mércores, 20 de outubro de 2021

venres, 1 de outubro de 2021

La delgada línea roja

La comunidad astronómica debe entender que la recuperación de los cielos oscuros es un desafío político, no tecnológico.

* * *

The Thin Red Line (Terrence Malick, 1998)

Ha sido tal el espectacular crecimiento de las investigaciones sobre contaminación lumínica en los últimos años que incluso para las personas que trabajan en este campo es ya imposible estar al día de todo lo que se publica. Visiones del problema y estrategias de acción que hace solo una década parecían sensatas y adecuadas están hoy desactualizadas o incluso resultan contraproducentes dada la información acumulada. Somos ahora mucho más conscientes de los peligros que acarrea el uso de la luz artificial por la noche, de su altísimo impacto en la naturaleza y sus efectos sobre la salud humana, suficientes como para tomarnos este tema muy en serio; pero también disponemos de modelos mejorados de la propagación de la luz que permiten evaluar con precisión las causas y las consecuencias.

Infelizmente, buena parte de la comunidad astronómica aficionada y profesional ignora el verdadero estado de las cosas. Asume, equivocadamente, que la contaminación lumínica es poco más que una contrariedad que nos obliga a hacer más kilómetros para encontrar noches oscuras, pero que siempre existirán reservas indias con firmamentos prístinos. Asume, de paso, que se trata de un problema difuso y genérico, sin culpables definidos, o tan extendidos y numerosos que no hay nada que se pueda hacer. El cielo de las ciudades, según esa lógica, es pésimo porque no puede ser de otra manera. Siempre podremos consolarnos con las astrofotografías que publica esta revista.

Aceptar la derrota antes de empezar la partida no es nunca una buena táctica y menos aún en este caso porque, por poderosos que sean los intereses (económicos) que hay detrás, no hay forma de polución más sencilla de reducir que la lumínica. Pero es que además la ciencia presente nos permite saber cuál es el efecto contaminante concreto de cada farola. Podemos estimar, lámpara a lámpara, cuántos fotones acabarán llegando a un espacio natural de interés a larga distancia. Podemos predecir cómo será el brillo del cielo de una ciudad en función de su iluminación y la de su entorno. También podemos hacer lo contrario: planificar la iluminación para garantizar que esa ciudad disponga, al menos en alguna zona, de un cielo de calidad.

No hay ninguna razón técnica que impida tener, en cualquier municipio, un mirador de estrellas. Un lugar especialmente protegido con un buen cielo a la vista, que sirva como punto de reunión para organizar observaciones públicas y disfrutar de las lluvias de meteoros. Un lugar donde, en muchos casos, no sería una quimera ver la Vía Láctea. No hay ningún impedimento tecnológico: se puede hacer. Es tan solo una decisión colectiva, basta con que como sociedad acordemos que eso es necesario y conveniente. Basta con que marquemos líneas rojas a la destrucción del paisaje e incluso vayamos más allá, exigiendo que se recuperen paisajes hoy perdidos en una apuesta por el buen gobierno y por la sostenibilidad. No es un desafío científico, nunca lo fue. Es un desafío político.

Martin Pawley. Artigo publicado na sección «La noche es necesaria» da Revista Astronomía, nº 268, outubro de 2021.

mércores, 1 de setembro de 2021

Amnesia generacional

La brutal decadencia del paisaje natural, incluido el cielo nocturno, puede pasar inadvertida si cada generación redefine lo que acepta como «normal».

* * *

Fonte: Monroe County Library

Durante décadas los barcos de recreo de Key West, en Florida (EE. UU.), llevaron a muchas personas a pasar una jornada de pesca en alta mar. Al final del día, la tradición consistía en colgar el pez más grande en un tablero en el puerto: un juez comparaba los ejemplares y elegía el ganador. La familia que había capturado el pescado más grande posaba en una fotografía como recuerdo.

Mientras trabajaba en su tesis doctoral, la investigadora Loren McClenachan tuvo noticia de la colección de fotografías de la Monroe County Library de Key West y pensó que le serviría para hacer un estudio comparativo del tamaño de estos animales a lo largo del tiempo. Comprobó que los tableros utilizados habían sido siempre similares y en consecuencia era factible hacer estimaciones razonablemente precisas. Después de «medir» cientos de ejemplares diferentes, Loren constató que entre 1956 y 2007 el peso medio de los mayores peces había pasado de 20 kg a 2 kg, y la longitud se había reducido a menos de la mitad.

En el artículo Documenting Loss of Large Trophy Fish from the Florida Keys with Historical Photographs Loren explica que con el paso de los años no se alteró de forma significativa ni la participación en estos tours ni su precio, una vez hechos los ajustes de inflación. La gente que pagaba por el viaje en los años 50 quedaba muy contenta de volver con un pescado de 20 kg y hoy sucede lo mismo, aunque vuelvan con uno diez veces menor. El extremo declive del ecosistema marino pasa completamente inadvertido.

El biólogo marino Daniel Pauly desarrolló el concepto de «shifting baseline syndrome» (síndrome de las referencias cambiantes) para describir esta ceguera ante cambios radicales. Pauly hizo notar la incapacidad para evaluar correctamente las variaciones de la población de una especie, pues a menudo se tomaba como valor base el número de ejemplares al comienzo de la carrera del investigador o investigadora correspondiente, olvidando que pudo haber un tiempo anterior en que la población era mucho mayor por ser menor la depredación humana. No somos suficientemente conscientes de cómo cambia un parámetro si la variación se produce de forma suave y continua, y el resultado es que cada generación redefine cuál es su situación de partida, su «nueva normalidad». El estado que ahora creemos «natural» de un ecosistema puede ser radicalmente diferente del que tenía hace apenas treinta años.

Quienes observamos el cielo reconocemos en nuestra propia experiencia este concepto nacido de la biología. Hoy damos por buenos cielos que son objetivamente calamitosos y aplaudimos como excepcional un firmamento con una Vía Láctea nítida, que hace no tanto era la norma. Nos robaron el cielo delante de nuestras narices igual que adelgazaron los peces de Key West, sin que nos hayamos dado cuenta. ¿No es hora ya de exigir que nos lo devuelvan?

Martin Pawley. Artigo publicado na sección «La noche es necesaria» da Revista Astronomía, nº 267, setembro de 2021.

mércores, 18 de agosto de 2021

Pancho Pillado, elegante, preclaro e xeneroso

por Miguel Castelo

Imaxe: Manu Cruz, CC BY SA 3.0 (Wikipedia)
A Academia Galicia era, conxuntamente co Colegio Dequidt, a única opción laica dentro do panorama docente coruñés dos anos 50. Un laicismo certamente relativo: non faltaban nas dúas a materia de relixión e a omnipresencia da asotanada figura sacerdotal. Neste sentido, a diferenza que podía haber cos Dominicos, Jesuítas, Salesianos, Maristas ou os propios IEM, daquela segregados por sexos, non eran significativamente grandes.

Na Academia Galicia coincidiron e se fixeron amigos Manuel Lourenzo Pérez e Francisco Pillado Mayor. Dela e dos seus profesores sentín contar ao primeiro anécdotas que en nada teñen que envexar ás que Federico Fellini nos deixou no seu celebrado Amarcord. As de “Paquete”, profesor de matemáticas, e as do cura de relixión son un bo exemplo, na liña das que eu coñecín de primeira man no centro de estudos da familia de orixe francesa.

Comecei a tratar con Pancho Pillado anos máis tarde, logo de que mo presentou Manolo Lourenzo. Ambos fundaran a Escola Dramática Galega, na que Lourenzo se ocupaba das cuestións escénicas e Pillado de dirixir e coordinar a edición dos Cadernos, revista de artigos, ensaios e textos teatrais, tanto de autores consagrados como noveis, entrega mensual merecente do recoñecemento, na modalidade de Inciativas Culturais, dos Premios da Crítica Galicia 1989. O noso trato era tan fragmentario como ben levado: para min tiña sempre boas palabras. O certo é que nos profesabamos recíproca admiración. Gustaba da chacota e a rexouba, o que non quere dicir que non fose home serio, de modo especial cando tocaba falar de política, momentos nos que un rictus de solemnidade desprazaba o seu sorriso. Nos nosos encontros, antes ou despois adoitaba coñecer a miña opinión sobre algún título da carteleira e, entre a seriedade e a chanza, manifestaba invariablemente o seu desexo de intervir de “galán” nalgunha cousa que eu fose facer; e, curiosamente, cando nunha ocasión recibiu resposta afirmativa, ficou desconcertado.

Á súa complexión magra e abondoso cabelo lacio, unía clásicismo no vestir, con frecuente inclusión de garavata, estilo no que sobranceaba unha elegancia natural non carente de certa coquetería. Un porte adecuado ao papel cinematográfico a desempeñar, mais ao amigo, logo de o coñecer e pensalo uns cantos días, tal fasquía non lle deu para vencer a timidez e acabou por dar unha resposta negativa.

Dramaturgo e tradutor, ensaista, autor de varias publicacións, entre as que salientan entre outras Historia do teatro galego (con M. Lourenzo) e Conversas con Xosé Manuel Beiras (con M.A. Fernán-Velho), Pancho Pillado non se conformou coa condición de creador e fundou a editorial Laiovento que puxo ao servizo doutros autores. Fillo e sobriño de xornalistas, non entendía o mundo sen cultura. A súa Biblioteca-Arquivo, legada en vida á UDC, verdadeiro compendio da memoria teatral galega, constitúe unha ferramenta impagable para as novas xeracións. As súas fortes conviccións non o fixeron renunciar nunca dos seus principios, mais nos últimos tempos experimentaba, non sen mágoa, unha certa decepción coa deriva nacionalista.

Home de memoria prodixiosa, acabou endemal engolido pola doenza voraz que se encarga de ila borrando. A súa morte supón unha nova e notable perda para a nosa cultura, tan precisada de mentes lúcidas, preclaras e xenerosas.

xoves, 1 de xullo de 2021

Ciudades y pueblos con estrellas

Un tercio de los municipios de Francia apagan al menos parte de su alumbrado en las horas centrales de la noche.

* * *

Montbazin es una pequeña comuna de casi 3000 habitantes en la Occitania francesa. Su alcalde, Josian Ribes, presentó en la reunión del Consejo Municipal del 14 de abril de 2021 un proyecto de apagado del alumbrado público en las horas centrales de la noche para ahorrar energía (y en consecuencia dinero) y reducir el impacto de la contaminación lumínica sobre la biodiversidad. Según se puede leer en el acta de la reunión, el alcalde destacó específicamente que la medida no supondría un aumento de los robos ni afectaría al funcionamiento de los sistemas de vídeo protección y que para concretar los horarios de apagado se realizará una consulta a la ciudadanía. El pleno municipal aceptó la propuesta por unanimidad.

El acuerdo de Montbazin no es, ni mucho menos, excepcional. No es excepcional en Francia, quiero decir. En el sitio web de ANPCEN, Asociación Nacional para la Protección del Cielo y el Medio Ambiente Nocturno, se explica que hay alrededor de doce mil «communes» que han decidido renunciar a parte de su alumbrado nocturno atendiendo a criterios de sostenibilidad, protección de la naturaleza y aumento de la calidad de vida de las personas. Puesto que el número total de entidades municipales francesas no llega a treinta y cinco mil, eso significa que una de cada tres apuesta ya por mejorar su noche. La distribución territorial es irregular, de forma que en las regiones de Normandía o Provenza-Alpes-Costa Azul el apagado se practica en menos del 10% de las comunas, mientras que en Bretaña y Países del Loira cuidan la noche más de la mitad de los municipios. En la región del Loira encontramos un ejemplo pionero de éxito, Saumur, con 26000 habitantes, que apostó ya en 2012 por la reducción de la iluminación nocturna. El primer año se ahorraron 1817 horas de luz y 84000 euros de gasto y no hubo aumento significativo ni de los accidentes de tráfico ni de hechos delictivos durante esos tramos horarios. Saumur se anticipó casi un año a la obligatoriedad, establecida en verano de 2013 por el gobierno francés, del apagado de la iluminación interior de edificios de oficinas y escaparates y de las fachadas de edificios no residenciales.


La asociación ANPCEN creó el sello «Villes et Villages Étoilés» (Ciudades y Pueblos con Estrellas) para poner en valor el esfuerzo local en favor de un mejor ambiente y paisaje nocturno. La distinción, válida por cinco años, evalúa tanto las buenas prácticas como los cambios normativos, así como las estrategias de divulgación y sensibilización. El resultado es una colección de 722 comunas que han ganado el distintivo, como Bouafles, con 658 personas censadas, que dedicó los 7000 euros de ahorro energético derivados de desconectar farolas a instalar bancos y juegos para la infancia cerca del lago. Uno más entre muchos otros pueblos que quieren decir con orgullo «mon village est beau la nuit».

Martin Pawley. Artigo publicado na sección «La noche es necesaria» da Revista Astronomía, nº 265-266, xullo-agosto de 2021.

mércores, 30 de xuño de 2021

Borrar o CGAI: repetir a historia

por Miguel Castelo

Sen ánimo exclusivista nin desprezativo, cabe afirmar que 1984 foi un ano culturalmente fecundo para Galicia. Un período no que, ademais dunha notable actividade nas distintas áreas da expresión artística, se teceron importantes medidas de carácter institucional que, logo de se aprobaren, encarnaron unha armadura até o momento inexistente: o aparato cultural institucional da comunidade galega. Por orde cronoloxica, o Centro Dramático (CDG) e as axudas á produción cinematográfica, cuxos primeiros froitos agromaron nese mesmo ano. Un ano no que tiveron lugar tamén as I Xornadas do Cine en Galicia e a I Mostra de Teatro, ambas no Carballiño, e o Festival Internacional de Teatro de Ribadavia. Isto todo deseñado polo equipo de traballo da Dirección Xeral de Cultura, conducida por Luis Álvarez Pousa, e levado adiante baixo o auspicio da Consellería de Cultura, rexida por Víctor Manuel Vázquez Portomeñe, baixo a presidencia e a vicepresidencia da Xunta de Xerardo Fernández Albor e Xosé Luis Barreiro Rivas. Eran os primeiros momentos da Galicia autonómica. Foi aí cando se deixaron perfiladas a creación da Escola de Imaxe e Son e o Centro Galego de Artes da Imaxe. Non todo era posible no limitado espazo dun ano. Tan desbordante actividade emprendida por un colectivo de xente nova e progresista resultou por demais para un goberno conservador para o que os asuntos da cultura non estaban na dianteira das súas prioridades e mesmo consideraba, a todas luces trabucadamente, que toda esta acción e os seus realizadores estaban a cobrar un interese mediático que roubaba protagonismo ao resto da estrutura institucional. E a piques de se cumprir un ano de incesante fragor cultural -mostras de cine, video e teatro en diversas poboacións da comunidade, exposicións de artes plásticas, festivais de música, novas producións teatrais e cinematográficas...-, o director xeral, Álvarez Pousa, decidíu dimitir e, con el, o groso do seu equipo. Mais a semente ficaba botada e, alén do xa materializado, logo de novas acometidas que evitasen a súa morte antes de ter nacido, viñeron ao mundo, non sen tempo, en febreiro e marzo de 1991, os xa aludidos centro de estudos de formación profesional e a filmoteca. Porque o aparato bautizado coa ben acaida denominación de Centro Galego de Artes da Imaxe non era outra cousa que unha filmoteca: unha estrutura dedicada a ordenar, clasificar e conservar materiais diversos, escritos, fotográficos e cinematográficos existentes, ademais de pesquisar posibilidades de novas descobertas, labores aos que se axuntaban a programación semanal da súa sala e a organización de cursos, presentacións bibliográficas, coloquios. Un servizo de préstamo e unha nutrida biblioteca completaban o groso desta relación. E isto todo, agás debido á carencia de persoal das funcións enunciadas en último lugar, é o que hoxe continúa a levar adiante co esforzo da súa cativa dotación humana o CGAI.

E nunha sorte (un falar) de grotesco recuncado da historia, a Axencia Galega das Industrias Culturais (AGADIC), organismo do que directamente depende o CGAI, intervén, ao xeito da referida Consellería de Cultura de 1984, para decretar o cambio do seu nome. Por que? Que traza de protagonismo procura?

Se desde o seu comezo, en 1991, o CGAI vén cumprindo, baixo esta denominación, os cometidos dunha filmoteca -un labor de difusión da arte e a industria cinematográfica, de formación de novas audiencias, de salvagarda da memoria audiovisual de modo xenérico e nomeadamente a desta comunidade, o que equivale a dicir unha grande parte da memoria histórica: un traballo, delicado e paciente, realizado cun equipo humano en progresiva recesión-, por que desde AGADIC se contempla o innecesario e se relega o fundamental? Por que non impulsa, reforza e fortalece o CGAI? Por que non atende as súas necesidades de persoal e espazo técnico (proceso e almacenado de materiais)? Que sentido ten borrar a elocuente denominación orixinal deste organismo? Facer desaparecer a orixinalidade do seu nome reemprazándoa polo apelativo da evidencia? Cometer unha suplantación, cando son dúas designacións complementarias? Por que non conservar a denominación completa -CGAI, Filmoteca de Galicia- que se viña empregando? Curiosa maneira de celebrar o seu trixésimo aniversario borrando o seu nome, a súa marca identificativa, o seu apelativo máis diferenciador! Polo mesmo prezo, ante tan brillante ocorrencia, se cadra tería sido ben mellor meter antes os dedos no enchufe.

martes, 1 de xuño de 2021

Un genocidio cultural

La contaminación lumínica destruye el inmenso patrimonio inmaterial relacionado con los paisajes de la noche.

* * *

We Don't Need a Map (Warwick Thornton, 2017)

Que las constelaciones lleven oficialmente denominaciones de marcado carácter eurocéntrico no debe hacernos olvidar que todos los pueblos a lo largo de la historia encontraron en el firmamento nocturno una fuente inagotable de inspiración. Nunca es tarde para desprenderse de las pesadas ropas del colonialismo y aceptar que el conocimiento del cielo no fue nunca un patrimonio exclusivo de los hombres blancos. El esfuerzo de la IAU por abrir la nomenclatura de objetos astronómicos a otras tradiciones culturales es un paso valioso en favor de la diversidad, gracias al cual ahora tenemos estrellas que se llaman Belel, Inquill, Chaophraya o Karaka.

Duane W. Hamacher es profesor de la Universidad de Melbourne. El patrimonio inmaterial asociado al cielo oscuro es su principal campo de estudio y, como es natural, tiene un especial interés por la astronomía de los pueblos aborígenes australianos. Hace al menos 40 000 años que llegaron a Australia las primeras mujeres y los primeros hombres y durante ese tiempo, y hasta la colonización británica hace poco más de dos siglos, se diversificaron para formar trescientos grupos lingüísticos. Eran cientos de maneras diferentes de entender el mundo y de interpretar el paisaje, también el paisaje estrellado, más aún si tenemos en cuenta que la mayoría eran pueblos nómadas que vivían de la caza y la recolección, así que necesitaban conocer las variaciones estacionales y la pluralidad de recursos asociada a cada época. Escribí la frase en pasado, «eran», porque la invasión europea del siglo XIX arrasó con muchísimas de esas culturas ancestrales. Pero algunos pueblos –Yolngu, Wardaman– sobreviven y preservan sus idiomas y tradiciones originales y a través de sus canciones, relatos, obras artísticas y ceremonias sabemos más de la astronomía aborigen. Hay evidencias de que tres grupos reconocieron que los eclipses solares se producían por la conjunción del Sol y la Luna. O encontraron que había alguna relación entre las fases lunares y las mareas, y que el movimiento de los planetas era claramente distinto del de las estrellas. Además, sabían determinar los puntos cardinales, pues en ciertas culturas el emplazamiento de un sitio ceremonial o de un enterramiento obedecía a orientaciones concretas. En sus espectaculares cielos no contaminados, la Vía Láctea no era esa mancha que hoy nosotros imaginamos más que vemos, sino una región bien definida con zonas claras y zonas oscuras que dibujaban una constelación específica, el «emú».

La contaminación lumínica elimina la noche y en consecuencia impide la transmisión de esa riqueza a las siguientes generaciones. La desaparición del cielo nocturno «borra la conexión indígena con las estrellas y actúa como una forma de genocidio cultural y ecológico en curso», se lee en un preprint para el Journal of Dark Sky Studies del que Duane es primer autor, Whitening the Sky: light pollution as a form of cultural genocide. Sí, un genocidio cultural. Que no nos dé miedo llamar a las cosas por su nombre.

Martin Pawley. Artigo publicado na sección «La noche es necesaria» da Revista Astronomía, nº 264, xuño de 2021.

luns, 24 de maio de 2021

Sobre a vida e a morte

Publicado a finais do ano pasado pola editorial Kalandraka na súa colección Ágora, Sobre a vida e sobre a morte de Iona Heath merece na miña opinión moita máis atención da que tivo ao longo destes meses, nomeadamente neste contexto pandémico no que as políticas da saúde demostran ser aínda máis esenciais para todas as persoas. O volume compila dous ensaios diferentes, os dous magníficos, da autora, doutora con trinta e cinco anos de experiencia como médica de familia. O primeiro, Xeitos de morrer, diserta de forma lúcida sobre a aceptación, con naturalidade, da morte. Iona rexeita a obsesión contemporánea por negar a morte e relaciónaa coa valoración da vida pola súa extensión e non pola súa calidade e intensidade. Sen a morte, dinos, non habería tempo, nin crecemento, nin cambio, e por iso, en palabras de Sir Thomas Browne, “somos máis felices coa morte do que seriamos sen ela”. Fronte ao desexo dun final rápido e inesperado, Iona Heath reivindica a planificación da propia morte, a posibilidade de deixar os asuntos en orde, de compartir recordos, de despedirse, de perdoar e ser perdoado, de dicir o que debe ser dito. Cada ser humano é único e polo tanto cada ausencia significa que hai ideas e accións que nunca máis serán. Exemplifica isto moi ben unha frase que (seica) se dixeron Matisse e Picasso: “Temos que falar entre nós todo o que poidamos. Cando morra un de nós, haberá algunhas cousas das que o outro endexamais poderá falar con ninguén máis”.

A doutora recoñece a dificultade de detectar o momento en que é imposíbel mellorar a vida do paciente e toca pasar do tratamento ao alivio. Un alivio que precisamos tamén os vivos: os ritos de despedida axudan tanto ou máis aos que fican como aos que van marchar. Trátase de naturalizar a morte, de non fuxir dela, de xerar a serenidade, a dignidade e a paz que sexa posíbel, sen afastar a mirada. Hai que morrer rodeados de amor, preferibelmente na casa, nunca en soidade, sempre con información boa, sempre en contacto honesto cos equipos médicos, revivindo os recordos que completan o relato dunha vida.

O segundo ensaio, O misterio da medicina familiar, é unha monografía preparada grazas a unha bolsa do John Fry Trust para o progreso da atención primaria. O texto de Iona é unha apaixonada celebración da vocación fronte á avaliación mercantil que lle pon un prezo a todo, tamén aos coidados. A consecuencia de exixir a análise das implicacións financeiras das decisións médicas é o exame do “valor financeiro atribuído ao noso traballo, co conseguinte desgaste da vocación”. O resultado é que os pacientes se converten en consumidores con “crecentes expectativas respecto do que teñen dereito a agardar” e os doutores e doutoras pasan a ser “provedores dunha mercadoría”, en prexuízo do sentido orixinal de servizo público. Esa “erosión da motivación profesional e vocacional, e a súa substitución por unha busca que só persegue unha motivación: a recompensa financeira e material” pode ben ser “o legado máis perigoso do thatcherismo”. Ese egoísmo xa é norma, recórdanos a escritora, así que o maior desafío é redescubrir “un senso de vocación e de sociedade”. O conflito entre a función médica de defensa do paciente e a obriga cada día maior de aforro de recursos non ten solución, pois “non é posíbel loitar ao mesmo tempo polo ben individual e polo ben colectivo”, xa que os dous “se basean en principios éticos distintos, e sempre haberá problemas cando os principios colectivos se apliquen ao coidado a título persoal”.

Aínda máis interesante é a diferenciación da autora entre a “enfermidade”, entendida como un feito medíbel con criterios técnicos, fronte a experiencia individual da “doenza”, que abrangue non só a enfermidade en si senón “outras formas de desacougo, coma o cansazo e a infelicidade, o sufrimento e a mágoa”. O éxito da “medicina científica” pon “unha énfase na enfermidade que adoita invalidar a experiencia persoal da doenza” e en consecuencia todas as formas de desacougo e malestar que non encaixan nunha categoría ben definida pola práctica histórica tenden a ser menosprezadas ou ignoradas. Aínda por riba, “moitos doutores e políticos non estiveron moi dispostos a recoñecer o poder e o alcance dos determinantes socioeconómicos respecto dunha mala saúde: o xeito en que o funcionamento da sociedade fai que os seus propios membros non se atopen ben por mor do estrés que xeran a pobreza, unha vivenda precaria, o desemprego, a contaminación e a falta de oportunidades para acadar algo que pague a pena”.

Iona Heath sinala outro perigo adicional: o mito da curación, “a inferencia, a falsa promesa, de que a ciencia ofrece unha cura para cada enfermo e un adiamento indefinido da morte”, que transforma o final da vida nunha sorte de erro que debera ser evitado grazas a unha medicina que parece prometer a inmortalidade. Diso se deriva tamén a crenza no (imposíbel) dereito a unha saúde perfecta, ao alivio inmediato de toda incomodidade e dor física. Aceptar iso non supón que a medicina nos deixe en desamparo, pois “cando non podemos sandar, debemos estar en disposición de axudarlle ao paciente a lle atopar certo sentido ao seu sufrimento”. Trátase, en suma, de comprender plenamente que a enfermidade e a morte son unha consecuencia máis da vida. Nese camiño, o libro de Iona Heath é unha feliz revelación.  

Martin Pawley

xoves, 13 de maio de 2021

Todo comezou pola fin. Dorothy Davenport a.k.a. Mrs. Wallace Reid.

Pode dicirse que para Dorothy Davenport (1895-1977) o camiño da interpretación viña trazado desde o seu nacemento en Boston. A súa nai, Alice Davenport, actuaba nos teatros desde nena e acabou sendo unha presenza regular nas comedias Keystone dos anos 10, compartindo pantalla con Mabel Normand, Roscoe “Fatty” Arbuckle e mesmo o primeiro Chaplin. O pai, Harry Davenport, tamén era actor desde a infancia e tivo unha longa carreira en Broadway; aínda que fixo filmes na época muda, non foi até a década dos 30 e 40 cando se converteu nun secundario habitual en clásicos como The Life of Emile Zola, You Can't Take It with You, Meet Me in St Louis e por suposto Gone With the Wind. Dorothy era unha mociña cando debutou no cinema en 1910, dando inicio a unha traxectoria como intérprete que comprende máis de cen filmes nesa década, case todos, salvo uns poucos, perdidos. Entre os que si se conservan hai unha curta de Griffith, The Golden Supper (1910), mais nela Dorothy non pasa de ser unha figurante; como protagonista podemos vela en A Brave Little Lady (1912). 

A Nestor Film Company á que estaba asociada foi a primeira que estableceu un estudio no barrio de Los Angeles que acabou por simbolizar o cinema americano, Hollywood. A compañía integrouse na Universal en 1912, mais durante uns anos seguiu producindo contidos con esa marca. Foi nesa altura cando Dorothy Davenport coñeceu un actor con feituras de galán chamado Wallace Reid, con quen casou en 1913. En 1917 naceu o seu fillo, Wallace Reid Jr., ocasión que Dorothy aproveitou para afastarse temporalmente do cinema. O marido estaba no seu apoxeo como matinée idol e traballaba para cineastas de éxito coma Cecil B. De Mille, Donald Crisp ou James Cruze. Durante unha rodaxe deste último, The Valley of the Giants (1919), Wallace sufriu un accidente de tren que lle produciu diversas feridas e danos; para soportar a dor sen paralizar a filmación receitáronlle morfina, o que deu inicio a unha adicción con consecuencias tráxicas.

Wallace seguiu facendo películas a un ritmo intenso. A súa dependencia das drogas, combinada co elevado consumo de alcohol, empezaba a pasarlle factura á súa saúde. Gloria Swanson traballou con el nunha adaptación de Arthur Schnitzler dirixida por Cecil B. De Mille, The Affairs of Anatol (1921), e contou moito despois nas súas memorias que a experiencia fora “unha tortura”. En parte porque acababa de parir unha filla (que ademais quería protexer do barullo da prensa contra a vontade do departamento de publicidade, que a presionaba en sentido contrario), en parte por desencontros con Jeanne MacPherson, guionista e persoa con influencia sobre De Mille, mais tamén polo comportamento da súa parella no filme: “Wallace Reid, a estrela masculina, foi unha causa de ansiedade constante para min. Escoitei infinitos rumores de que era un adicto e, aínda que nunca o vin drogarse, o seu comportamento nunca pareceu correcto durante Anatol. Estaba sempre ofrecéndome dar unhas voltas en coche e unha vez enviou o seu axudante ao meu camerino para pedirme unha fotografía. Sempre atopei formas de rexeitalo educadamente, mais transmitíame inquietude”. A partir de escenas non utilizadas na montaxe final a produtora montou outra longametraxe diferente, Don’t Tell Everything, con Sam Wood como director.

Con apenas trinta anos, Reid estaba estragado polas drogas e as recensións dos seus filmes facían notar que o actor estaba moi lonxe das “fazañas atléticas” do seu mellor momento. A situación empeorou tanto que, despois de sufrir un esvaecemento, ingresou nun sanatorio do que non chegou a saír: faleceu o 18 de xaneiro de 1923. A morte de Wallace Reid trouxo á súa agora viúva Dorothy Davenport de volta ao cinema e o seu regreso foi toda unha declaración de intencións: Human Wreckage, un relato sobre os perigos das drogas con Thomas Ince na produción e dirección de John Griffith Wray. Infelizmente, tamén está perdido

Mrs. Wallace Reid presenta The Red Kimona

A intención de Dorothy Davenport, ou, como aparecería acreditada no sucesivo, “Mrs. Wallace Reid”, non foi só a de promover filmes que lidasen con temas sociais, senón participar activamente no debate público sobre esas cuestións con todo o seu empeño. Así sucedeu con Broken Laws, drama con fillo malcriado que acaba matando unha muller, que a actriz e produtora dedicou "ás nais de América, como protesta contra a ilegalidade que devasta a nosa terra e un recordatorio de que o fundamento de toda lei e orde reside na maior das institucións americanas: o fogar". Non coñezo esta película, da que se conserva unha copia na Cinematheque Royale de Bélxica.  A seguinte, The Red Kimona, dirixida por Walter Lang, atrévese cun asunto espiñento, a prostitución. Nos créditos anúnciase que foi feita “baixo a supervisión persoal de Mrs. Wallace Reid”, que ademais aparece xa ao comezo do filme: logo de consultar nunha biblioteca vellos xornais encadernados diríxese directamente á cámara para anunciar que o relato está baseado en feitos reais e que trata dunha muller “que cometeu o pecado de amar de máis”. Esta muller é Gabrielle Darley, unha excelente Priscilla Bonner, que descobre pola súa amiga Clara que o home do que está namorada, Howard Blaine, marchou a Los Angeles para casar. Gabrielle decide ir tras del, atópao nunha xoiería mentres merca un anel de voda e mátao dun disparo. É detida e, mentres agarda sentenza, atopa apoio nunha traballadora do cárcere. O xuízo abre un segundo flashback que repasa a súa xuventude nunha familia da que non recibe moito afecto: nun preciso intertítulo lemos que “Un fogar é calquera lugar onde unha nai sorrí aos fillos. Outros lugares son simplemente casas. Nunha desas vivía Gabrielle”. Howard faille as beiras, ela namórase e asume que os plans que el lle propón son unha oportunidade para fuxir da familia, máxime despois de que o pai lle diga que se hai un pouco de sorte casará e non será unha boca máis que alimentar. Marcha a Nova Orleáns coa promesa dun matrimonio, mais ao chegar comprende que nada é o que parece: o destino é un barrio marxinal e unha das moradoras ao vela pasar di “Outra máis? Teño pena dela”. O seguinte plano é un dos momentos visualmente máis brillantes do filme: vemos a Gabrielle reflectida nun espello vestida de noiva, mais está soñando esperta; estira a man para “tocar” a súa imaxe no espello e inmediatamente a visión da noiva transfórmase na imaxe real, co quimono tinguido a man de vermello que apunta (moi sutilmente) o seu paso á prostitución, arrastrada por un Howard ao que está perdidamente enganchada. Contra prognóstico, no xuízo é declarada non culpábel e a Gabrielle ábreselle unha nova oportunidade. Conta coa axuda dunha muller da alta sociedade, Beverly Fontaine, unha prototípica “reformadora” hipócrita que ve nas súas accións caritativas unha vía para gañar o aplauso social; a película manifesta con rotundidade unha visión crítica desa actitude. Beverly tena na casa como quen ten unha mascota, para lucila ante as amigas e que lle digan o boa que é; mais un plano de Gabrielle tras as reixas dunha xanela revela como, no fondo, o que fixo foi substituír unha prisión por outra. O único consolo é o cariño e a simpatía do chofer da mansión, Terrance O’Day, que aos poucos se namora dela.

Fotogramas de The Red Kimona

Gabrielle intenta cumprir o seu soño de redimirse axudando os demais como enfermeira, mais non consegue traballo porque a recoñecen como a muller do xuízo. O seu pasado perséguea inxustamente por todas partes e visualízase en pantalla en forma de “letra escarlata”. Nun momento de desesperación escríbelle un telegrama a Clara para que lle envíe cartos para regresar ao bordel de Nova Orleáns. “It is tradition that help comes whole-heartedly from the Sisterhood of Sorrow”, lemos noutro intertítulo memorábel, e este é un bo momento para recordarmos que a autora do guión é Dorothy Arzner e polo tanto non é insólita a audacia feminista. Terrence deixa o seu posto como chófer para ir no seu rescate, mais non a atopa: Gabrielle é atropelada por un coche e convalece no hospital mentres el se alista no exército para combater na Grande Guerra. Cando Gabrielle está máis recuperada a epidemia de gripe satura as urxencias e os hospitais precisan man de obra: ela ofrécese a axudar e de inmediato danlle traballo. Mentres frega o piso do hospital, Terrence entra por casualidade; reencóntranse e anovan o seu amor, mais ela dille que antes de casar debe gañar “o dereito á felicidade”. Acordan esperar un polo outro e ela continúa fregando o piso, máis alegre ca nunca. A imaxe da ficción, “as tentacións e loitas desta moderna Magdalena”, fúndese cunha última aparición de Dorothy Davenport, que acaba evocando as palabras do “carpinteiro de Nazaret”, aquelas que convidan a quen estea libre de pecado a tirar a primeira pedra.

É imposíbel sabermos hoxe cal foi o grao de influencia de “Mrs. Wallace Reid” na forma final destes filmes, mais o que é innegábel é que puxo o seu nome e o seu prestixio ao servizo das causas polas que estes avogaban. Fíxoo asumindo todas as consecuencias, que no caso de The Red Kimona até foron xudiciais, pois como a película empregaba o nome real da muller que inspirou a historia a tal Gabrielle Darley demandou a Davenport polo sufrimento que supuxera a exposición pública da súa vida pasada. A acusación tiña en conta dúas circunstancias diferentes: dunha banda unha sorte de “propiedade intelectual” sobre os acontecementos da propia vida, doutra o dereito á privacidade. O tribunal deulle a razón á demandante neste segundo aspecto, no que é un exemplo pioneiro do que agora chamamos “dereito ao esquecemento”.

Non foi até 1929 que Dorothy Davenport se puxo oficialmente detrás da cámara como directora e o resultado, Linda, ofrece moitos elementos de interese máis alá dunha superficie que xa no seu tempo debía parecer out of date, cun personaxe principal, o do título, que podería recordar a unha das heroínas sinxelas de Mary Pickford. O discurso, porén, revélase sorprendentemente moderno. A protagonista, encarnada por Helen Foster, acepta un matrimonio concertado polo pai, un túzaro violento, para protexer a súa maltratada nai. O marido (Noah Beery Sr) está sinceramente namorado de Linda e fai o que pode para facilitarlle a vida, mais é consciente de que ela está sacrificando a súa felicidade. Cando un bo día aparece unha muller que afirma ser a esposa legal do home e nai do seu fillo, Linda decide marchar de casa. Embarazada, fica ao coidado dunha amiga vendedora ambulante. Máis adiante vai á cidade para vivir con outra amiga, profesora, que lle abre as portas dun mundo novo: quere converterse “nunha nai da que o pequeno poida sentirse orgulloso”. Dese mundo novo forma parte un médico (Warner Baxter) a quen xa coñecera antes, mentres vivía no campo, e do que está namorada. O marido, entre tanto, enferma gravemente e cando ela ten noticia diso -e que o da suposta esposa que motivara a súa marcha era unha completa mentira- regresa ao fogar para atendelo e presentarlle o fillo que tiveron: a bondade e a entrega xenerosa son tamén unha manifestación de amor. Mais o marido comprende que o amor dela está noutro sitio e dalgún xeito déixase morrer, sen espaventos, satisfeito co que a vida lle outorgou. O final é asombroso: tras o falecemento del, Linda decide que a casa, símbolo do seu amor absoluto, non pode caer en mans de ninguén que a “profane” e decide prenderlle lume. Así remata o filme, con Linda co fillo en brazos e na compaña outra vez do seu amado médico contemplando como a casa arde.

Linda (1929)

O relato é novelesco, novelesquísimo, mais visto cos ollos de 2021 chama a atención a fonda sororidade que se tece entre os personaxes femininos: no contexto hipermasculinizado dos bosques e os oficios da madeira que serve de escenario, Linda, que se sacrifica pola nai, encontra o apoio e a complicidade incondicional doutras dúas mulleres, a vendedora e a mestra, que a axudan a facerse dona do seu destino fronte as dificultades sen fin. Esa “toma do control” pasa, tamén, pola reivindicación implícita da educación e o progreso persoal. No aspecto formal, o enorme peso que teñen os exteriores naturais danlle ao filme a frescura e a forza típica do mellor cinema mudo deses anos, unha frescura ausente no primeiro cinema falado a causa das limitacións que impuña o rexistro dos sons.

Dous planos de The Road to Ruin

Os seus outros tres filmes como directora foron producións moi baratas de Willis Kent, que se moveu entre os westerns de serie B e os temas sensacionalistas e escandalosos, como o alcoholismo e a drogadicción. Codirixiu con Melville Shyer os dous primeiros, con interese desigual. Sucker Money, de 1933, única ocasión en que asina como Dorothy Reid (nome que máis adiante empregará habitualmente como guionista), é unha moi fraca intriga arredor dun vidente farsante (Mischa Auer) que estafa clientes mediante elaboradas trucaxes que teñen como obxectivo sacarlles o diñeiro. Moito máis valioso é The Road to Ruin (1934), que encaixa totalmente co espírito de adoutrinamento social dos filmes que impulsou na década anterior. A moza protagonista, Ann (outra vez Helen Foster), afástase da súa vida inxenua e virxinal a través do alcohol e as festas, que debuxan o “camiño da ruína” do título. Como bo filme Pre-Code que é o máis fascinante é a habilidade con que se contan cousas “sen contalas”, a maneira en que se apuntan feitos e accións de xeito sumamente elíptico mediante códigos expresivos ao alcance das espectadoras e espectadores contemporáneos. Por exemplo, Ann sae dar unha volta ao lago co mozo, Tommy, túmbanse no campo, el dille que está tolo por ela e bícanse; cando os vemos de novo uns minutos despois ela chora desconsoladamente e el intenta calmala: “please, don’t hate me for... for what’s happened”. Non é preciso dicir que pasou exactamente, igual que non será necesario pronunciar a palabra “aborto” media hora despois, cara ao tráxico desenlace. Ann coñece outro home moito máis canalla, Ralph, “bad news for a girl like you” segundo lle advirte Tommy; unha noite lévaa á casa e válese do alcohol para aproveitarse dela. O descontrol festivo do filme inclúe unha especie de partida de strip-poker (para ser exacto, strip-dice) que acaba coa policía detendo a Ann e a súa amiga Eve, que se manexa con máis habilidade no wild side. Unha funcionaria policial (Dorothy Davenport) ocúpase do seu caso e determina que Ann é unha “sex delinquent”, mentres lle explica á súa compunxida nai que “a xuventude de hoxe precisa máis ca confianza a armadura do coñecemento e a información sexual”. Todo vai a peor: Ann confésalle á súa amiga que “ten un terríbel problema”, eufemismo que significa claramente que está embarazada, e Eve convéncea de que debe falar con Ralph. O encontro con Ralph é outro prodixio de como evitar termos incómodos: a escena comeza con ela angustiada dicindo que “non podería” e el respondendo que é a única saída, pois non pode casar con ela xa que “non está libre”. É o propio Ralph quen a leva ao doutor que interromperá o embarazo, mais como resultado Ann cae enferma de forma fatal, sen posibilidade de recuperación a causa dunha “operación torpe e insalubre, agravada por un tremendo shock”. O aborto é o asunto central sen necesidade de pronunciar a palabra, igual que sucedía noutra alfaia Pre-Code, Men in White (Richard Boleslawski, 1934).

Aínda mellor é a última película de Dorothy como directora, de novo en solitario, a sensacional The Woman Condemned, na que pasan tantas cousas que se pestanexas perdes algún xiro de guión. Ver a película (de só 66 minutos) leva moito menos tempo que contar o seu argumento, e ademais é imposíbel poñelo por escrito sen que pareza completamente disparatado, co cal non vou perder tempo intentándoo. O grandioso é a desvergonza coa que se enreda a trama sen a máis mínima preocupación pola verosimilitude, a capacidade de Mrs. Wallace Reid para construír atmosferas de serie negra e sacar proveito dos exteriores nocturnos e urbanos, os fascinantes relatos dentro do relato, como o marabilloso bloque no tribunal nocturno coa súa fauna de comerciantes sen licencia, condutoras temerarias e prostitutas, e tamén, last but not least, a encantadora parella que forman Richard Hemingway e Claudia Dell, que a xulgar por este filme merecían unha carreira cinematográfica bastante máis vigorosa da que tiveron. O mesmo vale para Mrs. Wallace Reid, que non dirixiu outras películas aínda que se mantivo en activo como produtora e sobre todo como guionista até os anos 50. Merecía máis, moito máis. Ela e o cinema americano. Hollywood sería outro se non expulsara a tantas Dorothys dos postos de dirección.

Martin Pawley. O artigo pode lerse en español no sitio web de Roger Koza, Con los ojos abiertos.

sábado, 1 de maio de 2021

La noche está barrida de la Tierra

La luz que refleja el conjunto de objetos en órbita puede haber eliminado ya en todo el planeta la oscuridad ideal que se exige para los observatorios astronómicos.

* * *

El 2 de abril de 1851 el catedrático de Química de la Universidad de Santiago de Compostela Antonio Casares Rodríguez hizo el primer ensayo público en España de luz eléctrica con arco voltaico. El escritor Armando Cotarelo Valledor narró la experiencia en La chispa mágica, un simpático relato breve de 1923. “De súbito, en silencio, como obra de espíritus, una luz blanquísima y potente había surgido en el aire y estaba allí inmóvil, sobrenatural, alumbrando con rayo lívido el claustro entero (…) La claridad permitía leer fácilmente una carta a cincuenta pasos de distancia”. Tal es la admiración que en el cuento un personaje dice con entusiasmo una frase que hoy suena premonitoria: “¡La noche está barrida de la Tierra!”.

A la contaminación producida por la iluminación artificial debemos añadirle ahora la ocasionada por el conjunto de objetos en órbita. Nos abrió los ojos un artículo coescrito por Miroslav Kocifaj, František Kundracik, John C. Barentine y Salva Bará en el Monthly Notices of the Royal Astronomical Society, The proliferation of space objects is a rapidly increasing source of artificial night sky brightness. Es bien conocido que los satélites más grandes se observan en el cielo nocturno como un punto de luz que se mueve a gran velocidad al reflejar hacia la Tierra la luz solar. El inicio del despliegue de la primera megaconstelación de satélites, la Starlink de Elon Musk, a la que se sumarán varias otras, sembró en 2019 la inquietud: la posibilidad real de que se vieran a la vez docenas de trazos luminosos alentó intentos de negociación con las grandes corporaciones para reducir la reflectividad de los satélites y paliar en parte el impacto sobre las observaciones de gran campo (otro asunto, no menor, es el efecto de las megaconstelaciones en la radioastronomía).

Gráfico de "Orbital Debris - A Technical Assessment", 1995, National Research Council, EEUU

Los autores del artículo se plantearon otro problema. Cualquier cuerpo en órbita, por pequeño que sea, refleja luz hacia la superficie terrestre, aunque no podamos detectarlo de forma individual, igual que no vemos una por una las estrellas que forman el reguero de la Vía Láctea. Y el número de cuerpos en órbita es inmenso: según las estimaciones elaboradas ¡en 1995! por el estadounidense National Research Council había entonces unos cientos de objetos con dimensiones de uno o varios metros, pero eran ya millones las piezas con tamaños de milímetros y bastantes billones, con b, los restos con diámetros de micras. El brillo difuso conjunto o “skyglow” que generan parece haber alcanzado las 20 μcd/m², lo que supone un incremento del 10% respecto del brillo nocturno causado por las fuentes naturales de luz, que coincide, curiosamente, con el valor crítico que marcó la Unión Astronómica Internacional en 1979 como límite que no debería superarse nunca en los observatorios astronómicos. Si los resultados preliminares del estudio se confirman, ningún lugar de la Tierra tendría ya un cielo naturalmente oscuro. Somos la generación que acabó con la noche.

Martin Pawley. Artigo publicado na sección «La noche es necesaria» da Revista Astronomía, nº 263, maio de 2021.