martes, 29 de xaneiro de 2013

Holy Motors (Leos Carax, 2012)

por Andrea Franco

La carne es honesta
(John Keats)

Leos Carax despierta en una habitación de hotel; un perro duerme a sus pies. Camina curioso, casi a tientas, por la estancia. Escucha el sonido del mar y las gaviotas; parece que viene del otro lado de la pared. Palpa la pared; tiene una llave; entra.

“Adoro el cuerpo. Porque la carne es honesta y los órganos no mienten”. El cuerpo revela una verdad a través de su apariencia, de su movimiento y gestualidad. Pero ¿qué revela el cuerpo de un actor? mejor dicho, ¿cuánta verdad hay en él? ¿Es una ficción verdadera? ¿Dónde se halla el límite entre su verdad y la de sus personajes? ¿Hasta qué punto éstos le contaminan? ¿Qué queda de ellos mismos? Esa parece ser la pregunta que se hacen los holy motors, autómatas humanos confundidos en medio de sus identidades y cuya verdad empieza a ser cuestionada.

Monsieur Oscar encarna la verdad del cine: creación de ilusiones, realidad alternativa, imagen especular.

Oscar es los ojos del cine; es la retina que convierte una realidad en una posibilidad.

Una limusina cruza París llevando a bordo a un ser camaleón que desempeña varios papeles a lo largo del día. Quién es él o de dónde viene, no lo sabemos. Pocos lapsos existen, para este cuerpo, que dejen ver su propio yo, o dónde acaba una performance y comienza la siguiente; cada personaje parece devorar poco a poco al anterior hasta sustituirlo por completo.

La figura castigada y renqueante del actor parece sugerir el peso de las vidas que cada día se quita y se pone sobre sí. Sin ellas, Oscar parece una carcasa desnuda, calva y descalza; es el portador de una máscara, un fantasma.

Oscar se construye a base de capas; y su metáfora es ese concierto donde nuevos músicos e instrumentos se van incorporando mientras un único acorde se repite; la melodía no progresa, se multiplica.

El film avanza –no la narración, que es circular- y las vidas pasadas de Oscar se filtran por sus fisuras: la limusina cruza de noche el cementerio de Père Lachaise y los aullidos de su criatura subterránea, jorobado devorador de claveles, resuenan dentro del coche mientras el mutante va adquiriendo una nueva identidad.

Este fantasma se encuentra, de pronto, con una vieja amiga. Tienen 30 minutos para ser ellos mismos antes de que comience la próxima actuación. Entran en los abandonados almacenes de La Samaritaine, polvo Art Nouveau lleno de escaleras y pasillos que recuerda a otras arquitecturas olvidadas, como el viejo edificio Bradbury de Blade Runner (Ridley Scott, 1982). “¿Eres tú?”, “¿Es ese tu pelo?”, “¿Son esos tus ojos?”…

Vagan entre las columnas como las gárgolas malditas de Notre Dame mientras ella canta al pasado; ya no son felices, han dejado de creer. El cine se está transformando en otra cosa, y Carax parece sugerir un alegato en favor de cierta imagen, aquella con peso específico rodada con cámaras cuya presencia trascendía la pantalla.

¿Qué les hace continuar, entonces? “La belleza del gesto”, que no deja de ser sagrado a pesar de su crisis de fe. Y la anti-rutina. El poder vencer el hastío de ser uno mismo cada día.

Où l´on est devenu anonyme passant,
Chevelu, décoiffé, difforme,
Chevelu, décoiffé, difforme se disant
On voudrait revivre, revivre, revivre.


¿Y para quién? ¿Quiénes son los espectadores de ese teatro?


1 comentario:

  1. Muy interesante, tengo que ver la película lo antes posible. Enhorabuena

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