por José Luis Losa
En el camino de esta edición de Cannes, el de una elevación día a día del nivel de la competición, estaba marcada en rojo la fecha de este viernes. Era el estreno de la película fetiche de este año, Cosmópolis, de David Cronenberg. En ese crescendo medido se reservó para la penúltima fecha del concurso la adaptación que el canadiense ha hecho de la novela de Don DeLillo, autor de veneración en vida en el panorama literario norteamericano y mundial. La conjunción astral de Cronenberg y DeLillo, ambos presentes en Cannes, se recibió aquí como acto de adoración casi similar al que se vivió el año pasado con El árbol de la vida, el film de Terence Malick que finalmente se haría con una Palma de Oro tan polémica como oportuna para el prestigio del festival.
En tiempos de preludios apocalípticos, Cosmópolis habla de veinticuatro horas en la vida de un joven magnate (Robert Pattinson, lástima de concesión a la taquilla la inclusión de este capo de Crepusculo). De una New York que vive en estado de colapso, de caos, de cataclismos que asolan fortunas como la del personaje encarnado por Pattinson. Y Cronenberg, a quien le excita particularmente filmar “cosmo-agonías” nos entrega una película que no necesita jugar la baza barata de la metáfora ante lo que en el mundo está cayendo. No hay que hacer lecturas ni buscar subtextos. Todo esta ahí, en la adaptación que el propio Cronenberg hace de la novela de DeLillo. La ciudad desnuda, en pleno padecimiento de la doctrina del shock, fotografiada por el insuperable Peter Suschitzky con colores fríos como el lujo y como el desplome de las cotizaciones. Y, en ese marasmo, el chico de oro, el empresario encarnado por Pattinson, sufre uno de esos estados de paranoica teoría de la conspiración, tan habitual en las obras de DeLillo: se empeña en que alguien lo quiere matar.
Cosmópolis es, hasta ahora, tal vez la mejor definición del horror vacui milenarista filmada desde que vivimos bajo la sensación de fin de ciclo o de planeta. Un film cuya trama de movimiento perpetuo, a bordo de una limusina donde Pattinson hace el amor y recibe exploraciones de próstata al mismo tiempo, en medio de la parálisis de la ciudad de ciudades va envolviendo, atenazando, sin necesidad de altisonantes golpes de efecto. En lo que es una sofisticación del cine distópico, Cronenberg, quien casi siempre ha rodado sin dejarse atrapar por los códigos de Hollywood, cuenta esta vez con la libertad adicional de que quien produce su película es Paulo Branco, el mayor incubador de talentos autorales del cine europeo de los últimos treinta años. Gira el mundo mientras la ciudad, lejos de dormir, se estremece. Y en esa ronda, la del último trago, la del estribo, junto al ubicuo y algo sobrepasado Pattinson bailan, en apariencia ajenos al fin de la era, Juliette Binoche, Mathieu Amalric, Paul Giamatti o Samantha Morton. Viendo la composición de opera magna que conforma Cosmópolis, me viene a la mente el título castellano de un film de Richard Fleischer: Cuando el destino nos alcance. Con su poso de apariencia tranquila, el terremoto se intuye: el destino, mejor el “fatum”, espera con un plazo no mayor a veinticuatro horas. Y a ver quién apuesta por salvar al tigre, a los tiburones de las finanzas, y con su caída, a toda una civilización, en este apabullante filme de catástrofes contado con la sutileza de un minueto de alta sociedad. Un feroz grito de indignación, un órdago al sistema capitalista lanzado como aullido entre consciente y onírico.
Naturalmente, Cosmópolis se sitúa como una de las claras alternativas con opción a la Palma de Oro. Es verdad que, en una edición más que notable, tendrá que ver cómo se reparte las cartas junto a los films de Haneke, de Kiarostami, de Cristian Mungiu, de Ulrich Siedl y, sobre todo, del gran tapado, el redivivo Leos carax, quien con su libertaria y omnipotente provocación llamada Holy Motors podría devolver, después de tantos años, el máximo premio de Cannes a una película francesa.
Acuciada por la llegada del fenómeno telúrico que es Cosmópolis, poco espacio le ha quedado a la otra película que ayer competía, la película rusa de Sergei Loznitsa In the fog. Y no es que este film, un acercamiento poco habitual a la guerra, de un modo intimista, casi un conflicto personal, ambientado durante la ocupación alemana de Rusia durante la 2ª Guerra Mundial, no exhiba valores en su medido antibelicismo. Pero Cannes no perdona. Y a falta de que mañana se proyecte Mud, del norteamericano Jeff Nichols, y el domingo se sepa el palmarés, este tramo último del festival es una celebración dedicada a Cronenberg y su decantación de la hecatombe.
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