por José Luis Losa
Ya sabíamos que esta 45ª edición del Festival de Sitges, además de la del fin del mundo, era la de los hijísimos. Los vástagos de David Lynch y David Cronenberg, en la sección competitiva del festival, acudían para defender en persona sus obras respectivas, Chained y Antiviral.
Mayor expectación despertaba a priori, sin duda, la nueva película de Jennifer Lynch. Primero porque conviene recordar que ya ganó la edición de este festival de 2008 con Surveillance, y también por los ecos de controversia que llegaban de Estados Unidos por su supuesta crueldad temática. Y casi de tapado se presentaba Brandon Cronenberg, puesto que su Antiviral llegaba ya bien conocido de Cannes, donde se exhibió en Un certain Regard con entusiasmo crítico perfectamente descriptible. Además, Cronenberg jr, se veía eclipsado por la programación, con solo un día de distancia, de la monumental Cosmópolis con la cual David Cronenberg se salió en Cannes, a pesar de que el pacato jurado del festival galo no le dio ni las buenas tardes.
No vamos a extendernos en repetir el entusiasmo que nos provoca esa efusión de inteligencia, acidez, armonía en el caos, diálogos sobre la próstata antes del colapso global y otros torrentes de violencia física o verbal que fluyen de la admirable Cosmópolis, sobre la que ya nos extendimos con motivo de su nacimiento en Cannes y sobre la cual habrá que volver cuando el filme se estrene en España. Lo que toca ahora es contar cómo evolucionan las trayectorias de los hijos de los gurús: el regreso de Jennifer Lynch y la opera prima de Brandon Cronenberg.
Ya nos gustaría hablar bien de la familia, pero nos lo ponen complicado. En Chained, Jennifer Lynch vuelve al primer plano después de que en España, incomprensiblemente, no llegase a estrenarse Surveillance, su thriller talentoso, de colmillo retorcido, convulsa violencia y brusco golpe de mano en su guión barroco dirigido con excelente pulso. El tiempo de inactividad (relativa: en estos años, Lynch rodó en la India un thriller estilo Bollywood cuyo rodaje terminó en debacle y provocó que la película le fuese arrebatada y la directora retirase su nombre de él; todo ello se cuenta en Despite the Gods, un interesante documental que va más allá del making of de ese desastre, presentado también estos días en Sitges) no le ha sentado bien a la autora de Surveillance. Su esperada reaparición en el festival que la aclamó se mueve también en el territorio del thriller espectral, insano, en continua danza con la muerte. Un tour de force para su actor protagonista, Vincent D’Onofrio, que encarna con convicción al serial-killer que se sirve de su trabajo como taxista para secuestrar y asesinar mujeres, y que, de uno de esos secuestros, decide adoptar al hijo de una de sus víctimas, y educarlo durante años en la estricta y cruel disciplina de la tortura física y mental. Ese material, tan deflagrante como hondo en posibilidades, comienza Lynch manejándolo con cierta capacidad de hostigamiento al espectador, en lo molesto y convincente que resulta el tratamiento seco, elíptico, ausente de juicios morales de esa vida como un perro que apunta la primera parte de Chained.
Pero ese enfoque pleno de coraje pega, a partir de mitad de metraje sucesivos traspiés, muestras de que Jennifer Lynch no se atreve a cursar esa escuela del terror hasta sus últimas consecuencias. Y es cuando el film se adocena, se contradice con su primera parte, se convierte en una vulgar historia de psicópata y rehén. Y, así, dando tumbos, llega a su tramo final para el cual la directora nos reserva uno de esos saltos mortales en el golpe de efecto de su guión. Y algo que le salía magníficamente en Surveillance, en Chained conduce a la absoluta incongruencia, al sinsentido argumental, a la boutade injustificada que tira por tierra los logros de la primera parte de esta descarnada y fallida tercera película de Jennifer Lynch.
No me parece que merezca mucha mejor nota el primer ejercicio en el largometraje de Brandon Cronenberg. Antiviral es una historia ambientada en un futuro indeterminado, en el cual los virus cultivados de la piel de las “celebrities” se vende para injertos a terceros. En este mercadeo, de manera clandestina, se introduce el protagonista, quien, entre probetas, chutes y cirugías sanguinolentas, se mueve en un mapa que parece querer ser “territorio David Cronenberg”. Las mutaciones, la carne, los efectos convulsos y destructivos de estos juegos peligrosos, suenan a Cronenberg devaluado, a imitación de “todo a cien”. A Brandon Cronenberg hay que reconocerle tanto descaro como imprudencia a la hora de querer jugar a ser Dios, intentar matar al padre cultivando aquello en lo que él convirtió en una cosmogonía. No hace falta decir que el flirteo edípico de Cronenberg Jr se salda con un trastazo merecido, por meterse a lo que en las ferias llaman baratero.
El otro protagonismo de la jornada en Sitges tiene también mucho de relación paterno-filial. Hace un cuarto de siglo, un semidesconocido Tim Burton asombraba con la capacidad para insuflar vida y personalidad nuevas, propias de un autor con mayúsculas, al mito de Frankenstein, a través de un cortometraje, Frankenweenie, en el que un perro era resucitado. Tras las vueltas al tiempo, de retorno ya de una carrera pródiga en títulos a la altura de lo que prometía aquel joven talento, y también, de algún que otro pinchazo sonado, Tim Burton decide volver al paraíso perdido que es la infancia recuperada. La conversión de aquel perturbador Frankenweenie amateur en un largometraje avalado por la Disney, que es para quien en la actualidad trabaja Burton, producía cierto miedo a encontrarnos con el espejo del envejecimiento del autor ya domado por la industria. Y sin embargo este Frankenweenie-2012 es un poderoso, libre y muy bello ejercicio de estilo de arte mayor de un Tim Burton que no parece temer no estar a la altura de su pasado. Y Frankenweenie, película de animación, se respira muy bien en su retorno a la madre de todas las resurrecciones. Es verdad que Tim Burton ha perdido mucho en lo que de salvaje y lúgubre tenían sus primeras obras. Es seguro que este Frankenweenie está mucho más estudiado, planificado en sus trampantojos, que el genuino original del joven incauto en estado de gracia. Pero al film, aún con el peso de la corrección estética Disney, no se le puede negar el oficio de cine de espectáculo brillante, sin duda “mainstream”, pero ante todo mantenedor de la elegancia de quien, al menos en esta ocasión, demuestra ir asimilando un buen envejecimiento.
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