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We Don't Need a Map (Warwick Thornton, 2017) |
Que las constelaciones lleven oficialmente denominaciones de marcado carácter eurocéntrico no debe hacernos olvidar que todos los pueblos a lo largo de la historia encontraron en el firmamento nocturno una fuente inagotable de inspiración. Nunca es tarde para desprenderse de las pesadas ropas del colonialismo y aceptar que el conocimiento del cielo no fue nunca un patrimonio exclusivo de los hombres blancos. El esfuerzo de la IAU por abrir la nomenclatura de objetos astronómicos a otras tradiciones culturales es un paso valioso en favor de la diversidad, gracias al cual ahora tenemos estrellas que se llaman Belel, Inquill, Chaophraya o Karaka.
Duane W. Hamacher es profesor de la Universidad de Melbourne. El patrimonio inmaterial asociado al cielo oscuro es su principal campo de estudio y, como es natural, tiene un especial interés por la astronomía de los pueblos aborígenes australianos. Hace al menos 40 000 años que llegaron a Australia las primeras mujeres y los primeros hombres y durante ese tiempo, y hasta la colonización británica hace poco más de dos siglos, se diversificaron para formar trescientos grupos lingüísticos. Eran cientos de maneras diferentes de entender el mundo y de interpretar el paisaje, también el paisaje estrellado, más aún si tenemos en cuenta que la mayoría eran pueblos nómadas que vivían de la caza y la recolección, así que necesitaban conocer las variaciones estacionales y la pluralidad de recursos asociada a cada época. Escribí la frase en pasado, «eran», porque la invasión europea del siglo XIX arrasó con muchísimas de esas culturas ancestrales. Pero algunos pueblos –Yolngu, Wardaman– sobreviven y preservan sus idiomas y tradiciones originales y a través de sus canciones, relatos, obras artísticas y ceremonias sabemos más de la astronomía aborigen. Hay evidencias de que tres grupos reconocieron que los eclipses solares se producían por la conjunción del Sol y la Luna. O encontraron que había alguna relación entre las fases lunares y las mareas, y que el movimiento de los planetas era claramente distinto del de las estrellas. Además, sabían determinar los puntos cardinales, pues en ciertas culturas el emplazamiento de un sitio ceremonial o de un enterramiento obedecía a orientaciones concretas. En sus espectaculares cielos no contaminados, la Vía Láctea no era esa mancha que hoy nosotros imaginamos más que vemos, sino una región bien definida con zonas claras y zonas oscuras que dibujaban una constelación específica, el «emú».
La contaminación lumínica elimina la noche y en consecuencia impide la transmisión de esa riqueza a las siguientes generaciones. La desaparición del cielo nocturno «borra la conexión indígena con las estrellas y actúa como una forma de genocidio cultural y ecológico en curso», se lee en un preprint para el Journal of Dark Sky Studies del que Duane es primer autor, Whitening the Sky: light pollution as a form of cultural genocide. Sí, un genocidio cultural. Que no nos dé miedo llamar a las cosas por su nombre.
Martin Pawley. Artigo publicado na sección «La noche es necesaria» da Revista Astronomía, nº 264, xuño de 2021.
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