venres, 31 de agosto de 2012

Venecia, 1: La película rusa Traición, estimulante arranque de la Mostra de Venecia.

"El fundamentalista reluctante" de Mira Nair defrauda en el pase de gala.

por José Luis Losa

Esta 69ª edición de la Mostra de Venecia se aguardaba con especial expectación por motivo doble: uno, el del retorno a la dirección del festival de Alberto Barbera, tras la tan exitosa como caótica etapa de Marco Müller; y la causa más evidente, el espectacular cartel de su sección oficial, en donde compiten cineastas convertidos en deidades aún en plena actividad, casos de Terrence Malick, Brian de Palma o Paul Thomas Anderson, junto a realizadores que cualquier festival de categoría A soñaría con incluir en su cuadro: Olivier Assayas, Ulrich Seidl, Marco Bellocchio, Valeria Sarmiento, Takeshi Kitano, Harmony Korine, Brillante Mendoza o Kim Ki-duk. No son minoría entre la industria y la crítica quienes piensan que este cartel de la Mostra es superior en empaque al de la edición de Cannes de mayo. Diez días quedan por delante para ir viendo el desfile de autores de la élite.

Para la gala inaugural, Alberto Barbera no ha querido quemar demasiada pólvora. Y es que la película elegida, El fundamentalista reluctante, de la india afincada en Hollywood Mira Nair es, de manera evidente, un preludio menor. Eso sí, decorado por las presencias de algunos de sus protagonistas norteamericanos, Kate Hudson o Liev Schreiber. El film cuenta, en sucesivos flash-backs, la evolución de un pakistaní que se sube en la ola del sueño americano y se convierte en alevín de tiburón empresarial en la Nueva York inmediatamente anterior al 11-S. El proceso por el cual este triunfador del capitalismo de casino deviene idólatra del integrismo islámico lo aborda Mira Nair con la sutileza política de una ostra. El fundamentalista reluctante es tan hueca y “aparente” como su rebuscado título. Nair aliña una colección de lugares comunes, un encadenado de situaciones perfectamente previsibles, para conducirnos a un pretendido clímax de thriller que se desmorona como un soufflé porque en todo momento la acción se percibe impostada, asistida por la respiración artificial de un supuesto toque de denuncia que no es más que grosero culto a lo políticamente correcto.

No se puede negar que la engañifa viene bien empaquetada, algo también habitual en el cine de la realizadora de origen indio. Una idea del montaje y la planificación eficiente, algún señuelo dramático que cuela como de matute... Pero en un film que se supone que va a analizar las complejidades del germen del integrismo islámico en el corazón de Manhattan, lo único a lo que aspira Mira Nair es a darnos gato por liebre en un bien dudoso cuento moral con cien recetas para no mojarse en asunto tan espinoso.



El que sí se moja, y a fondo, es el ruso Kiril Serebrennikov en Izmena (Traición), primera de las películas de la competición. Su acercamiento a lo que podría parecer material para un culebrón (un hombre y una mujer que descubren que sus respectivas parejas viven una pasión a sus espaldas acaban por vivir su propia aventura) lo deriva Serebrennikov hacia un territorio presidido por la violencia y la insania. Y, aún más, huyendo de cualquier concesión al melodrama, Traición avanza en su osada apuesta por los senderos escabrosos del delirio obsesivo, la sublimación de la realidad y, finalmente, la fantasmagoría, punto cenital en el cual su película desarma y atenaza porque resulta de todo punto impredecible saber hacia que páramos va a tomar dirección en su exaltación no ya del “amour fou” sino de la infidelidad como motor de vida abisal. Es una lástima que en esa fascinante exploración de la irracionalidad, su director no se atreva a llevar hasta el final su pulso. Y que el film retroceda en su último tramo sobre sus pasos y vuelva al terreno de lo convencional, lo que nos priva de hablar de una obra “mayor”, pero no impide que esta Traición de Kiril Serebrennikov se celebre como ejercicio de cine singular, insólito, de la casta de las obras que se atreven a desafiar a la cordura para internarse, sin miedo al descalabro, en el perturbador espacio de la fantasmagoría y la subversión del orden racional.

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