperboy. Y mañana se proyectará, fuera de concurso, Hemingway & Gellhorn, un producto de la HBO en el que la actriz australiana es la corresponsal en la guerra civil española Martha Gellhorn.
Sin duda, el plato fuerte de los dos para Kidman es el de The Paperboy, en la que encarna a una mujer que apoya a un condenado a muerte que espera cruzar la milla verde, y que encarna John Cusack. The Paperboy es una novela del interesante escritor de novela negra Peter Dexter (autor de los textos sobre los que se filmaron Paris Trout y Mulholland Falls). El proyecto y los derechos los tuvo en sus manos algún tiempo Almodóvar, para dar el salto a Hollywood con una película hablada en inglés. Al parecer, no se atrevió a imbuirse de los pantanos de Florida donde Dexter ambienta sus relatos, en este caso una historia de periodistas y abogados (Zac Efron y Matthew McConaughey, hermanos en la ficción) que tratan de hallar las pruebas que demuestren la inocencia del condenado. Y no sé cómo se le daría a Almodóvar esta adaptación a Florida. Probablemente mal. Pero lo peor es que, descartado Almodóvar, The Paperboy le fue encargada a Lee Daniels. Este hombre es uno de los responsables de dos de las horas más odiosas que he tenido que soportar en una sala de cine en el último lustro. Su delito se llama Precious, aquella nauseabunda sesión de populismo de corrala, de demagogia histérica, que triunfó en Sundance y puso al borde de un Oscar a su sufridora protagonista.
Detesto a Daniels. The Paperboy no hace que mi animadversión hacia él aumente. Es verdad que introduce en la historia componentes amarillistas, chocarreros o cursis que son de su cosecha. Que convierte los materiales de lo que podría ser un tórrido thriller judicial en algo mucho más blando. Pero no termina de destrozar el armazón narrativo de la novela. Hasta ahí no llega el histerismo tras la cámara del autor de Precious.
Pero el foco, más allá del glamour de la Kidman, estuvo ayer en el mexicano Carlos Reygadas. Es el autor de una de las felaciones cinematográficas más famosas y mayormente celebradas del cine reciente, la de Batalla en el cielo, película que me parece soberbia y que, cuando se estrenó en Cannes en 2005 provocó una bronca memorable. Como si los mismos que le abuchearon hace siete años le esperasen ayer, lo cierto es que el pase de su película a concurso Post Tenebras Lux acabó con otro abucheo considerable. Tengo la impresión de que a Reygadas le entusiasma la provocación. Porque su nueva película, una del todo heterodoxa representación del territorio del Mal, de la culpa, de la violencia, del sexo como expiación, parece diseñada para montar el isidrazo. Reygadas toma en Post Tenebras Lux muchas decisiones, algunas truculentas e impostadas, otras certeras en su generación de una atmósfera próxima al terror más insondable, el miedo a uno mismo y a la bestia que lleva dentro. Se hablará mucho de esta película, en el caso de que no nos la escamoteen en España. Se hablará de ese diablillo animado que hace su aparición como maestro de ceremonias de este teatro del pavor; se comentará mucho la secuencia de sexo colectivo en la sauna swinger, que es clave en el entendimiento del film y en modo alguno es gratuita reverberación del momento hardcore de Batalla en el cielo. Y, sin desvelarles lo que no debo, se dirá lo indecible de una apocalíptica cabeza humana que protagoniza el desenlace de la película. Seguramente la osadía surrealista de ese momento es lo que más incitó al pataleo del film en la Croisette. A mí, que asumo que en él hay tretas, exceso de megalomanía de autor, manierismo innecesario, me fascina el juego de Reygadas. Lo hizo en Batalla en el cielo, en menor medida en Luz silenciosa. Y ahora, en Post Tenebras Lux, le compro sus bajonazos o sus narcisismos, pero me encanta cómo juega Reygadas. Sobre todo frente a los abucheos de Cannes, que es que se crece.
xoves, 24 de maio de 2012
Cannes, 7: Bertolucci regresa al cine, tras diez imposibilitado, con Io e te
Walter Salles se atreve con la adaptación del "On the road" de Kerouac
por José Luis Losa
Jornada de intensidad emotiva y de títulos largamente anunciados antes de presentarse este miércoles en la Croisette. Las emociones vinieron con la presencia en Cannes de Bernardo Bertolucci, el director italiano obligado a la inactividad durante diez años por una grave enfermedad osea que amenazó con dejarlo definitivamente fuera de la vida creativa. Por eso, la proyección de Io e te, la película “de cámara” que ha sacado adelante Bertolucci, en un proceso de gran esfuerzo personal, con casi un escenario único y dos muy jóvenes actores debutantes, convirtió el Theatre Lumiere en un entregado acto de afecto hacia el gran cineasta italiano, en una de las ovaciones más prolongadas que se recuerdan en Cannes. La película de retorno es un obra de apariencia “menor”, la historia de dos hermanastros inadaptados, él psicótico y ella adicta a la heroína, que se ven forzados a convivir en un pequeño trastero al que, cada uno por su parte, ha recurrido como huída de la realidad. En esa fricción en un espacio tan limitado, que puede traer reminiscencias de obras anteriores de Bertolucci como Asesiada y, sobre todo, El último tango en París, Bertolucci opta por rebajar la gradación de la intensidad. Hay, sí, choque, pero esta vez el valor que prima es el de una esperanzada salida indemnes de estos dos seres adolescentes, tan frágiles como lo es el propio Bertolucci.
Y lo que le faltaba a una sección oficial que va creciendo hasta estremos notables era un aldabonazo, una película que tomase completamente por sorpresa al festival. Y esa fue la de otro regreso, el de por tantos desahuciado Leos Carax. Su Holy Motors es un prodigio de cine libérrimo, estructurado, si es que cabe hablar de estructura en una obra tan felizmente entrópica, a partir de las diferentes personalidades que va encarnando Denis Lavant (asesino, ladrón, monstruo, padre de familia, empresario), acompañado por rostros conocidos como Eva Mendes, Kylie Minogue o Michel Piccoli, en una multitud de recorridos por París en los que cada recodo deja ver una nueva pirueta de estilo de Carax, cien ideas descabelladas que podrían haber terminado en cacharrazo pero que aquí van generando en el espectador desconcertado un progresivo entusiasmo, una emoción que es desnuda poética del cine hecho ante el precipicio. Carax tenía todos los boletos para despeñarse pero la osadía de su Holy Motors se fue condensando a lo largo de la proyección hasta culminar en una apoteósica recepción de un auditorio de más de dos mil personas celebrando el nacimiento de una indomeñable aventura del cine libertario de la que se hablará durante tiempo.
El colectivo entusiasmo despertado por el film de Carax casi opacó uno de los títulos estrella del concurso, la adaptación que el brasileño Walter Salles hace de la novela fundacional de Jack Kerouac, On the road. Con producción de Coppola, la idea de adaptar esta obra estuvo años viajando por las productoras de Hollywood. La elección del brasileño Salles parecía ya nacida con pie forzado, como si el hecho de que el film con el cual obtuvo mayor éxito internacional, Diarios de motocicleta, en los que narraba la peripecia del joven Che Guevara por América Latina encasillase ya a Salles como experto en cine itinerante. Y el resultado, consecuentemente es una plasmación del viaje de los beatniks con un toque de cromo; esto es, no está exento el film de belleza formal, ni de una factura de producción impecable, incluido un reparo sólido que incluye, junto a los desconocidos que encarnan a Kerouac o a Neal Cassady, a nombres como Viggo Mortensen, que pone rostro a William Burroughs, o a Kirsten Dunst. Después de lo visto sin ir más lejos ayer, con la excepcional inspiración sin ataduras de Leos Carax en Holy Motors, no deja de ser paradójico que un film que habla de unos escritores que hicieron de la libertad y la ruptura su bandera generacional, se vea tan encorsetado como este On the road. Lo cual no quiere decir que, a la hora de que el cine norteamericano se lleve su parte en el palmarés, la película de Salles no pueda llevarse su pedazo.
Por parte española, el Sueño y silencio de Jaime Rosales, que pasaba ayer en la Quincena de Realizadores recibió acogida fría, como las propias imágenes de la película, que no consigute transmitir emociones y se queda en gélido ejercicio de autor.
por José Luis Losa
Jornada de intensidad emotiva y de títulos largamente anunciados antes de presentarse este miércoles en la Croisette. Las emociones vinieron con la presencia en Cannes de Bernardo Bertolucci, el director italiano obligado a la inactividad durante diez años por una grave enfermedad osea que amenazó con dejarlo definitivamente fuera de la vida creativa. Por eso, la proyección de Io e te, la película “de cámara” que ha sacado adelante Bertolucci, en un proceso de gran esfuerzo personal, con casi un escenario único y dos muy jóvenes actores debutantes, convirtió el Theatre Lumiere en un entregado acto de afecto hacia el gran cineasta italiano, en una de las ovaciones más prolongadas que se recuerdan en Cannes. La película de retorno es un obra de apariencia “menor”, la historia de dos hermanastros inadaptados, él psicótico y ella adicta a la heroína, que se ven forzados a convivir en un pequeño trastero al que, cada uno por su parte, ha recurrido como huída de la realidad. En esa fricción en un espacio tan limitado, que puede traer reminiscencias de obras anteriores de Bertolucci como Asesiada y, sobre todo, El último tango en París, Bertolucci opta por rebajar la gradación de la intensidad. Hay, sí, choque, pero esta vez el valor que prima es el de una esperanzada salida indemnes de estos dos seres adolescentes, tan frágiles como lo es el propio Bertolucci.
Y lo que le faltaba a una sección oficial que va creciendo hasta estremos notables era un aldabonazo, una película que tomase completamente por sorpresa al festival. Y esa fue la de otro regreso, el de por tantos desahuciado Leos Carax. Su Holy Motors es un prodigio de cine libérrimo, estructurado, si es que cabe hablar de estructura en una obra tan felizmente entrópica, a partir de las diferentes personalidades que va encarnando Denis Lavant (asesino, ladrón, monstruo, padre de familia, empresario), acompañado por rostros conocidos como Eva Mendes, Kylie Minogue o Michel Piccoli, en una multitud de recorridos por París en los que cada recodo deja ver una nueva pirueta de estilo de Carax, cien ideas descabelladas que podrían haber terminado en cacharrazo pero que aquí van generando en el espectador desconcertado un progresivo entusiasmo, una emoción que es desnuda poética del cine hecho ante el precipicio. Carax tenía todos los boletos para despeñarse pero la osadía de su Holy Motors se fue condensando a lo largo de la proyección hasta culminar en una apoteósica recepción de un auditorio de más de dos mil personas celebrando el nacimiento de una indomeñable aventura del cine libertario de la que se hablará durante tiempo.
El colectivo entusiasmo despertado por el film de Carax casi opacó uno de los títulos estrella del concurso, la adaptación que el brasileño Walter Salles hace de la novela fundacional de Jack Kerouac, On the road. Con producción de Coppola, la idea de adaptar esta obra estuvo años viajando por las productoras de Hollywood. La elección del brasileño Salles parecía ya nacida con pie forzado, como si el hecho de que el film con el cual obtuvo mayor éxito internacional, Diarios de motocicleta, en los que narraba la peripecia del joven Che Guevara por América Latina encasillase ya a Salles como experto en cine itinerante. Y el resultado, consecuentemente es una plasmación del viaje de los beatniks con un toque de cromo; esto es, no está exento el film de belleza formal, ni de una factura de producción impecable, incluido un reparo sólido que incluye, junto a los desconocidos que encarnan a Kerouac o a Neal Cassady, a nombres como Viggo Mortensen, que pone rostro a William Burroughs, o a Kirsten Dunst. Después de lo visto sin ir más lejos ayer, con la excepcional inspiración sin ataduras de Leos Carax en Holy Motors, no deja de ser paradójico que un film que habla de unos escritores que hicieron de la libertad y la ruptura su bandera generacional, se vea tan encorsetado como este On the road. Lo cual no quiere decir que, a la hora de que el cine norteamericano se lleve su parte en el palmarés, la película de Salles no pueda llevarse su pedazo.
Por parte española, el Sueño y silencio de Jaime Rosales, que pasaba ayer en la Quincena de Realizadores recibió acogida fría, como las propias imágenes de la película, que no consigute transmitir emociones y se queda en gélido ejercicio de autor.
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mércores, 23 de maio de 2012
Cannes, 6: Ken Loach ofrece whisky a go-go contra la crisis en The Angels' Share
Brad Pitt es el liquidador de la mafia en "Killing them softly"
por José Luis Losa
Superado ya el meridiano de la competición, es el momento en el cual, cuando las quinielas de los vencedores están aún por hacer, Cannes es experto en ir sacándose cada jornada nuevos ases de la manga. El programa del miércoles lanzó al cuarto de los directores que ya han ganado la Palma de Oro presentes en esta 65º edición. Ken Loach lo hizo en 2006 por El viento que agita la cebada, una de las ganadoras más tristes y cuestionadas de las últimas décadas de este festival. Pero, desde entonces, Loach, cuyo agotamiento creativo es más que evidente, sigue siendo invitado a la liga galáctica de la Croisette, aunque su cine no está objetivamente a esa altura. Este año tocaba The angels' share, una de esas escasas ocasiones en la que el realizador británico se levanta de buen humor y opta por el tono ligero y no por el tremendismo de brocha gorda de su cine más reciente. No sé que es peor. Porque el sentido de la comedia de Loach (y de su temible guionista Paul Laverty: este hombre está enterrando dos carreras al precio de una, la del propio Loach y la de su compañera Icíar Bollain) se basa esencialmente en las bromas perdularias, soeces, escatológicas de sus buenos chicos de la working class.
En esta línea, The angels' share arranca con una secuencia verdaderamente hilarante, la de uno de sus “doce del patíbulo” cantinfleando hasta caer como un pulpo en la vía del tren. Lo que ocurre es que este personaje reproduce después su rol de tonto del bote hasta la saciedad y con capotazos de humor tabernario. Hablo de los “doce del patíbulo” de Ken Loach que en realidad son cuatro delincuentes sometidos a un programa de reinserción social y que, sin saber muy bien cómo ni porqué, terminan enrolados en una cata de whiskys exclusivos en la que preparan un gran golpe. The angels' share es un puro despropósito desde la chapuza de su guión que hilvana tópicos del peor cine de Loach, cosas que podrían estar igual en Torrente 3 que en Atraco a las tres, pero que siempre están presididas por la torpeza o desgana narrativa, la improvisación abarraganada, el chistecillo populista de barra de pub. De hecho, el happy-ending tan inhabitual en Ken Loach provocó en la sala Lumiére una notable ovación. Qué bárbaros.
Mucho más interés tienen otros delincuentes, estos no marginales por causa de su origen social sino, más o menos, aristócratas del crimen. Killing them softly es el setentero título de la esperada nueva película de Andrew Dominik, autor de El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford. Brad Pitt, en su función de killer bajo la batuta de Dominik, va mostrando el declive estético del otrora honorable gremio del robo: asesinos cansados, liquidadores de saldo, chivatos que cantan la Traviata, una especie de viaje a la degeneración de la delincuencia. Me engancha el tono entre sardónico y crepscular de Killing them softly, el rictus de fin de función de gente como Ray Liotta o James Gandolfini, casi tan demediado como Tony Soprano. Hay en el film chispazos de homenaje a filmes como La huida o El largo adiós. Todo lo que tenía de pretenciosa la película anterior del australiano Andrew Dominik se torna ahora en escepticismo, ironía, violencia desencantada y fría, solo por motivos personales. Me alegra el día esta visita a los bajos fondos que a ratos parecen un anglosajón y esperpéntico callejón del gato.
La jornada la completó el argentino Pablo Trapero, quien con Elefante blanco produce y dirige un drama sorprendentemente anacrónico, con Ricardo Darín y el belga Jérémie Renier encarnando a dos curas obreros que se erigen en líderes de un suburbio del Gran Buenos Aires y que parecen sacados de una película española del cuarentañisno aunque, eso sí, Trapero, chico mimado por Cannes, tire de chequera y dote las aventuras de sus sacerdotes azote de los poderes ocultos en una superproducción con efectos especiales propios de cine de superhéroes, para terminar de rematar el despropósito, por otra parte aplaudidísimo por un público sobradamente generoso en el pase nocturno de la Croisette.
por José Luis Losa
Superado ya el meridiano de la competición, es el momento en el cual, cuando las quinielas de los vencedores están aún por hacer, Cannes es experto en ir sacándose cada jornada nuevos ases de la manga. El programa del miércoles lanzó al cuarto de los directores que ya han ganado la Palma de Oro presentes en esta 65º edición. Ken Loach lo hizo en 2006 por El viento que agita la cebada, una de las ganadoras más tristes y cuestionadas de las últimas décadas de este festival. Pero, desde entonces, Loach, cuyo agotamiento creativo es más que evidente, sigue siendo invitado a la liga galáctica de la Croisette, aunque su cine no está objetivamente a esa altura. Este año tocaba The angels' share, una de esas escasas ocasiones en la que el realizador británico se levanta de buen humor y opta por el tono ligero y no por el tremendismo de brocha gorda de su cine más reciente. No sé que es peor. Porque el sentido de la comedia de Loach (y de su temible guionista Paul Laverty: este hombre está enterrando dos carreras al precio de una, la del propio Loach y la de su compañera Icíar Bollain) se basa esencialmente en las bromas perdularias, soeces, escatológicas de sus buenos chicos de la working class.
En esta línea, The angels' share arranca con una secuencia verdaderamente hilarante, la de uno de sus “doce del patíbulo” cantinfleando hasta caer como un pulpo en la vía del tren. Lo que ocurre es que este personaje reproduce después su rol de tonto del bote hasta la saciedad y con capotazos de humor tabernario. Hablo de los “doce del patíbulo” de Ken Loach que en realidad son cuatro delincuentes sometidos a un programa de reinserción social y que, sin saber muy bien cómo ni porqué, terminan enrolados en una cata de whiskys exclusivos en la que preparan un gran golpe. The angels' share es un puro despropósito desde la chapuza de su guión que hilvana tópicos del peor cine de Loach, cosas que podrían estar igual en Torrente 3 que en Atraco a las tres, pero que siempre están presididas por la torpeza o desgana narrativa, la improvisación abarraganada, el chistecillo populista de barra de pub. De hecho, el happy-ending tan inhabitual en Ken Loach provocó en la sala Lumiére una notable ovación. Qué bárbaros.
Mucho más interés tienen otros delincuentes, estos no marginales por causa de su origen social sino, más o menos, aristócratas del crimen. Killing them softly es el setentero título de la esperada nueva película de Andrew Dominik, autor de El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford. Brad Pitt, en su función de killer bajo la batuta de Dominik, va mostrando el declive estético del otrora honorable gremio del robo: asesinos cansados, liquidadores de saldo, chivatos que cantan la Traviata, una especie de viaje a la degeneración de la delincuencia. Me engancha el tono entre sardónico y crepscular de Killing them softly, el rictus de fin de función de gente como Ray Liotta o James Gandolfini, casi tan demediado como Tony Soprano. Hay en el film chispazos de homenaje a filmes como La huida o El largo adiós. Todo lo que tenía de pretenciosa la película anterior del australiano Andrew Dominik se torna ahora en escepticismo, ironía, violencia desencantada y fría, solo por motivos personales. Me alegra el día esta visita a los bajos fondos que a ratos parecen un anglosajón y esperpéntico callejón del gato.
La jornada la completó el argentino Pablo Trapero, quien con Elefante blanco produce y dirige un drama sorprendentemente anacrónico, con Ricardo Darín y el belga Jérémie Renier encarnando a dos curas obreros que se erigen en líderes de un suburbio del Gran Buenos Aires y que parecen sacados de una película española del cuarentañisno aunque, eso sí, Trapero, chico mimado por Cannes, tire de chequera y dote las aventuras de sus sacerdotes azote de los poderes ocultos en una superproducción con efectos especiales propios de cine de superhéroes, para terminar de rematar el despropósito, por otra parte aplaudidísimo por un público sobradamente generoso en el pase nocturno de la Croisette.
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martes, 22 de maio de 2012
Cannes, 5: Kiarostami se reinventa en la comedia ácida con Like someone in love
por José Luis Losa
A medida que avanza este festival, y en medio de una borrasca atmosférica que ha empapado la alfombra roja de la Croisette y transformados sus pasillos en un territorio intransitable porque no se recuerda una descarga de agua así desde hace una década, los pesos pesados comienzan a resituar las cosas en su lugar. Si el domingo fue un contenido Haneke, ayer le tocó el turno al iraní Abbas Kiarostami y al francés veteranísimo Alain Resnais, quien en unas semanas cumplirá 90 años.
Kiarostami ofrece en Like someone in love una prodigiosa reinvención de si mismo: el autor de tantos dramas existenciales, de tan arduas reflexiones sobre la creación artística presidida por la austeridad, de pronto se presenta como el padre de una tierna y tragicómica historia de amor, el extraño conocimiento de un anciano y una prostituta que inician una noche lo que parece que va a ser una relación mercantil de sexo por dinero y terminan embarcados en una aventura emotiva que podría leerse perfectamente como una comedia clásica norteamericana, ya que en la soledad a dúo de los actores Tadashi Okuno y Rin Takamashi hay, sin ir más lejos, ecos de una obra cumbre de la comedia agridulce como El apartamento. Curiosamente, Kiarostami enlaza en esta pareja dos conceptos que presiden dos de las películas más comentadas hasta ahora del festival: el tráfico de sexo, con el cual Ulrich Seidl componía en Paradise: love, una poderosa oda a la sordidez, y el amor en la vejez, del que Haneke extraía una mesurada pero oscura pieza de cámara en Amour. Vejez y sexo por amor son mezclados por Kiarostami en Like someone in love y lo que obtiene es un film de pletórico optimismo, un enredo, a su singular modo romántico, de deliciosa frescura, un encuentro en la madrugada de dos extraños a los que tras una peripecia non-stop sin transiciones de la noche al día (también hay guiños al After hours de Scorsese) deseamos con intensidad que en sus respectivos estados de desolación encuentren una empatíaa que no los separe nunca. Que quien, como Kiarostami, durante tantos años fue caracterizado como cineasta del pesimismo existencial se rebele, súbitamente, con la luminosidad y el vitalismo loco que preside Like someone in love es una portentosa declaración de talento y de amor al cine y a la naturaleza humana.
Y si es prodigioso el giro vitalista de Kiarostami, qué decir de Alain Resnais, que el 3 de junio cumplirá 90 años y con Vous n’avez encore rien vu ofrece una pirueta sobre el teatro dentro del cine que es enérgica, coreográfica celebración de la profesión de actor. A partir del montaje de la Eurydice de Jean Anouilh, Resnais orquesta sobre la pantalla/escenario uno de esos orfebres corales en donde sus viejos conocidos, gente de respeto, nada menos que Mathieu Amalric, Sabine Azema, Lambert Wilson o el colosal Michel Piccoli, articula un proscenio donde el amor, la música, el vodevil, confluyen en otra jovial obra mayúscula de Resnais. Podría, por razones de biología, ser su pieza testamentaria. Pero lo que expira este nuevo film del realizador francés es una sensación de que el espectáculo va a continuar.
A medida que avanza este festival, y en medio de una borrasca atmosférica que ha empapado la alfombra roja de la Croisette y transformados sus pasillos en un territorio intransitable porque no se recuerda una descarga de agua así desde hace una década, los pesos pesados comienzan a resituar las cosas en su lugar. Si el domingo fue un contenido Haneke, ayer le tocó el turno al iraní Abbas Kiarostami y al francés veteranísimo Alain Resnais, quien en unas semanas cumplirá 90 años.
Kiarostami ofrece en Like someone in love una prodigiosa reinvención de si mismo: el autor de tantos dramas existenciales, de tan arduas reflexiones sobre la creación artística presidida por la austeridad, de pronto se presenta como el padre de una tierna y tragicómica historia de amor, el extraño conocimiento de un anciano y una prostituta que inician una noche lo que parece que va a ser una relación mercantil de sexo por dinero y terminan embarcados en una aventura emotiva que podría leerse perfectamente como una comedia clásica norteamericana, ya que en la soledad a dúo de los actores Tadashi Okuno y Rin Takamashi hay, sin ir más lejos, ecos de una obra cumbre de la comedia agridulce como El apartamento. Curiosamente, Kiarostami enlaza en esta pareja dos conceptos que presiden dos de las películas más comentadas hasta ahora del festival: el tráfico de sexo, con el cual Ulrich Seidl componía en Paradise: love, una poderosa oda a la sordidez, y el amor en la vejez, del que Haneke extraía una mesurada pero oscura pieza de cámara en Amour. Vejez y sexo por amor son mezclados por Kiarostami en Like someone in love y lo que obtiene es un film de pletórico optimismo, un enredo, a su singular modo romántico, de deliciosa frescura, un encuentro en la madrugada de dos extraños a los que tras una peripecia non-stop sin transiciones de la noche al día (también hay guiños al After hours de Scorsese) deseamos con intensidad que en sus respectivos estados de desolación encuentren una empatíaa que no los separe nunca. Que quien, como Kiarostami, durante tantos años fue caracterizado como cineasta del pesimismo existencial se rebele, súbitamente, con la luminosidad y el vitalismo loco que preside Like someone in love es una portentosa declaración de talento y de amor al cine y a la naturaleza humana.
Y si es prodigioso el giro vitalista de Kiarostami, qué decir de Alain Resnais, que el 3 de junio cumplirá 90 años y con Vous n’avez encore rien vu ofrece una pirueta sobre el teatro dentro del cine que es enérgica, coreográfica celebración de la profesión de actor. A partir del montaje de la Eurydice de Jean Anouilh, Resnais orquesta sobre la pantalla/escenario uno de esos orfebres corales en donde sus viejos conocidos, gente de respeto, nada menos que Mathieu Amalric, Sabine Azema, Lambert Wilson o el colosal Michel Piccoli, articula un proscenio donde el amor, la música, el vodevil, confluyen en otra jovial obra mayúscula de Resnais. Podría, por razones de biología, ser su pieza testamentaria. Pero lo que expira este nuevo film del realizador francés es una sensación de que el espectáculo va a continuar.
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Sabine Azema,
Tadashi Okuno
luns, 21 de maio de 2012
Cannes, 4: Michael Haneke vuelve con Isabelle Huppert en Amour
por José Luis Losa
En ese crescendo en el que se supone que debe viajar este festival de Cannes hasta el momento más bien decepcionante, este domingo hacía entrada en el Gran Teatro Lumiere uno de los cineastas que se han enseñoreado de las últimas dos décadas del cine europeo, el austriaco Michael Haneke. De un tiempo a esta parte, parece que va calando una corriente entre la crítica que tiende a relativizar la capacidad innovadora de este autor. Pero no hay que olvidar que su última incursión en el cine, La cinta blanca, se hizo con la Palma de Oro en la edición de Cannes de hace tres años. Volvía Haneke al festival que más lo ha mimado y que le concedió en el pasado el premio al mejor director por Caché y el Gran Premio del Jurado por La pianista. En aquella ocasión, inauguró con Isabelle Huppert una colaboración que tuvo continuidad en El tiempo del lobo. Sin duda, la capacidad para la perturbación de la Huppert puede desarrollar sus potencialidades con tanta libertad en pocos espacios como en el marco de insania que suele ocupar a Haneke. Y era algo razonablemente conveniente que esa colaboración artística tuviese continuidad. En Amour, la Huppert no ocupa el escenario central de la historia. Es el tercero en discordia, la hija de relaciones desafinadas con sus padres, ambos profesores de música, una pareja formada por dos ilustres del cine europeo, Jean-Louis Trintignant (junto a Piccoli el último grande de una generación de actores que marcó la segunda mitad del siglo XX y que toca a su fin) y Emmanuelle Riva, musa de Alain Resnais.
En Amour, Haneke baja algo el diapasón de atmósferas irrespirables de su cine anterior. Recrea un amor tranquilo, paciente, el de los dos ancianos padres en la ficción de Isabelle Huppert. Pero, como es norma en el cine del austriaco, una circunstancia abrupta e inesperada, un zarpazo que afecta al personaje encarnado por Emmanuelle Riva, trastoca la armonía reinante. Y van apareciendo, de entre los claroscuros de la bellísima fotografía de Darius Khondji, fantasmas del pasado, rugosidades que alteran las relaciones de los personajes y que acaban por generar incertidumbres, inquietudes, que aproximan el pulso del film al llamado “territorio Haneke”, aunque es cierto que es éste su film menos tenebroso, donde a ratos reina la placidez, que era hasta ahora un sentimiento extraño al autor de Funny Games o de Caché. Pero el sentimiento mórbido que preside el plano final es, de nuevo, la desazón.
Había otras dos películas más a concurso en una jornada apretada. En la primera de ellas, In another country, la protagonista vuelve a ser Isabelle Huppert, esta vez como personaje a las órdenes del coreano Hong Sangsoo. El microcosmos de este cineasta asiático de larga trayectoria, aunque apenas conocido en España porque su cine no ha pasado del circuito de festivales, es siempre el de situaciones de enredo, historias de amor paralelas, ambientadas muchas de ellas en el marco del cine dentro del cine. Es tan personal ese engranaje, marca de la casa, de Hong Sangsoo, que el hecho de introducir en él una figura internacional y europea como la Huppert planteaba la duda de si en cierto modo dinamitaría la sutileza casi etérea de su cine, hasta ahora encarnado siempre por un grupo de actores coreanos muy familiarizados con sus premisas. Todo lo contrario, la capacidad empática de la Huppert con Sangsoo es total. Su descaro a la hora de enrolarse en uno de esos impagables viajes de yo-yo del director coreano no sorprende en una actriz que supo brillar en el ocaso del Hollywood de los grandes estudios, en el cine independiente y como actriz fetiche de Haneke o Chabrol.
La tercera cinta en liza, The Hunt, la firma el danés Thomas Vinterberg, quien desde que sorprendió con la provocadora Celebración ha ido perdiendo fuelle. Y no es una excepción The hunt, que responde a esos cánones del cine danes presente en festivales: es correcta, formalmente impecable, marca con trazo algo grueso las líneas del melodrama pero deja siempre sensación de vaciedad, de ausencia de riesgo. En The hunt Mads Mikkelsen, convertido ya en sex-symbol del cine europeo, sufre una acusación de pederastia, y sobre él se cierne una caza de brujas con sello protestante y vasta crueldad, que en nada tiene que envidiar a la del bosque de Salem. Lo de menos es que al final sea o no culpable, porque por el camino la película se va adocenando hasta carecer del interés del cine que merece estar en Cannes. Sin duda, el vía crucis que sufre este hombre de tanto sex-appeal funciona como drama y cinta de suspense comercial. Y ahí tendrá terreno donde moverse. Porque en esa pantalla destinada, o así debería ser, al riesgo, nada debería de cazar la nueva película de Thomas Vinterberg.
Como función fuera de concurso, para quitarse algo de solemnidad, Cannes nos ofreció nada menos que el Drácula 3-D del veterano e iconoclasta Dario Argento. Quien naturalmente se sirve del personaje cientos de veces llevado al cine, para pasarse cuatro pueblos con su personal, disparatada, nada desdeñable en sus excesos, visión de Drácula. En los créditos, sin duda el dato más bizarro de una película tan freak, la presencia de Enrique Cerezo como co-autor de los diálogos y del guión. Eso sí es vampirismo y, lo demás, coñas marineras.
En ese crescendo en el que se supone que debe viajar este festival de Cannes hasta el momento más bien decepcionante, este domingo hacía entrada en el Gran Teatro Lumiere uno de los cineastas que se han enseñoreado de las últimas dos décadas del cine europeo, el austriaco Michael Haneke. De un tiempo a esta parte, parece que va calando una corriente entre la crítica que tiende a relativizar la capacidad innovadora de este autor. Pero no hay que olvidar que su última incursión en el cine, La cinta blanca, se hizo con la Palma de Oro en la edición de Cannes de hace tres años. Volvía Haneke al festival que más lo ha mimado y que le concedió en el pasado el premio al mejor director por Caché y el Gran Premio del Jurado por La pianista. En aquella ocasión, inauguró con Isabelle Huppert una colaboración que tuvo continuidad en El tiempo del lobo. Sin duda, la capacidad para la perturbación de la Huppert puede desarrollar sus potencialidades con tanta libertad en pocos espacios como en el marco de insania que suele ocupar a Haneke. Y era algo razonablemente conveniente que esa colaboración artística tuviese continuidad. En Amour, la Huppert no ocupa el escenario central de la historia. Es el tercero en discordia, la hija de relaciones desafinadas con sus padres, ambos profesores de música, una pareja formada por dos ilustres del cine europeo, Jean-Louis Trintignant (junto a Piccoli el último grande de una generación de actores que marcó la segunda mitad del siglo XX y que toca a su fin) y Emmanuelle Riva, musa de Alain Resnais.
En Amour, Haneke baja algo el diapasón de atmósferas irrespirables de su cine anterior. Recrea un amor tranquilo, paciente, el de los dos ancianos padres en la ficción de Isabelle Huppert. Pero, como es norma en el cine del austriaco, una circunstancia abrupta e inesperada, un zarpazo que afecta al personaje encarnado por Emmanuelle Riva, trastoca la armonía reinante. Y van apareciendo, de entre los claroscuros de la bellísima fotografía de Darius Khondji, fantasmas del pasado, rugosidades que alteran las relaciones de los personajes y que acaban por generar incertidumbres, inquietudes, que aproximan el pulso del film al llamado “territorio Haneke”, aunque es cierto que es éste su film menos tenebroso, donde a ratos reina la placidez, que era hasta ahora un sentimiento extraño al autor de Funny Games o de Caché. Pero el sentimiento mórbido que preside el plano final es, de nuevo, la desazón.
Había otras dos películas más a concurso en una jornada apretada. En la primera de ellas, In another country, la protagonista vuelve a ser Isabelle Huppert, esta vez como personaje a las órdenes del coreano Hong Sangsoo. El microcosmos de este cineasta asiático de larga trayectoria, aunque apenas conocido en España porque su cine no ha pasado del circuito de festivales, es siempre el de situaciones de enredo, historias de amor paralelas, ambientadas muchas de ellas en el marco del cine dentro del cine. Es tan personal ese engranaje, marca de la casa, de Hong Sangsoo, que el hecho de introducir en él una figura internacional y europea como la Huppert planteaba la duda de si en cierto modo dinamitaría la sutileza casi etérea de su cine, hasta ahora encarnado siempre por un grupo de actores coreanos muy familiarizados con sus premisas. Todo lo contrario, la capacidad empática de la Huppert con Sangsoo es total. Su descaro a la hora de enrolarse en uno de esos impagables viajes de yo-yo del director coreano no sorprende en una actriz que supo brillar en el ocaso del Hollywood de los grandes estudios, en el cine independiente y como actriz fetiche de Haneke o Chabrol.
La tercera cinta en liza, The Hunt, la firma el danés Thomas Vinterberg, quien desde que sorprendió con la provocadora Celebración ha ido perdiendo fuelle. Y no es una excepción The hunt, que responde a esos cánones del cine danes presente en festivales: es correcta, formalmente impecable, marca con trazo algo grueso las líneas del melodrama pero deja siempre sensación de vaciedad, de ausencia de riesgo. En The hunt Mads Mikkelsen, convertido ya en sex-symbol del cine europeo, sufre una acusación de pederastia, y sobre él se cierne una caza de brujas con sello protestante y vasta crueldad, que en nada tiene que envidiar a la del bosque de Salem. Lo de menos es que al final sea o no culpable, porque por el camino la película se va adocenando hasta carecer del interés del cine que merece estar en Cannes. Sin duda, el vía crucis que sufre este hombre de tanto sex-appeal funciona como drama y cinta de suspense comercial. Y ahí tendrá terreno donde moverse. Porque en esa pantalla destinada, o así debería ser, al riesgo, nada debería de cazar la nueva película de Thomas Vinterberg.
Como función fuera de concurso, para quitarse algo de solemnidad, Cannes nos ofreció nada menos que el Drácula 3-D del veterano e iconoclasta Dario Argento. Quien naturalmente se sirve del personaje cientos de veces llevado al cine, para pasarse cuatro pueblos con su personal, disparatada, nada desdeñable en sus excesos, visión de Drácula. En los créditos, sin duda el dato más bizarro de una película tan freak, la presencia de Enrique Cerezo como co-autor de los diálogos y del guión. Eso sí es vampirismo y, lo demás, coñas marineras.
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Cannes 3: John Hillcoat brinda por la violencia de la Ley Seca en Lawless
El rumano Christian Mungiu practica un exorcismo en la estimulante Beyond the Hills
por José Luis Losa
Es verdad que esta 65ª edición de Cannes tarda en tomar velocidad de crucero. Y que de lo que más se ha hablado en estos cuatro días ha sido de la amputación de piernas de Marion Cotillard en la película de Jacques Audiard, y de la orgía en Kenia del film del austriaco Ulrich Siedl. A falta de que a partir del lunes comience a asomar la parte del león del certamen (Haneke, Cronenberg, Bertolucci, Resnais, Kiarostami, Brad Pitt, Nicole Kidman…), el nivel de la competición subió en el fin de semana por dos frentes bien diversos: uno, el del cine autoral exigente del rumano Christian Mungiu con Beyond the hills, y el otro, el de la obra con aspiraciones en el mercado, la película de gangsters de John Hillcoat Lawless, que llega con ese refuerzo de la Sexta Flota llamado Harvey Weinstein, el malencarado productor de tantas milongas millonarias.
Christian Mungiu ganó hace seis años la Palma de Oro con Cuatro meses, tres semanas, dos días, y con ese triunfo visualizó el poder del cine rumano, que sigue cada año descubriéndonos talentos que no parecen tener fin. El pase en la competición de la nueva película de Mungiu, Dupa Dealuris (Beyond the hills) me deja descolocado por lo arriesgado de su propuesta, un ejercicio de cine complejísimo que nos introduce en el claustro de una secta de la religión ortodoxa que vive, en el momento actual, con un rigor propio de la Edad Media. En Dupa Dealuris se desarrolla un drama de calado, con la llegada al convento de la joven amante de una de las monjas, una tensión creciente, un exorcismo, una muerte non sancta… y todo ello contado como si de lo que se tratase es de dificultar al espectador sacar conclusiones, en un acto de exigencia que, paso a paso, sin desfallecer, da prueba del valor como creador de Christian Mungiu, que consigue dejarnos extenuados y en proceso de lenta digestión de una de esas obras que hay que dejar aposentar por su elevado peso específico.
Mucho más convencional pero para nada desdeñable es Lawless, el film de familia de gangsters en tiempo de la Ley Seca que dirige el australiano John Hillcoat, autor de The Road. Lawless, con su código de familia, tres hermanos como grupo salvaje elevado a enemigo público número uno, bebe de un leit-motiv del cine negro de los años treinta del siglo pasado. Y Hillcoat asume esa herencia con soltura y un punto de elegancia. Contada a partir del libro escrito por uno de los hermanos Bondurant, Lawless juega con finura su carta de poner el fiel de la balanza del lado del criminal elevado a mito popular, sin caer en excesivas trampas de un guión co-escrito por el polifacético Nick Cave, autor también de la banda sonora. Con un cuadro de personajes bien trabajado y un diseño artístico y visual que equilibra lo vintage con la modernidad, Lawless, se saborea como un plato genérico de toda la vida, el cine negro que honra a su pasado. Y a su solvencia contribuye su poderoso reparto, Shia Labeouf, Guy Pearce, y las últimamente ubícuas Jessica Chastain y Mia Wasikowska. Teniendo en cuenta que quien produce Lawless es el boss de productores Harvey Weinstein, el film puede sonar en el palmarés para casi todo, porque nunca se va de Cannes el “broncas” Weinstein sin la mochila cargada.
por José Luis Losa
Es verdad que esta 65ª edición de Cannes tarda en tomar velocidad de crucero. Y que de lo que más se ha hablado en estos cuatro días ha sido de la amputación de piernas de Marion Cotillard en la película de Jacques Audiard, y de la orgía en Kenia del film del austriaco Ulrich Siedl. A falta de que a partir del lunes comience a asomar la parte del león del certamen (Haneke, Cronenberg, Bertolucci, Resnais, Kiarostami, Brad Pitt, Nicole Kidman…), el nivel de la competición subió en el fin de semana por dos frentes bien diversos: uno, el del cine autoral exigente del rumano Christian Mungiu con Beyond the hills, y el otro, el de la obra con aspiraciones en el mercado, la película de gangsters de John Hillcoat Lawless, que llega con ese refuerzo de la Sexta Flota llamado Harvey Weinstein, el malencarado productor de tantas milongas millonarias.
Christian Mungiu ganó hace seis años la Palma de Oro con Cuatro meses, tres semanas, dos días, y con ese triunfo visualizó el poder del cine rumano, que sigue cada año descubriéndonos talentos que no parecen tener fin. El pase en la competición de la nueva película de Mungiu, Dupa Dealuris (Beyond the hills) me deja descolocado por lo arriesgado de su propuesta, un ejercicio de cine complejísimo que nos introduce en el claustro de una secta de la religión ortodoxa que vive, en el momento actual, con un rigor propio de la Edad Media. En Dupa Dealuris se desarrolla un drama de calado, con la llegada al convento de la joven amante de una de las monjas, una tensión creciente, un exorcismo, una muerte non sancta… y todo ello contado como si de lo que se tratase es de dificultar al espectador sacar conclusiones, en un acto de exigencia que, paso a paso, sin desfallecer, da prueba del valor como creador de Christian Mungiu, que consigue dejarnos extenuados y en proceso de lenta digestión de una de esas obras que hay que dejar aposentar por su elevado peso específico.
Mucho más convencional pero para nada desdeñable es Lawless, el film de familia de gangsters en tiempo de la Ley Seca que dirige el australiano John Hillcoat, autor de The Road. Lawless, con su código de familia, tres hermanos como grupo salvaje elevado a enemigo público número uno, bebe de un leit-motiv del cine negro de los años treinta del siglo pasado. Y Hillcoat asume esa herencia con soltura y un punto de elegancia. Contada a partir del libro escrito por uno de los hermanos Bondurant, Lawless juega con finura su carta de poner el fiel de la balanza del lado del criminal elevado a mito popular, sin caer en excesivas trampas de un guión co-escrito por el polifacético Nick Cave, autor también de la banda sonora. Con un cuadro de personajes bien trabajado y un diseño artístico y visual que equilibra lo vintage con la modernidad, Lawless, se saborea como un plato genérico de toda la vida, el cine negro que honra a su pasado. Y a su solvencia contribuye su poderoso reparto, Shia Labeouf, Guy Pearce, y las últimamente ubícuas Jessica Chastain y Mia Wasikowska. Teniendo en cuenta que quien produce Lawless es el boss de productores Harvey Weinstein, el film puede sonar en el palmarés para casi todo, porque nunca se va de Cannes el “broncas” Weinstein sin la mochila cargada.
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Cannes, 2: Paradise: Love, con el turismo sexual en África, primera gran polémica en Cannes
por José Luis Losa
El austriaco Ulrich Seidl suele promover encontronazos con su cine incómodo, feísta, que explora territorios tabú de la naturaleza humana, de esos que se sabe que están ahí pero nadie tiene ganas de filmar o de verlos en pantalla. Se terminó de labrar esa fama de cineasta rompepelotas con Import/Export, un film en el que se acercaba a la emigración de mujeres eslavas hacia la Europa del bienestar y mostraba los jirones que en ese viaje de compra-venta muchas de ellas se dejaban. Es por esto que la presencia de Seidl en la competición con una obra, Paradise: Love, que trata sin ambages el turismo sexual de mujeres nórdicas rumbo a África, había despertado la expectación de saber que la pantalla del Palais se preparaba para un plato fuerte. Y el cineasta austriaco no defrauda. Su manera de acercarse a un grupo de matronas germánicas que actúan como depredadoras del hombre negro, con rituales de impiedad y sadismo que nada tienen que envidiar al equivalente rol masculino, está presidido por una calculada frialdad. Esa ama de casa entrada en años y en carnes a la que vemos en su maternal papel antes de viajar a Kenia se adapta al modelo de explotación sexual descarnada en un proceso medido, en el que la sordidez va penetrando la pantalla casi como la “banalidad del mal”. Pudiendo haber caído en el fango de lo morboso, Ulrich Seidl juega limpio: se limita a describir la deriva de esa “fraulien” oronda y apocada (un trabajo de interpretación colosal, por la impudicia verídica de la que Margarete Tiesel impregna a un personaje que creo que pocas actrices aceptarían encarnar: es ya una firme candidata a premio) hasta revertirla en una adicta a la dominación colonial a través de la compra de sexo, en un viaje sutil por paisajes, camastros y playas que reproducen una moderna esclavitud.
Toda la contención casi entomológica que Seidl administra en ese trayecto de dominación sexual casi patológica hace que, ya en el tramo final de la película, el efecto de deflagración de una secuencia epatante, la de una orgía que parece casi misa negra, celebración del horror y no del placer, sea apabullante. Y Siedl recoge como catarsis de la indignidad lo que ha sembrado durante la hora y media anterior. Como los materiales de los que está hecha Paradise: love son, paradójicamente, los inversos, el odio y el purgatorio, la película ha despertado en Cannes sentimientos muy encontrados, y hay quien detesta que se muestren en una pantalla la crueldad de la sexualidad ligada al imperialismo, ahora en forma de viajes turísticos, como si fuese algo nuevo esa forma de depredación que se queda metida en tu cabeza después de ver el fim de Ulrich Siedl, y te martillea con más fuerza según va anidando el poso de sabio horror que el film acierta a transmitir.
El otro nombre que competía este viernes es Matteo Garrone, autor propulsado al prestigio desde Cannes, hace cuatro años, con Gomorra. En su nueva película, Reality, Garrone abandona el drama cuasidocumental con el que describía la Camorra para aproximarse a otra carcoma de la calidad democrática italiana: la de la trivializadora sociedad del espectáculo en donde las vellinas y el bunga-bunga se asimilaban como algo casi folclórico y aceptable. Y Garrone emblematiza esa subversión berlusconiana de la democracia a partir de un concurso de telerrealidad, un “Gran hermano” que transforma a un hombre normal en un payaso, a un ciudadano en un guiñol, en esa estrategia nada inocente con la que se quiso demoler, desde el detritus televisivo, la dignidad civil de un país. Reality, que puede parecer obra menor, es causticidad en estado puro, radiografía de una sociedad cuyos órganos vitales aparecen corroídos por el gran carnaval de la televisión a cuyos mandos estaba, y aún sigue, el hombre que comenzó como cantante de napolitanas en cruceros de medio pelo y acabó a los manos de esa nave semihundida llamada Italia.
El austriaco Ulrich Seidl suele promover encontronazos con su cine incómodo, feísta, que explora territorios tabú de la naturaleza humana, de esos que se sabe que están ahí pero nadie tiene ganas de filmar o de verlos en pantalla. Se terminó de labrar esa fama de cineasta rompepelotas con Import/Export, un film en el que se acercaba a la emigración de mujeres eslavas hacia la Europa del bienestar y mostraba los jirones que en ese viaje de compra-venta muchas de ellas se dejaban. Es por esto que la presencia de Seidl en la competición con una obra, Paradise: Love, que trata sin ambages el turismo sexual de mujeres nórdicas rumbo a África, había despertado la expectación de saber que la pantalla del Palais se preparaba para un plato fuerte. Y el cineasta austriaco no defrauda. Su manera de acercarse a un grupo de matronas germánicas que actúan como depredadoras del hombre negro, con rituales de impiedad y sadismo que nada tienen que envidiar al equivalente rol masculino, está presidido por una calculada frialdad. Esa ama de casa entrada en años y en carnes a la que vemos en su maternal papel antes de viajar a Kenia se adapta al modelo de explotación sexual descarnada en un proceso medido, en el que la sordidez va penetrando la pantalla casi como la “banalidad del mal”. Pudiendo haber caído en el fango de lo morboso, Ulrich Seidl juega limpio: se limita a describir la deriva de esa “fraulien” oronda y apocada (un trabajo de interpretación colosal, por la impudicia verídica de la que Margarete Tiesel impregna a un personaje que creo que pocas actrices aceptarían encarnar: es ya una firme candidata a premio) hasta revertirla en una adicta a la dominación colonial a través de la compra de sexo, en un viaje sutil por paisajes, camastros y playas que reproducen una moderna esclavitud.
Toda la contención casi entomológica que Seidl administra en ese trayecto de dominación sexual casi patológica hace que, ya en el tramo final de la película, el efecto de deflagración de una secuencia epatante, la de una orgía que parece casi misa negra, celebración del horror y no del placer, sea apabullante. Y Siedl recoge como catarsis de la indignidad lo que ha sembrado durante la hora y media anterior. Como los materiales de los que está hecha Paradise: love son, paradójicamente, los inversos, el odio y el purgatorio, la película ha despertado en Cannes sentimientos muy encontrados, y hay quien detesta que se muestren en una pantalla la crueldad de la sexualidad ligada al imperialismo, ahora en forma de viajes turísticos, como si fuese algo nuevo esa forma de depredación que se queda metida en tu cabeza después de ver el fim de Ulrich Siedl, y te martillea con más fuerza según va anidando el poso de sabio horror que el film acierta a transmitir.
El otro nombre que competía este viernes es Matteo Garrone, autor propulsado al prestigio desde Cannes, hace cuatro años, con Gomorra. En su nueva película, Reality, Garrone abandona el drama cuasidocumental con el que describía la Camorra para aproximarse a otra carcoma de la calidad democrática italiana: la de la trivializadora sociedad del espectáculo en donde las vellinas y el bunga-bunga se asimilaban como algo casi folclórico y aceptable. Y Garrone emblematiza esa subversión berlusconiana de la democracia a partir de un concurso de telerrealidad, un “Gran hermano” que transforma a un hombre normal en un payaso, a un ciudadano en un guiñol, en esa estrategia nada inocente con la que se quiso demoler, desde el detritus televisivo, la dignidad civil de un país. Reality, que puede parecer obra menor, es causticidad en estado puro, radiografía de una sociedad cuyos órganos vitales aparecen corroídos por el gran carnaval de la televisión a cuyos mandos estaba, y aún sigue, el hombre que comenzó como cantante de napolitanas en cruceros de medio pelo y acabó a los manos de esa nave semihundida llamada Italia.
Cannes, 1: Marion Cotillard brilla como domadora de orcas en Rust and bone, de Jacques Audiard
Moonrise Kingdom, cuento naïf de Wes Anderson para la gala de inauguración
por José Luis Losa.
La foto de Marilyn Monroe soplando las velas de una tarta, en el cincuentenario de su desaparición, preside el cartel oficial de esta 65ª edición del festival de Cannes. Y bastantes más de esos 65 años tienen a sus espaldas algunos de los nombres que acaparan las mayores expectativas artísticas del certamen: a falta de algunos de los “galácticos” que se reunieron en la conjunción astral de la pasada edición (Malick, Von Trier, Almodóvar o Kaurismaki), el festival francés parece apostar esta vez por la veteranía grandilocuente de vacas sagradas como Alain Resnais, que cumplirá los 90 años en un par de semanas, Abbas Kiarostami, quien presentará un film rodado en Japón, David Cronenberg, cuya adaptación de la novela fundacional Cosmópolis, de Don DeLillo, es de lo más esperado del certamen, y el retorno de Bernardo Bertolucci con Me and You, tras la despiadada enfermedad ósea que le ha tenido durante 10 años casi inválido.
Además, la sección oficial reúne hasta a cuatro directores que ya saben lo que es ganar una Palma de Oro: el británico Ken Loach, el austriaco Michael Haneke, que vuelve a dirigir a Isabelle Huppert, el rumano Cristian Mungiu y el thailandés Apichatpong Wheerasetakul. Por ese premio compite también la plasmación largo tiempo demorada del On the road, de Jack Kerouac, en una producción de Coppola que dirige Walter Salles.
El festival vino a coincidir en su inauguración con el Día 1 de la Era Hollande en el Elíseo. Y no crean que es algo anecdótico. El pasado año, la película de inauguración fue el Midnight in Paris de Woody Allen, que metía con calzador en un papelito a Carla Bruni, para justificar su presencia en la alfombra roja de la Croisette. El film de apertura de este mayo francés es Moonrise Kingdom, el reinado del claro de luna de un verdadero “lunático” como Wes Anderson, director norteamericano autor de locuras como Life Aquatic, Los Tennenbaum o El Fantástico Sr. Fox, mientras Carla Bruni busca piso desde el mismo miércoles.
Moonrise Kingdom como todo el cine de Anderson, se mueve entre el desfase onírico y el cuento naïf. En él se revuelven Bill Murray, Bruce Willis, Harvey Keitel, Frances McDormand, Tilda Swinton o Edward Norton, como acompañantes de los verdaderos protagonistas, los “locos bajitos”, la tribu de boy scouts a la busca de un niño perdido. Con su falso candor y su formato de cuentecito disparatado, a Moonrise Kingdom parece quedarle grande el papel de película inaugural en Cannes.
Y ya ha surgido en la competición una obra que le ha robado el protagonismo. Rust and Bone es la nueva apuesta fuerte del francés Jacques Audiard, premiado en el festival hace tres años con Un profeta. Audiard, nada amigo de las medias tintas, nos ofrece una historia de amor “mas fuerte que la vida”, en la que Marion Cotillard encarna a una adiestradora de orcas cuyo cuerpo es mutilado por uno de esos cetáceos, hasta dejarla en una silla de ruedas. Pero no esperen un convencional drama de superación porque Audiard agita sin tregua las aguas en las que nadan sus personajes en busca de redención. Por encima de la desigualdad del resultado, me atrapa ese talento singular, raro, evanescente, de la Cotillard, capaz de dotar del halo de irrealidad que precisa su personaje de maga en este Rust and bone con el cual Audiard retorna con fuerza a Cannes.
por José Luis Losa.
La foto de Marilyn Monroe soplando las velas de una tarta, en el cincuentenario de su desaparición, preside el cartel oficial de esta 65ª edición del festival de Cannes. Y bastantes más de esos 65 años tienen a sus espaldas algunos de los nombres que acaparan las mayores expectativas artísticas del certamen: a falta de algunos de los “galácticos” que se reunieron en la conjunción astral de la pasada edición (Malick, Von Trier, Almodóvar o Kaurismaki), el festival francés parece apostar esta vez por la veteranía grandilocuente de vacas sagradas como Alain Resnais, que cumplirá los 90 años en un par de semanas, Abbas Kiarostami, quien presentará un film rodado en Japón, David Cronenberg, cuya adaptación de la novela fundacional Cosmópolis, de Don DeLillo, es de lo más esperado del certamen, y el retorno de Bernardo Bertolucci con Me and You, tras la despiadada enfermedad ósea que le ha tenido durante 10 años casi inválido.
Además, la sección oficial reúne hasta a cuatro directores que ya saben lo que es ganar una Palma de Oro: el británico Ken Loach, el austriaco Michael Haneke, que vuelve a dirigir a Isabelle Huppert, el rumano Cristian Mungiu y el thailandés Apichatpong Wheerasetakul. Por ese premio compite también la plasmación largo tiempo demorada del On the road, de Jack Kerouac, en una producción de Coppola que dirige Walter Salles.
El festival vino a coincidir en su inauguración con el Día 1 de la Era Hollande en el Elíseo. Y no crean que es algo anecdótico. El pasado año, la película de inauguración fue el Midnight in Paris de Woody Allen, que metía con calzador en un papelito a Carla Bruni, para justificar su presencia en la alfombra roja de la Croisette. El film de apertura de este mayo francés es Moonrise Kingdom, el reinado del claro de luna de un verdadero “lunático” como Wes Anderson, director norteamericano autor de locuras como Life Aquatic, Los Tennenbaum o El Fantástico Sr. Fox, mientras Carla Bruni busca piso desde el mismo miércoles.
Moonrise Kingdom como todo el cine de Anderson, se mueve entre el desfase onírico y el cuento naïf. En él se revuelven Bill Murray, Bruce Willis, Harvey Keitel, Frances McDormand, Tilda Swinton o Edward Norton, como acompañantes de los verdaderos protagonistas, los “locos bajitos”, la tribu de boy scouts a la busca de un niño perdido. Con su falso candor y su formato de cuentecito disparatado, a Moonrise Kingdom parece quedarle grande el papel de película inaugural en Cannes.
Y ya ha surgido en la competición una obra que le ha robado el protagonismo. Rust and Bone es la nueva apuesta fuerte del francés Jacques Audiard, premiado en el festival hace tres años con Un profeta. Audiard, nada amigo de las medias tintas, nos ofrece una historia de amor “mas fuerte que la vida”, en la que Marion Cotillard encarna a una adiestradora de orcas cuyo cuerpo es mutilado por uno de esos cetáceos, hasta dejarla en una silla de ruedas. Pero no esperen un convencional drama de superación porque Audiard agita sin tregua las aguas en las que nadan sus personajes en busca de redención. Por encima de la desigualdad del resultado, me atrapa ese talento singular, raro, evanescente, de la Cotillard, capaz de dotar del halo de irrealidad que precisa su personaje de maga en este Rust and bone con el cual Audiard retorna con fuerza a Cannes.
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venres, 11 de maio de 2012
En defensa do cinema portugués
Filme proxectado o mércores 9 de maio en São Bento (Lisboa), enfronte do edificio da Assembleia da República, en defensa da Nova Lei do Cinema, en favor do cinema portugués.
domingo, 6 de maio de 2012
Vigor creativo, parálise administrativa
En datas próximas á estrea de Tabu, a chegada ás salas de máis dous filmes demostraba a vitalidade artística do país veciño. Pouco antes outra obra mestra, É na Terra não é na Lua de Gonçalo Tocha, un documental sobre a Ilha do Corvo -a máis pequena dos Açores- de dimensións e resultados monumentais. Despois, Linha vermelha de José Filipe Costa, que revisa a ocupación por campesiños da finca Torre Bela e o tratamento que dos feitos deu o director alemán Thomas Harlan no filme homónimo, exemplo típico de cinema militante. A iso hai que sumar o éxito recente do Sangue do meu sangue de João Canijo, que manexa con sabedoría e personalidade autoral un material que podería parecer propio dunha mala telenovela; e o recoñecemento internacional para as curtas Palácios de pena de Gabriel Abrantes e Daniel Schmidt e Rafa de João Salaviza, que con 28 anos xa sabe o que é gañar un Oso e unha Palma de Ouro. Este vigor creativo, porén, non pode evitar a absoluta parálise da industria, vítima da indolencia dun goberno que aínda ten pendente a aprobación da Lei do Cinema, vehículo preciso para a superación dun inxusto estancamento. Tamén sobre este asunto poderíamos tirar aquí en Galicia algunha lección útil.
Martin Pawley
Artigo escrito para o número de abril da revista Tempos Novos
sábado, 5 de maio de 2012
Tabu (Miguel Gomes, 2012)
Ana Moreira e Carloto Cotta en TABU (Miguel Gomes, 2012; O som e a fúria) |
Tabu de Miguel Gomes: o que debera ser o cinema
A inmensa maioría dos cinéfilos tivemos noticia do Miguel Gomes a conta do éxito crítico no Festival de Cannes 2008 do Aquele querido mês de agosto, un intelixente obxecto híbrido que se desprazaba do documental cara á ficción e integraba con humor as non pequenas dificultades da súa rodaxe. A filmografía deste crítico reconvertido en director comezara realmente case dez anos antes e contiña xa naquela altura media ducia de curtametraxes e unha longa ben valiosa, A cara que mereces, que depuraba a atinada combinación de fonda cinefilia e afiada ironía (mesmo certa excentricidade) que son marca da casa. O entusiasta recibimento do Aquele... na Quinzaine des Réalisateurs, preludio dun longuísimo percorrido por importantes certames internacionais (e premios no BAFICI, a Viennale, Las Palmas ou Valdivia), supuxo un cambio de escala, o que transforma un autor emerxente nunha figura de referencia no cinema contemporáneo.
Era lóxico que houbera unha elevada expectación polo seu novo filme, Tabu, maior aínda tras a súa selección na competición oficial dun dos tres principais festivais do mundo, a Berlinale. A estrea en Berlín veu seguida dunha morea de comentarios eloxiosos, e o desprezo expreso manifestado polo enviado especial de El País non facía máis que confirmar o que xa intuïamos: que estabamos diante dunha obra superior, recoñecida finalmente polo xurado co premio Alfred Bauer e tamén, como non, co premio da federación de críticos, o FIPRESCI.
Dividido en dúas partes cuxos títulos citan -pero en orde inversa- as do Tabu de Murnau, cuxa pegada se evoca tamén no nome da protagonista, Aurora (tradución portuguesa do Sunrise, outro dos cumes do cinema silente), o filme do Miguel Gomes adopta formas clásicas -un coidado branco e negro e o formato académico 1,37:1- para vestir unha obra consciente de que o cinema non morreu nos anos 70 e en consecuencia intimamente ligada ao momento e o lugar no que foi feita. Non ten pois nada de “homenaxe”, eufemismo que moitas veces empregamos para non falar de copia, nin é un pastiche -caso de The artist- que apela á memoria sentimental do espectador invocando unha imaxe falsa doutros tempos. O Tabu de Gomes é fillo dunha historia nobre coa que dialoga de forma natural; érguese sobre os ombros de xigantes para sinalar o camiño, ou, na acertada síntese de Sergio Wolf, explicar “que foi, que é, que será e que debera ser o cinema”.
Despois do exquisito prólogo do intrépido explorador, a dama decimonónica e o crocodilo melancólico, de esaxerado -até a parodia- espírito romántico, arranca o primeiro segmento do filme, Paraíso perdido, un relato de soidade e saudade con tres mulleres ligadas pola veciñanza: a anciá Aurora (Laura Soveral), moi lonxe xa dos seus días de gloria; a súa lacónica empregada caboverdiana (Isabel Cardoso) e Pilar (Teresa Madruga), entregada ás causas sociais. Episodios cotiás tan pouco novelescos coma emocionalmente eficaces, matizados por apuntamentos de humor, que acaban por desvelar unha gran historia de amor e crime acontecida moitos anos atrás na África colonial portuguesa.
“Aurora tinha uma fazenda em África, no sopé do monte Tabu” son as palabras que dan paso ao segundo bloque, Paraíso, o romance adúltero de Aurora (nesta etapa, Ana Moreira) e Ventura (Carloto Cotta) narrado por este último na actualidade (Henrique Espírito Santo). Un bloque sonoro mais sen diálogos que se encamiña á traxedia e recupera o desesperado romanticismo do inicio, agora cun ton completamente diferente, sen retranca que alixeire o peso dos tempos idos, os amores imposíbeis e as amizades perdidas. O peso do pasado e da memoria, tamén a colectiva, a do período colonial introducido con delicadeza nun guión modélico, obra de Miguel Gomes e Mariana Ricardo, transformado en imaxes arrebatadoras polo sobrenatural traballo fotográfico de Rui Poças. Tabu é un mito instantáneo: o cinema fíxose grande grazas a filmes coma este.
Martin Pawley. Artigo escrito para o número de abril da revista Tempos Novos.
xoves, 3 de maio de 2012
Fernando Lopes (1935-2012)
Un dos títulos que Miguel Gomes escolleu para formar parte da "carta branca" que no verán de 2009 lle ofreceu o CGAI foi Nós por cá todos bem, a primeira longametraxe que fixo Fernando Lopes despois do 25 de abril. Para min foi unha gratísima sorpresa: Nós por cá... combinaba documental e ficción, introducía a propia rodaxe do filme e mesturaba os actores profesionais cos veciños dunha vila portuguesa dun xeito insospeitadamente audaz. Revelábase coma un referente obvio do Aquele querido mês de agosto, e nese recoñecemento había, tamén, un xesto de xenerosidade por parte do Miguel.
A extrema (e gozosa) liberdade do Nós por cá... era un elo máis da carreira dunha figura esencial da cultura ao sur do Miño. Onte morreu aos 76 anos Fernando Lopes: perdemos a un dos pais do Novo Cinema e ao autor dunha película capital que adoita aparecer citada entre as mellores do cinema portugués, o punxente documental Belarmino.
A extrema (e gozosa) liberdade do Nós por cá... era un elo máis da carreira dunha figura esencial da cultura ao sur do Miño. Onte morreu aos 76 anos Fernando Lopes: perdemos a un dos pais do Novo Cinema e ao autor dunha película capital que adoita aparecer citada entre as mellores do cinema portugués, o punxente documental Belarmino.
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