Para su generación el cine fue un refugio en tiempos oscuros, una ventana al mundo y la opción de entretenimiento más accesible. ¿Qué supuso para usted en su infancia y adolescencia?
Nací en 1951 en un pueblo de Guipúzcoa, Asteasu, y viví allí durante toda mi infancia, hasta los primeros sesenta. La sala de cine más cercana, en Villabona, quedaba a cuatro kilómetros. Algunos domingos, después de cantar las Bezperak (“Vísperas”) en la iglesia, cogíamos las bicicletas y marchábamos allá a ver la película que tocara. La experiencia era extraordinariamente intensa, porque en todos los asuntos de la vida la intensidad depende del contraste y de la sorpresa. Pasar de las salmodias y los cantos en latín, y de un viaje de media hora por el vallecito verde que unía Asteasu con Villabona, a las imágenes de Helena de Troya o de Los vikingos me causaba una gran impresión. Porque, además, yo era, en el mejor sentido de la palabra, un aldeano. No era como los niños que en ese momento vivían en Tolosa o en San Sebastián, que empezaban a ver películas con cuatro o cinco años y se hacían “intelectuales” antes de llegar a los doce. “¡Helena de Troya, tu nombre quedará grabado con letras de fuego!”, decía alguien en la película de Robert Wise, y eso mismo me ocurría a mí con lo que veía y oía en aquella sala de cine, que por cierto se llamaba Gurea. Por esa razón me acuerdo de la frase, como también del halcón del vikingo más temible, Kirk Douglas. En ese sentido el cine no fue un refugio. En el vallecito verde los tiempos no me parecían oscuros. Sí fue en cambio una ventana a la historia del mundo, a unas formas de vida tan diferentes a la mía que, literalmente, me dejaban deslumbrado (...)
Martin Pawley. Entrevista completa a Bernardo Atxaga no número 186, de marzo de 2024, da revista Caimán Cuadernos de Cine, dispoñíbel nos quioscos dende o 23 de febreiro.
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