martes, 2 de maio de 2023

El mito de la caverna

Diversos experimentos de aislamiento extremo ayudaron al progreso de la cronobiología.

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«En 1961 descubrimos un glaciar subterráneo en los Alpes, a unos setenta kilómetros de Niza. Mi idea inicial era preparar una expedición geológica y pasar unos quince días bajo tierra estudiando el glaciar, pero un par de meses después me dije: Bien, quince días no son suficientes, no veré nada. De modo que decidí quedarme dos meses. Y luego me vino esta idea, que se convirtió en la idea de mi vida. Decidí vivir como un animal, sin reloj, en la oscuridad, sin saber la hora». El espeleólogo francés Michel Siffre describía así en una entrevista con el periodista Joshua Foer la radical experiencia por la que pasó a la historia. Tenía 23 años y se propuso pasar sesenta días recluido en una cueva subterránea a cien metros de profundidad, convirtiendo la exploración geológica del lugar en, sobre todo, un estudio de la percepción y la expresión del tiempo. Siffre enviaba una señal al equipo de apoyo en el exterior para indicar cuándo se levantaba, cuándo comía y cuándo se acostaba; además, comunicaba su pulso cardíaco y realizaba una ingeniosa prueba psicológica que consistía en contar de 1 a 120 intentando mantener un ritmo de un número por segundo. No recibía ningún mensaje desde fuera que le permitiese tener alguna noción temporal, así que todas sus acciones venían marcadas por sus deseos o impulsos, no por ritmos celestes ni sociales. Sin el reajuste permanente que induce el ciclo solar de días y noches se impone el reloj humano interno y el uso del tiempo inevitablemente se altera. Siffre entró en la cueva el 16 de julio de 1962; cuando el 14 de septiembre le dijeron que el experimento había terminado, se quedó perplejo: él pensaba que aún era 20 de agosto y que le quedaba casi otro mes por delante. En el ejercicio rutinario de contar hasta 120 llegó a tardar hasta cinco minutos.

Uno de los padres de la cronobiología, el alemán Jürgen Aschoff, promovió experimentos equivalentes con cientos de personas voluntarias valiéndose de un búnker abandonado de la Segunda Guerra Mundial, reconvertido en laboratorio para el estudio de los ritmos circadianos. Años y años de registro sistemático de múltiples variables fisiológicas en esas condiciones de aislamiento sirvieron para demostrar la existencia de ritmos endógenos para la alternancia sueño/vigilia o las variaciones de temperatura. En esa situación de «ritmo libre» (free running), sin referencias astronómicas, el reloj interno humano define «días» ligeramente por encima de 24 horas.

Relata esta historia, y muchas otras, Emilio Sánchez Barceló, Catedrático de Fisiología ya jubilado, en el delicioso librito Ocho hitos en la historia de la cronobiología (Ediciones Universidad de Cantabria), que se suma a su imprescindible Hicimos la luz… y perdimos la noche, cuya segunda edición revisada y mejorada con ilustraciones a todo color está ya en librerías. Tengo el honor de contribuir a esta edición con un prefacio titulado Salvemos la noche. Urge que lo hagamos, también por nuestra salud.

Martin Pawley. Artigo publicado na sección "La noche es necesaria" da Revista Astronomía, número 274, abril de 2022. 

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