luns, 26 de agosto de 2024

Más estrellas que en el cielo. Historias sobre cine y planetarios.

A lo largo de la historia del cine los planetarios están presentes en un buen número de títulos como escenario perfecto para el conocimiento científico, para encuentros románticos e incluso para algún asesinato.

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Rebel without a cause (Nicholas Ray, 1955)

Uno de los clásicos fundamentales del cine americano, Rebelde sin causa de Nicholas Ray, podría haber sido una película de serie B hoy olvidada. El psicólogo Robert M. Linder publicó en 1944 el libro Rebel Without A Cause: The Hypnoanalysis Of A Criminal Psychopath, en el que a través de técnicas de hipnosis y psicoanálisis pretendía descubrir los episodios cruciales en la vida de un «joven criminal» y reconstruir «la historia mental de una desconcertante personalidad anormal desde su más tierna infancia y una preadolescencia pervertida e infractora de la ley hasta su juventud en un ambiente penitenciario». La Warner Bros adquirió los derechos para el cine atraída por el sugerente título y seguramente con la convicción de que podría servir como material de base para otra película más sobre un asunto, el vandalismo y la delincuencia juvenil, que en la década de los 50 generó iconos como el Marlon Brando motero de Salvaje (The Wild One, László Benedek, 1953) o el éxito de Semilla de maldad (Blackboard Jungle, Richard Brooks, 1955), que llevó al número uno de las listas musicales el «Rock around the clock» de Bill Haley & His Comets y dio carta de reconocimiento al rock como género de referencia para la audiencia teenager. Con todo, los preparativos no auspiciaban grandes números; iba a ser una pequeña producción en blanco y negro protagonizada por un trío de intérpretes poco o nada conocidos, un chico llamado James Dean y dos adolescentes de 16 años, Natalie Wood, en la gran pantalla desde niña, y Sal Mineo. Sucedió que durante el rodaje, en la primavera de 1955, se estrenó en salas Al este del Edén (East of Eden, Elia Kazan, 1955), que convirtió de repente a James Dean en una estrella emergente, tanto que el jefe del estudio, Jack Warner, ordenó reiniciar el rodaje para hacer una película en color. El póster final destacaría el nombre y la imagen imperecedera de Dean con la cazadora roja, pero además días antes del estreno el actor tuvo el accidente de coche que acabó con su vida. El nacimiento del mito James Dean corre paralelo a la difusión de Rebelde sin causa, un filme que supo captar el inconformismo, el desencanto y la alienación adolescente en el contexto del apogeo económico de los Estados Unidos después de la II Guerra Mundial.

Rebel without a cause (N. Ray, 1955)
El eterno drama íntimo de «hacerse mayor» se vuelve, en la película, literalmente universal. El primer día de clase en el instituto, Jim Stark (el personaje de Dean) ve el aviso de una visita al planetario mientras Plato (Sal Mineo) lo observa de reojo a través del espejo de su taquilla, en cuya puerta hay pegada una foto del actor Alan Ladd, un detalle sutil que apunta al mismo tiempo su homosexualidad y la necesidad de un referente paternal y protector. El planetario es el Griffith de Los Ángeles, un edificio visto docenas de veces en las pantallas. El profesor que guía la sesión muestra en la cúpula Orión, Cáncer y Tauro, constelaciones inmutables en relación con los tiempos humanos. Su discurso, un tanto tremendista, apunta la futura destrucción del planeta en una explosión de gas y fuego ilustrada con ruidosos efectos. «En toda la inmensidad del universo y las galaxias más alejadas, nadie echará de menos la Tierra. A través de la infinidad del espacio, nuestros problemas parecen triviales e ingenuos, de hecho. Y el ser humano, solo en su existencia, parece en sí mismo un episodio con escasas consecuencias». Cuando concluye la sesión, Jim avisa a Plato, que está escondido entre los asientos: «Ya terminó. Se acabó el mundo»; a lo que aquel responde «Qué sabrá ese [el profesor] sobre la soledad del ser humano». En el exterior habrá luego una pelea con navajas que derivará en una carrera de coches con desenlace fatal. Y transcurrirá también en el planetario Griffith el clímax de la película, un final trágico que hace explícita la tan quimérica como necesaria búsqueda de afecto y ternura aún en un entorno cruel.

Death from a Distance (Frank R. Strayer, 1935)
En mi columna de noviembre de 2023 (Astronomía, n.º 293) ya conté como lo que hoy entendemos por planetario es una idea que nace del propio cine, pues supuso apostar por la proyección de puntos de luz sobre una pantalla (en este caso, semiesférica) frente a otro tipo de modelos mecánicos. Además de ese vínculo original, la relación entre los planetarios y el cine puede explorarse a través de la presencia de planetarios en las películas, y sin duda Rebelde sin causa es el ejemplo más sobresaliente, pero no el único. Un repaso no exhaustivo podría empezar veinte años antes, una época en la que los «teatros de las estrellas» proliferaban por Europa pero aún se contaban con los dedos en los Estados Unidos. Death from a Distance (Frank R. Strayer, 1935) comienza con la lección magistral de un científico bajo una cúpula para indicar la posición de la constelación del Boyero, «con la forma de una cometa», y en ella la estrella Arcturus, que podemos localizar tomando el Carro como referencia (proyectando la línea curva que va de Megrez a Alkaid hasta encontrar una estrella brillante). Mientras explica que la luz de Arcturus tarda unos 40 años en llegar hasta nosotros, un primer plano muestra una pistola y se escucha un disparo. La sesión se interrumpe con el natural tumulto entre los asistentes y en pocos segundos descubrimos en un asiento el cuerpo muerto de la víctima de la bala. En el cine un planetario puede ser, en efecto, el lugar de un crimen.

Crónica de un amor (Antonioni, 1950)
Uno de los cineastas más influyentes del cine europeo fue el italiano Michelangelo Antonioni, figura esencial de la modernidad que en una misma década, la de los 60, ganó el Oso de Oro en Berlín, el León de Oro en Venecia y la Palma de Oro en Cannes. Su primer largo fue Crónica de un amor (Cronaca di un amore, 1950), que contiene una escena en la que la pareja formada por Lucia Bosé y Massimo Girotto accede al Planetario de Milán; de fondo el guía explica que el número de estrellas visibles es menor de lo que se pueda imaginar, «3000, 3500, en total». Es curioso ver, en esta y otras películas, cómo era la disposición del público, aquí con sillas de madera movibles que permiten diferentes configuraciones. Fue para mí una inmensa sorpresa descubrir Prisionera por su pasado (The Company She Keeps, John Cromwell, 1951). La protagonista (Jane Greer) es una mujer que sale de prisión en libertad condicional y encuentra trabajo en un hospital gracias a la mediación de la trabajadora social que lleva su caso (Lizabeth Scott). La primera carga con el miedo y las dudas sobre hasta qué punto puede reintegrarse en sociedad sin que su paso por la cárcel vuelva sobre ella constantemente como una mancha imposible de eliminar; en su frustración, y con cierto ánimo de venganza depositada en la destinataria equivocada, seduce al novio de la segunda (y se acaba  enamorando de él, el actor Dennis O’Keefe). Lo importante, sin embargo, no es el novelesco triángulo amoroso, sino la inquebrantable sororidad de la agente de la condicional y la firme convicción de que toda persona merece una segunda oportunidad, sean cuales sean sus errores y culpas. Uno de los destinos de paseo de la pareja en Los Ángeles es el «planetario municipal», donde se les muestra «el cielo como lo vieron Cleopatra y Marco Antonio mientras surcaban el Nilo en la barcaza real una noche de hace dos mil años». El conductor de la sesión se despide de la audiencia diciendo, con ironía, «good morning» (buenos días), un saludo idóneo después de pasar minutos bajo las estrellas que debería convertirse en costumbre.

The Company She Keeps (John Cromwell, 1951)

El planetario como sitio de encuentros románticos reaparece en otros títulos. En Manhattan (1979) el actor y director Woody Allen se refugia junto a Diane Keaton en el Hayden de Nueva York para evitar una tormenta imprevista en Central Park. Prosiguen su conversación mientras caminan entre reconstrucciones de escenarios astronómicos. «Mira, ahí está Saturno. Saturno es el sexto planeta desde el Sol. ¿Cuántos satélites de Saturno puedes nombrar?», pregunta Keaton en voz alta, para iniciar una enumeración: Mimas, Titán, Dione, Hiperión... «Yo no puedo decir ninguno. Afortunadamente no salen en mis conversaciones», responde Allen, que añade «Nada que merezca la pena conocer puede entenderse con la mente. Todo lo que de verdad es valioso debe entrar por una abertura distinta, si me permites el uso de este asqueroso lenguaje figurado». En su discurso afirma que ella tiende a ser racional: «Confías demasiado en tu cerebro. Yo creo que el cerebro es el órgano más sobrevalorado». Visto con la perspectiva de los años es posible que, en efecto, hayamos sobrevalorado demasiado el cerebro (de Woody Allen). Más recientemente, Ryan Gosling y Emma Stone aprovechaban el crepúsculo para acercarse al Griffith Planetarium y celebrar su amor con un baile de fantasía celeste en La La Land (Damien Chazelle, 2016). 

Endless Love (Franco Zeffirelli, 1981)
También hay pareja enamorada, Martin Hewitt y una aún adolescente Brooke Shields, en Amor sin fin (Endless Love, 1981), una película de Franco Zeffirelli que vendió casi un millón de entradas en España. Al inicio hay una visita educativa al museo de ciencias. «Es asombroso pensar en los cientos de miles de millones de estrellas esparcidas en un volumen de espacio infinito, demasiado vasto como para que la mente humana lo comprenda. En la antigüedad el hombre creía que las estrellas eran dioses mitológicos, pero ahora sabemos que son los centros brillantes de sus propios sistemas. Nuestras vidas parecen pequeños granos de arena comparadas con la inmortalidad de las estrellas», declama el narrador. «Da miedo, es como pensar en morir», dice Brooke Shields. «¿Qué harías si yo muriese?», pregunta. «Moriría, yo también moriría», responde el novio, un primer gesto de obsesión romántica en una película que ahora es fácil reconocer como el retrato de una relación tóxica. Aún más inquietante era Carol Kane como una joven no precisamente sana que se divertía torturando primates de distinto tipo, incluida su hermana astrónoma (Lee Grant), en la perturbadora The Mafu Cage (Karen Arthur, 1978), que utiliza, una vez más, el Griffith como escenario.

The Mafu Cage (Karen Arthur, 1978)

Local Hero (Bill Forsyth, 1983)
«Virgo está muy alto en esta época del año. Destaca mucho en el cielo de Escocia ahora mismo. Quiero que vigile Virgo por mí». Eso le decía Burt Lancaster a Peter Riegert en Un tipo genial (Local Hero), dirigida por Bill Forsyth en 1983, película que alcanzó cierta popularidad y hoy no muestra más elementos para el recuerdo que la banda sonora de Mark Knopfler. Lancaster era un millonario petrolero que enviaba a un remoto pueblecito escocés a un ejecutivo (Riegert) para facilitar la construcción de una refinería. Su curiosidad astronómica le llevaba a pedirle que prestase atención a la constelación de Virgo porque en ella iba a pasar algo importante que llevaba esperando meses, «algo inusual, puede ser una nueva estrella, o incluso una estrella fugaz», mientras manipulaba botones en un cajón para hacer aparecer un pequeño proyector de planetario en su despacho. «¿Sabes lo que es un cometa, no?», continuaba, añadiendo una capa más de confusión cósmica al misterio de Virgo. Al menos le daba buenas indicaciones para situar la constelación: «Busca la Osa Mayor, el Carro, no tiene pérdida».

Camille Redouble (Noémie Lvovsky, 2012)
La transformación digital que se generalizó en la segunda década del siglo XXI se hace explícita en Mamut (Mammoth, 2009) de Lukas Moodysson, en la que una cría y la niñera filipina que la cuida asisten en un planetario contemporáneo a una de esas películas aparatosas llenas de estímulos innecesarios. Más interesante es la comedia francesa Camille Redouble, dirigida en 2012 por Noémie Lvovsky, que encarna además a una mujer de 40 años que vuelve a la época en que tenía 16. En una clase en el planetario escucha hablar a un profesor, encarnado por el siempre excelente Denis Podalydès, sobre la dimensión temporal del universo. La luz de Andrómeda tarda dos millones de años en llegar a la Tierra. La de las galaxias más distantes, miles de millones de años, y «cuánto más lejos observamos en el espacio, vemos más y más atrás en el pasado». En busca de explicaciones para su extraordinaria regresión a la adolescencia, Noémie le pregunta a Denis si es posible viajar al pasado. «Ah, no, no», responde, mientras enciende un mechero y se va apartando de ella. «Imagina que esta llama está lejos, lejos, lejos, muy lejos, muy lejos… Esa luz tarda mucho tiempo, mucho, mucho tiempo en alcanzarnos. Nosotros estamos aquí aunque la llama ya se apagó. El pasado pasó. No se puede visitar. Ya no existe»

Beyond Gravity (Garth Maxwell, 1989)

Dejé para el final uno de mis filmes con planetario preferidos, el sensacional mediometraje neozelandés de Garth Maxwell Beyond Gravity (1989), que cuenta la relación romántica y sexual que surge entre Richard, un chico fascinado por la astronomía (Robert Pollock), y Johnny, un italiano hedonista y sin complejos (Iain Rea). La película comienza en el planetario del War Memorial Museum de Auckland, lo que nos lleva, por fin, al cielo del hemisferio sur y a oír, incluso, referencias a la contaminación lumínica. «En el centro de la sala», se escucha en off, «hay un instrumento con el que creamos la ilusión de los cielos nocturnos. La cúpula sobre nuestras cabezas se convertirá en nuestro cielo nocturno. En un momento dado, este complicado instrumento proyectará las estrellas y los planetas. Al empezar, el Sol se pone y vemos los últimos trazos del crepúsculo. Vamos a bajar la iluminación. La Cruz del Sur está justo encima. Con la Cruz localizamos los dos punteros, Alfa Centauri y Beta Centauri. Pero ¿qué pasa con el resto de las estrellas? El cielo se hace más y más oscuro. Nos alejamos de la contaminación y de las luces de la ciudad hacia donde el cielo es oscuro, muy oscuro. Y, allí… estrellas, miles de estrellas».

El «complicado instrumento» en cuestión no es, esta vez, un planetario Zeiss, sino un modelo diferente diseñado por Armand Spitz (1904-1971). Nacido en Filadelfia, EE. UU., trabajó primero como periodista hasta que se apasionó por la astronomía y reorientó su vida como conferenciante y divulgador. Como colaborador del planetario de Filadelfia se convenció de que era necesario crear un modelo de proyector más sencillo y accesible. En 1947 inventó el Spitz Model A, con forma de dodecaedro compuesto por chapas de metal planas agujereadas para lanzar a la cúpula los haces de luz de una lámpara interna. Era un sistema más tosco que los primeros Zeiss de los años 20, pero muy barato de producir; en el libro de William Firebrace Star Theatre. The Story of the Planetarium, fundamental para cualquier persona interesada en la historia de la proyección de estrellas, se dice que su modelo A se vendía por 500 dólares, lo cual favoreció la popularización de su sistema entre escuelas, universidades y sociedades astronómicas, hasta el punto de que solo en su país llegó a haber en los años sesenta más de trescientos planetarios. Incluso comercializó un modelo infantil, una esfera de 18 centímetros a 15 dólares de la que vendió más de un millón de ejemplares. El que vemos en Beyond Gravity es un modelo superior, el A2, que en la actualidad se encuentra en un centro de astroturismo en Kuautunu, Nueva Zelanda.

Con el paso de los años Spitz diseñó sistemas tecnológicamente más avanzados que renunciaban al emblemático dodecaedro original. Uno de esos fue el «Modelo B» que se instaló en el Planetario de Montevideo, inaugurado el 11 de febrero de 1955, y que se mantuvo en uso hasta 2017. En la primavera de ese año lo visitó el profesor de instituto ya jubilado y siempre inspirador divulgador científico Ramón Vilalta López, gallego nacido en Uruguay que tiene en esa sala el planetario de su infancia. Cuenta en su libro Días de memoria e metáforas que se encontró con el centro municipal en obras, pero la amabilidad del funcionario que allí trabajaba le permitió acceder para ver de nuevo y fotografiar el histórico aparato, entonces el más antiguo del mundo en activo. Desde diciembre de 2019 Montevideo cuenta con un sistema digital así que el Spitz ya no se utiliza regularmente, pero se sigue conservando operativo como notable objeto patrimonial.

Martin Pawley. Publicado orixinalmente no número 297, de marzo de 2024, da revista Astronomía. Para a mesma revista foi escrito estoutro artigo sobre o cinema e a astronomía: "Todo lo que el cielo permite. Cine y astronomía".

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