Las armonías Werckmeister (Béla Tarr, 2000) |
Estamos casi a medianoche en un bar decrépito. Valuska, el más joven de los presentes, es el rostro mismo de la inocencia, de la bondad frágil condenada a ser siempre víctima de los zarpazos del mal. Como todos los días, le piden que escenifique "un gran acontecimiento producido por el movimiento de los cuerpos celestes". Como todos los días, Valuska elige a los actores de su representación entre los clientes habituales del bar, a esa hora ya algo borrachos. Uno hará del Sol, otro será la Luna y un tercero interpretará el papel de la Tierra. El que encarna al Sol abre y cierra las manos simulando que emite rayos de luz. A su alrededor da vueltas la Tierra, y en torno de esta gira torpemente la Luna. Valuska declama un discurso hermoso e ingenuo: en un momento dado en el Sol asoma una pequeña mordedura que va creciendo poco a poco hasta llegar a ocultarlo por completo. El aire se enfría, el cielo se oscurece, aúllan los perros y los pájaros vuelan a sus nidos, confundidos y perplejos. Se hace el silencio. Todo lo que vive está quieto. Es un eclipse total.
Es la primera secuencia de una película repleta de momentos apabullantes, Las armonías Werckmeister, adaptación de un texto de László Krasznahorkai convertido en una obra maestra, otra más, por el cineasta húngaro Béla Tarr, uno de los creadores capitales del último medio siglo. Mi eclipse favorito del cine es una representación hecha con cuerpos del mayor fenómeno que podemos experimentar en nuestro planeta. Pero este artículo va en busca de fenómenos reales, no de simulaciones. Y el eclipse por excelencia del cine nos conduce a otra taberna, hace casi dos mil años.
No son pocas las películas con un eclipse en su trama, que casi siempre se resuelve con trucajes o imágenes de archivo. Hay uno al principio de 1280 almas de Bertrand Tavernier, que traslada una novela negra de Jim Thompson al Senegal de 1938: unos niños juegan al aire libre, el Sol se oculta y Philippe Noiret enciende una hoguera para que no pasen frío. Hay otro en una joya eslovaca de Stefan Uher, Slnko v sieti (El Sol en la red, 1963), un hito de las nuevas olas del este que nos recuerda que conviene revisar permanentemente la historia del cine en toda su diverdad. En la más reciente Dead Body Welcome (2013) el holandés Kees Brienen se vale de un trágico episodio personal: de viaje a la India para ver un eclipse con un amigo descubre al llegar que este ha fallecido. La película reconstruye esta experiencia desde la ficción; el viaje se convierte en una despedida al amigo muerto y en ese proceso un eclipse real cumple un papel elegíaco. La memoria de un ser querido se percibe también en Polly One y Polly Two, díptico experimental de Kevin Jerome Everson dedicado a su abuela Bertha, fallecida el día anterior al eclipse americano del verano de 2017. El interés del autor de Mansfield (Ohio, EEUU) por la textura de las imágenes en 16 mm del fenómeno se extiende a un tercer corto, Condor, filmado en la costa de Chile durante el eclipse de julio de 2019.
L. Cohen (James Benning, 2018) |
Pocos creadores han utilizado tan bien el paisaje como el matemático reconvertido en cineasta James Benning (Milwaukee, EEUU). En sus películas más marcadamente contemplativas, obras tan fascinantes como 13 Lakes, Ten Skies o RR, extiende la duración del plano para constatar los delicados movimientos en la naturaleza y los cambios de luz y examinar el paisaje como función del tiempo. Fiel durante décadas al soporte fílmico, su salto en 2009 al vídeo de alta resolución le permitió jugar además con la manipulación digital para producir nuevas maravillas como Small Roads. Como era de esperar, no desaprovechó la oportunidad de grabar el eclipse de 2017 en una granja de Oregon en L. Cohen, 45 gloriosos minutos que revelan el placer de mirar y escuchar.
Artista visual mundialmente reconocida sobre todo por su trabajo en 16 mm, la inglesa Tacita Dean se propuso filmar el eclipse total de Sol del 11 de agosto de 1999 también en una granja. El día amaneció cubierto de nubes, así que la película final, Banewl, habla no tanto del encuentro entre la Luna y el Sol como de la experiencia de vivir ese encuentro en ese ambiente campestre, al ritmo plácido de las vacas que se adueñan de la pantalla mientras la luz cae. Los eclipses vuelven a estar presentes en dos trabajos posteriores pensados como instalaciones de museo,El eclipse más largo del siglo XXI fue el del 22 de julio de 2009 y el estadounidense J. P. Sniadecki lo vivió en Shanghái, China, donde entonces vivía. Lo que quiso retratar el cineasta, antropólogo y profesor de documental en la Universidad Northwestern de Chicago no fue el fenómeno astronómico sino su efecto sobre un moderno (y colosal) entorno urbano. En The Yellow Bank la cámara se desliza por el río Huangpu, que separa el centro histórico de la ciudad del distrito financiero y comercial de Pudong, y observa como las luces artificiales de los edificios y las pantallas rompen el avance de la oscuridad natural.
The Yellow Bank (J. P. Sniadecki, 2010) |
El ambiente humano que rodea a un eclipse alimenta un corto de 1999 del legendario Chris Marker, E-clip-se, y otro estrenado en 2019 de la francesa afincada en Lisboa Maureen Fazendeiro, Sol negro, con imágenes de una actividad pública durante un eclipse parcial en el Observatorio Astronómico de Lisboa. Añado un último eclipse también de 2019, el del corto Umbra de los alemanes Florian Fischer y Johannes Krell, que muestra además dos efectos ópticos: el Sol multiplicado en el suelo al atravesar sus rayos los huecos entre las hojas de los árboles, que actúan como una cámara oscura (el llamado “efecto pinhole”, del que también se valió Adele Horne en The Image World, de 2008); y un “espectro de Brocken”, la sombra agrandada de una persona proyectada sobre las nubes en dirección opuesta al Sol, grabado en la montaña que le da nombre.
Más estrellas que en el cieloFotogramas de Epilogue (Jordan Belson, 2005) |
Picture of light (Peter Mettler, 1994) |
En Apocalypto de Mel Gibson hai un eclipse.
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