por José Luis Losa
Ya meses antes del comienzo de esta 45ª edición del Festival de Sitges, su director, Ángel Sala anunció que la línea-fuerza que iba a dar coherencia al festival era la del fin del mundo. Lo cierto es que cuando escuché esta noticia tuve la sensación de que esta idea parecía mucho más conforme con la programación y con la cosecha de autores que trataron el tema el pasado año. No en vano, en 2011, la distopía suprema , el Apocalipsis, fue abordado no precisamente por cualquier indocumentado, sino por cineurgos como Lars Von Trier en Melancholia, Béla Tarr en The Turin Horse, Abel Ferrara en 4:44 Last Day on Earth, Steven Soderbergh en Contagio e incluso, de modo mesiánico, por Terrence Malick. Todas estas obras, a excepción de la de Malick, pasaron por Sitges 2011. Y por eso digo que da la sensación de que entonces se desaprovechó esa comunión densa y excepcional de autorías. Y que ahora, como al rebufo, se trata de retomar, cuando los que firman sus crónicas del fin del mundo, por contraste con los anteriores, son mindundis como J. Bayona, tipos que tienen ideas tan peregrinas como la de un finlandés, Timo Vuorensola, que recrea una repoblación de la Luna por nazis dispuestos a reiniciar la guerra de los mundos en Iron Sky (atención a cómo funcionan los flujos de la atención del gran público de Sitges; esta broma pésimamente filmada y sin capacidad alguna para hilvanar siquiera una trama hilarante se ha convertido en el “sleeper” del festival; ha agotado localidades antes, por ejemplo que las películas de Cronenberg o Leos Carax), cineastas latinoamericanos como el chileno Nicolás López, a quien algunos recordarán por la estimable Santos, aliados de conveniencia nada menos que con el pope del cine trash Eli Roth para proponer otro catástrófico fin del mundo en la chirriante, antipática, espantosa y definitivamente chapucera Aftershock, que pudimos ver aún ayer en el concurso y nos atragantó la primera hora de la mañana.
Sí, se pueden ver en la programación de este festival hasta noches temáticas con maratones de cine dedicado a la extinción del planeta. Si uno tiene el coraje de apostar por estos pases hasta altas horas de la madrugada se encuentra casi siempre con un cine bastante más estimulante que el que puebla las tardes mainstream de la sala central del certamen, el Auditorio del Meliá.
Así, en una de estas veladas apocalípticas se podía descubrir el más que curioso tríptico sobre el final de la Tierra que componen los coreanos Kim Ji-Woon y Yim Pil-Sung en Doomsday Book, donde se mixturan el cine de epidemias alimentarias con un futuro robótico-budista. Yo le encontré bastante más coherencia a este Doomsday que a los vídeos zen de Malick. También, en esta línea, es recomendable el film norteamericano The Day, en el cual Doug Aarniokoski articula uno de esos escenarios distópicos a lo Cormack McCarthy, con un grupo de supervivientes enfrentados a los otros, los últimos hombres vivos. Es cierto que The day tiene mucho de pastiche con ideas de Richard Matheson, el citado MCarthy, J. Abrahams e tutti quanti. Pero que no brille por su originalidad no invalida la fuerza narrativa de esta obra desasosegante y briosa.
Entre lo visto en esos primeros tres días de programación digna de Heliogábalo por sus dimensiones de banquete bulímico, destacan también las películas que entran en el llamado foundfootage, ese subgénero de supuestas imágenes grabadas de la realidad con cámara (o teléfono móvil, o skype, o…) amateur y que se nos sirven como supuesta filmación de la realidad normalmente más escabrosa. En esta corriente hoy tan de moda gracias a engendros lamentables como El proyecto de la bruja de Blair o Paranormal activity, surgen también artilugios visuales que, más allá de la trampa, incorporan hallazgos narrativos: es el caso de VHS, film de episodios de esos que llega ya a Sitges con el aura de película de culto y acné juvenil y que, en su irregularidad, ofrece momentos de inteligencia. También de Area 407, igualmente norteamericana, donde la cámara de las protagonistas, las dos hermanas más estomagantes de la historia audiovisual desde las Ingalls de La casa de la pradera recoge el despegue y siniestro del avión en el que viajan, y su aterrizaje en tierra hostil que -si se perdona todo lo que la película parasita de Lost- alcanza un buen climax de terror primario. Encaja también en esta categoría del foundfootage aplicado al género de terror la altamente recomendable The Bay, exhibida ya en San Sebastián, y en la cual Barry Levinson, al que hacíamos ya retirado, rubrica contra todo pronóstico la película más viva de su acartonada carrera.
En el balance de lo hasta ahora visto, merece reseña la película coreana de sketches Horror Stories, una especie de retorno al universo Creepshow pasado por Asia. Y de lo más controvertido hasta ahora es la norteamericana Compliance, de Craig Zobel, que viene de Locarno y aborda el tema de los abusos sexuales de la mano del exceso del estado policial, de los clima de indefensión que provoca este miedo a la extensión del poder coercitivo de la fuerza legal, y todo ello en el marco de la trastienda de una tienda de fast-food.
El cine español, tras la tan olvidable que parece cosa de hace un mes El cuerpo, tuvo su segunda película a concurso, Insensibles, del debutante Juan Carlos Medina, una historia que trata de buscar puntos de encuentro entre uno de tantos episodios de nuestra incivil guerra, y el cine de terror que parece alumbrar un nuevo Freddy Kruger. Para el estropicio que podría haber resultado, Insensibles, protagonizada por Alex Brendemühl y Juan Diego, se salva de los estragos y se queda en terreno del cine fallido pero bienintencionado.
De lo mejor de este arranque de festival excluyo, por redundante, la colosal aventura de altísimo riesgo de la inconmensurable Holy Motors, de Leos Carax, ante cuya grandeza ya nos descubrimos en la última edición del festival de Cannes. Si acaso, decir que por donde va pasando, y es el caso de Sitges, esta obra de Carax, tan singular que no tiene modelo equiparable, deja su rastro de obra mayúscula, de obra de arte de la provocación y la lírica situacionista, que envida contra el todo, justamente cuando más necesario se hace que el arte desenfunde el abrigo de la belleza frente a la obscena y mezquina fealdad del Sistema.
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