En la vecindad de nuestra estrella en formación había muchos otros escombros a diferentes distancias. Poco a poco se fueron apelotonando para dar lugar a grandes esferas, algunas realmente enormes hechas de gas; las más pequeñas, por contra, eran muy densas, rocosas. Una de esas esferas, que hoy llamamos “planetas”, es nuestro hogar, la Tierra. El escenario principal de nuestras historias quedó dispuesto hace 4500 millones de años. Era un cuerpo convulso y activo que con el tiempo se fue amansando. Surgieron en él estructuras complejas, abiertas a procesos químicos igualmente complejos. Estructuras capaces de multiplicarse. Bastaron unos cientos de millones de años para la aparición del más antiguo antepasado común de todos los seres vivos, LUCA, acrónimo de “last universal common ancestor”. La vida no se hizo esperar.
Hace unos cuatro mil millones de años que la Tierra alberga vida. Y la vida fue evolucionando, adaptándose a un planeta que gira sobre sí mismo. Ese movimiento orienta en cada instante una mitad de la esfera hacia el Sol y deja la otra mitad en sombra. Se alternan la luz y la oscuridad. El día y la noche. Y cuatro mil millones de años son muchos días y muchas noches. Un billón y medio de días y un billón y medio de noches, en una cuenta tosca. No es extraño que para los seres vivos fuese útil reconocer esa sistemática alternancia de los niveles de luz. Que fuese útil reconocer, además, que esa alternancia es cambiante, que la duración de los días y las noches oscila entre unos valores máximos y mínimos de forma periódica, anunciando de paso otros cambios importantes. Los días que crecen evocan la llegada de épocas cálidas; las noches largas anuncian frío y lluvia. No hay mejor marcador de las variaciones estacionales que un buen control de las horas de luz natural. La evolución encontró estrategias para medir esas variaciones. Para distinguir bien el “cuándo”. Para anticiparse a los cambios.
Para todos los seres vivos del planeta, la luz y la oscuridad no son aspectos circunstanciales, prescindibles. Son aspectos esenciales. Este libro admirable trata de eso, de cuánto necesitamos los seres humanos diferenciar con claridad el día y la noche. Tener mucha luz cuando es de día y la mayor oscuridad posible durante la noche. Su autor, Emilio Sánchez Barceló, dedicó su carrera como investigador a explorar la importancia biológica de la luz y a estudiar como los niveles de luz definen el ritmo de muchas funciones fisiológicas. También a conocer mejor lo que sucede cuando eses ritmos se alteran, cuando nuestros relojes internos pierden el compás.
Hay una idea fundamental en este libro que se apunta ya en el título. La producción artificial de luz es, no hay ninguna duda, uno de los mayores inventos de la humanidad. Desde la antigüedad, la creación artística y científica ha sido posible gracias a que las fuentes de luz nos permitieron extender las horas de actividad más allá de lo que nos facilita el Sol. Pero la explosión de la iluminación artificial en el último siglo nos ha hecho olvidar que la conexión con el ciclo día/noche es inherente a nuestra biología y que romperlo se paga muy caro. Perder la noche ha sido una elección equivocada, de consecuencias dramáticas. Estamos a tiempo de revertir esa situación, de rescatar la noche, la oscuridad de la noche. Esa oscuridad que nos fascina e inquieta, que nos hace sentir vulnerables, pero que por eso mismo nos produce un extraño gozo, la satisfacción de saberse ínfimo ante la vastedad del firmamento.
No conozco a nadie que no experimente cierta clase de escalofrío ante la visión de un cielo repleto de estrellas. Hay algo íntimo que nos une a ellas. Heredamos de alguna estrella muerta todo el oxígeno que necesitamos para vivir, todo el calcio que almacenan nuestros huesos, todo el hierro que tiñe de rojo nuestra sangre, todo el sodio y el potasio de los canales neuronales por los que fluye el conocimiento. El átomo más abundante de nuestro cuerpo es el hidrógeno y todo el hidrógeno que existe se formó aún mucho más pronto, en el principio mismo del universo, mientras la luz empezaba a surcarlo. Piensen en ello la próxima vez que alguien les pregunte la edad: la mayoría de los ladrillos que nos forman tienen 13800 millones de años.
Somos cosmos, ahora lo sabemos. Podemos reconocernos en el espejo de las noches estrelladas. También por eso es nuestra obligación proteger la noche. Cuidarla. Recuperar la oscuridad que perdimos estúpidamente y preservarla para las generaciones futuras. Tenemos que salvar la noche.
Martin Pawley. Prólogo escrito para a segunda edición (2022) do libro "Hicimos la luz... y perdimos la noche. Efectos biológicos de la luz" de Emilio J. Sánchez Barceló, editado pola Editorial Universidad de Cantabria.
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