El que tiene melancolía visita con los sueños los muertosy sepulcros, y cosas negras y tristes.Alonso de Freylas, Conocimiento, curación y preservaciónde la peste (…) y un discurso sobre si los melancólicospueden saber lo que está por venir.
Me gustaría comenzar con dos figuras que, creo, sirven para enmarcar la lectura que quiero hacer del cine de George A. Romero. La primera, tremendamente plástica, se la debemos a Kierkegaard – está en los Diapsálmata-. Dice así: “Una vez sucedió que en un teatro se declaró un incendio entre bastidores. El payaso salió al proscenio para dar la noticia al público. Pero éste creyó que se trataba de un chiste y aplaudió con ganas. El payaso repitió la noticia y los aplausos eran todavía más jubilosos. Así creo yo que perecerá el mundo, en medio del júbilo general del respetable, que pensará que se trata de un chiste.” La otra imagen la he leído en una entrevista con el ensayista y poeta alemán Hans Magnus Enzensberger. Comentaba éste un poema suyo sobre un pintor que pinta el fin del mundo [1]. Una cosa bastante desagradable, apunta el escritor. No obstante, luego continúa: “Pero ese señor, con su genio, se alegra mientras pinta. Disfruta. El hecho de hacerlo le produce alegría. Así que hay una contradicción. Dante escribiendo El Infierno seguro que no estaba triste sino que más bien disfrutó haciéndolo. Se da una ambigüedad moral en el arte” [2]. Es sobre ese payaso y sobre esa ambigüedad del arte de que habla Enzensberger, y con la intención de ensanchar, por decir así, el trabajo de la contradicción en él inscrita, sobre lo que yo, por mi parte, quiero tratar.
Hay un cierto consenso en atribuir el pathos apocalíptico de los filmes de zombies de Romero a circunstancias políticas muy concretas: el fin del sueño americano, a raíz de la guerra de Vietnam, el consumismo tardocapitalista, la lucha de clases o la destrucción de las torres gemelas. No insistiré sobre un aspecto que Luis Pérez Ochando ha destacado con pormenor y justicia en su libro y que, por lo demás, se ha vuelto – creo- casi un lugar común a la hora de hablar de este director. Me interesa mucho más indagar en la peculiar cartografía psíquica – o psico-estética- que se podría trazar a la vista de sus narraciones. Pues no hay duda de que Romero bien puede encontrar, en el terrible mundo contemporáneo - ¿cuál, por lo demás, no lo ha sido?- un montón de coartadas para sus crueles diatribas descalificadoras. Sólo que, ¿está justificada tamaña crueldad? ¿Lo es realmente? ¿O nos comportamos ante su evidente lado grotesco como los espectadores del payaso de Kierkegaard? ¿Cuáles son, por lo demás, los resortes de los que ella se vale?
Pérez Ochando ya lo ha sugerido. Hay un componente lúgubre, saturniano, en la condena radical del mundo que Romero - ese cóctel, a juicio de un crítico español, entre Valdés Leal y Warhol [3]- presenta. Es claro que ya no disponemos de ninguna certidumbre, que eso que con Lyotard hemos dado en llamar metarrelatos que sustentaban la credibilidad de las cosas ha desaparecido. Y que, acaso, tal vez lo que suceda, como alguien decía en otro film -Cielo negro- ya sólo sea lo fatal. Bien puede ser cierto: sólo sucede, o mejor: ya ha sucedido lo peor; pero el hecho de que el hombre sea más malo que un lobo para el hombre no puede resultarnos, desde luego, algo nuevo. Hace ya mucho que dios ha muerto y que la humanidad pulula torpemente en medio de todo tipo de amenazas y perturbaciones que, en puridad, se corresponden estrictamente y tan sólo con nuestro más acá. Además, sumada a esta carencia de cualquier sistema de valores sólido, habría que indicar la propia desmemoria del mundo mismo, metaforizada en esa república como de seres encantados y dejados que son los zombies. Hombres sin pensamiento, literalmente consumidos, y que circulan errantes por la tierra, incapaces de procesar su propia historia. No sólo el mundo parece carecer de futuro, también carece de memoria de sí. Como si, en resumen, el ser del orbe fuese de una maldad intrínseca e insuperable. Las relaciones humanas siempre algo doloroso y criminal, la vida una inminente calamidad mortal. Una severa moralidad caracteriza el trabajo de Romero, al parecer. Un estilizado sentido del mal que, sin embargo, se muestra - todo hay que decirlo- irreparablemente seductor, fascinante en su teatral crueldad y su inclemente laceración.
Creemos que Romero se comporta como los viejos teólogos iconoclastas del pasado. Fúnebres admonizadores de una ira final con la que, por fin, la divinidad trascendente habría de vengarse de nuestro intolerable crimen; que no es otro, en definitiva, que haber nacido. Tanto más coléricos quizás cuanto más interiorizado sientan el peso del mal mismo sobre sus conciencias. ¿No es verdad, por ejemplo, que el director, bajo la coartada de mostrar el desmesurado amor del ciudadano medio americano por las armas y la violencia, no deja de plasmar en su propia escritura cinematográfica esta misma pulsión, con evidente y morboso hechizo, con una reiteración y una procura de efectos - a menudo circenses- harto sospechosa? Como la protagonista de Diary of the Dead tal vez quiere pensar que “estas imágenes valdrán aunque sea para despertar a los espectadores”. Un despertar, sugiere Luis Pérez Ochando, “a toda costa, y a sangre y fuego” [4]. O, como diría Lezama, para apuntalar un mundo que ha hecho crisis en sus valores externos, Romero convierte las postrimerías y el Apocalipsis en el tema central de sus ejercicios espirituales. Sin embargo, en Day of the Dead, Romero es mucho más explícito, y malicioso: los zombies son considerados literalmente una maldición de Dios, “para que veamos – se nos avisa- de cerca el infierno”.
Se trata entonces, como diría Séneca, de una desesperación que se inclina “desordenadamente hacia la muerte”, en medio de lo que nuestro barroco – también él desesperado- llamó una malicia melancólica. Todo se sabe condenado de antemano a una inexorable desaparición, en medio de la indiferencia de un cosmos desproveído de dioses, de finalidad, de sentido, regido como está exclusivamente por el azar atroz. No le queda al individuo otra opción que comportarse como un explorador de este reino desolado y vacío de respuestas. En él se encuentra concentrado el foco depresivo, que arde abrasado por la ignorancia, la rusticidad, el latrocinio, la taciturnidad, la solitudo. Ecce homo, he aquí al hombre, presa, en palabras de Alciato, de un morbo astral. Ahí lo tenéis, nos dice, acerbamente, Romero. Mística depresiva y feroz, en el crepúsculo de todo entusiasmo: el melancólico se asocia aquí con el profeta de registro apocalíptico, con el visionario que, en su caída catatónica, desprecia ya toda forma de acaecer y lo relaciona fatalmente con el orden político-teológico y sus – siempre funestos- avatares.
Es curioso, en el nihilismo – a veces cómico- de Romero no cabe ninguna alternativa. En su revelación ominosa el libro de la vida se presenta absolutamente legible y claro: no hay nada que hacer, mensaje tenebroso. Romero es el hombre que, entre todos, ha entrevisto la desfundamentación de todo, la nada del mundo. No hay más opción que la del protagonista de La tierra de los muertos vivientes, que no es otra que la de las viejas – y no tan viejas- sectas ascéticas: la fuga, el escape, la salvación del arrastre catastrófico por abandono de la humanidad misma y de su convivencia. Debemos tratar de situarnos, por tanto, por encima de la multiplicidad y de la inconsistencia de la realidad; donde domina – maléficamente, diabólicamente- la tentación, el salvajismo y la mayor corrupción. La paradoja de Romero es que su cine, más que un reflejo de esa descomposición, acaba por mostrarse como el emblema gozoso de su triunfo planetario y sin remisión. Es como si, por efecto de ese morbo melancólico y cruel, la fantasía sufriese una hipertrofia que, en su extremo, desemboca en la construcción de imágenes desorbitadas, grotescas u horrendas. Dando lugar a una óptica aberrante y curiosa, lanzada ahora sobre un mundo abrumado por la densidad de esta mirada que sobre él se tiende. La pasión de saber y de amar parece haber abdicado de todos sus objetivos, mientras queda hipnotizada ante el espectáculo de un mundo en pudrición. Pero esto no es más que aquello en que ella misma se ha convertido, y en lo que ha terminado por convertir al antiguo objeto de su deseo; presa de una morbosa delectación que va a incidir en perspectivas más determinadas por el genio metafórico y delirante que por el deseo de conocer y discriminar la estructura objetiva de las cosas. Y este aspecto se halla tan destacado que no podemos dejar de notar un matiz casi vengativo, un encarnizamiento rencoroso en esta destrucción. Una pulsión de muerte brutal y colérica – como sólo tienen los niños o los payasos locos- que ha sobrepasado todo principio del placer. Incluso satánica, en lo que gusta de lo macabro. Un macabro que se superpone por encima de toda voluntad trágica y, al cabo, de crítica de las costumbres, ciertamente.
Creo que esta toma de postura a favor de lo macabro es singularmente significativa. Ya lo advirtió Cioran: “Resulta curioso cuánto gusta lo macabro y se retrocede ante lo trágico. (Lo macabro es la forma grotesca de lo trágico)” [5]. Pero no sólo es su forma grotesca, es su misma imposibilidad, en un mundo que ya no deja sitio o resquicio a la tragicidad. Porque ya todo está definitivamente consumado. Porque, a la postre, tal vez nunca se creyó o aspiró en serio a ninguna salvación, a ninguna redención. Así, lo trágico deviene macabro de pura impotencia. Casi diríamos que Romero proyecta en la figura del zombi su propia afectividad taciturna y desorientada, su “corrupta imaginación”. El desorden apocalíptico se convierte, así, en metáfora de un desordenado corazón, el cual ya no puede orientar sus estrategias hacia objetos que siente inconsistentes, fantasmagóricos, carentes de todo sentido. En medio de la asintonía y la anomia, el sujeto se encuentra entregado a una penitencia sin fin, “de este modo, sólo cabe un vagar taciturno; acaso un peregrinaje por la desolada escena de la interioridad clausurada, siendo presa del estupor melancólico que se entrega a la circularidad de una continua ruminatio” [6].
Por otro lado, diríamos que Romero plantea una vez tras otra una absorbente enmienda a la totalidad. Sus sueños son, ciertamente, nuestras pesadillas. El paisaje social se ha descompuesto en una especie de pavoroso estanque superpoblado de cuerpos que caminan sin rumbo. Es como si a la denuncia moral y la diatriba lastimera correspondiese, en un nivel estético, una especie de invasión impetuosa, irrespetuosa, de inframundo. Nos viene bien aquí la consideración deleuziana del cuerpo sin órganos. Un cuerpo sin órganos no es un cuerpo vacío y desprovisto de órganos, sino un cuerpo en el que lo que hace de órganos se distribuye según fenómenos de masa, siguiendo movimientos brownianos, bajo la forma de multiplicidades. Así pues, aún el desierto o el paraíso, (a)parecerán poblados de estas carroñas sin rumbo ni destino que alguna vez fueron nosotros. El cuerpo sin órganos –en tanto que metáfora de lo social- se opone, por ello, no tanto a los órganos como a la organización de los órganos, en la medida en que ésta es capaz de componer un organismo. No es, en definitiva, un cuerpo muerto, es un cuerpo vivo, tanto más vivo cuanto que ha hecho desaparecer el organismo y su organización. En conclusión, este tipo de cuerpos rompe con los vínculos de organización clásicos, básicos: estado, familia, identidad. Un cuerpo sin órganos no deja de expeler, por decir así, hordas, bandas, tribus que no paran de crecer y moverse.
Esta peste rizomática - definámosla así- sin duda atrae sobremanera al director. Diríamos que le parece deliciosa, como si se correspondiese punto por punto con su inconsciente mismo. Tal vez con el propio inconsciente de la nación americana, que, no por casualidad, comparte, con el director, parecidas ensoñaciones catastróficas y pulsiones de muerte y (auto)punición, al menos desde el 11-S, probablemente antes. De hecho, como sugiere también Deleuze, el inconsciente es también un cuerpo lleno y sin órganos, una entidad poblada de multiplicidades salvajes. Por eso, detrás del tono de predicación moralizante con que se empeña la crítica en teñir sus imágenes, a nosotros nos parece que aflora, como un basso ostinato, un régimen de la imagen que no puede ser más nocturno y terrible, pero, al tiempo, más familiar, esto dicho en todos los sentidos posibles, también en el de la emergencia de lo unheimlich freudiano.
Hay, en fin, un verdadero goce en la pulsión escópica por registrar todo tipo de desmanes sacrificiales, canibalismos y salpicaduras. Hay un deseo tremendamente ardiente y sádico, una gula de la mirada, que sólo se cumple en el deleite que le provoca plantear y examinar con pormenor cada detalle siniestro y/o irrisorio del plano. Admirando – acaso con complejo culpable, el recurso grotesco como pantalla desviacionista así lo apunta- el espectáculo guiñolesco pero terrible que le ofrece la existencia, o hacia el cual él conduce la existencia. Un espectáculo sobre el que se enseñorea la muerte. Ahora, en medieval Triunfo de la muerte o en paradoja barroca, el gran superpoblador: la vida saturándose por el espectáculo único y germinador de la mortandad sin freno. En este punto, como decimos, lo grotesco no sólo es un recurso. Es una coartada para desviar tal vez las motivaciones más profundas e inconfesables. Ya se sabe, al payaso nadie lo tomará en serio.
Pero tal compulsión sólo puede responder a una ansiedad verdaderamente cósmica: el hueco fecal u orgánico por el que se pudre el mundo ha de producir en su contemplador o examinador al tiempo una aspiración y una depresión. Ese vacío en el plano de la apariencia habrá de ser entonces compensado en el ámbito de la puesta en escena de la apariencia misma por medio de una superabundancia: lo macabro-grotesco, de nuevo. La ecuación es simple: a la privación de significado, debe suceder una superabundancia, una floración continua – como esas pirotecnias de cromatismos estallantes que fascinan y paralizan a los zombies en Land of the dead, perversión paródica de las celebraciones del 4 de julio. He aquí, de nuevo, la vida como un exceso en masa que se sobrevive a sí misma – en Romero el mundo todo no es otra cosa que un inmenso cementerio hormigueante de vida, nuevo oxímoron-. Lo hormigueante o turbulento que es, justamente, lo que el realizador parece condenar. Romero contempla fascinado esa vida resistente, persistente de sobreabundancia y exceso que se le muestra. Aísla sus detalles, que al punto se vuelven en sus manos narraciones fantásticas llenas de crueldad y sarcasmo – y aquí sarcasmo, en su etimología, es la palabra exacta: morder la carne-. Reina en su visión un cierto espíritu del carnaval – como ha notado Luis Pérez Ochando- , donde todo se invierte. Donde el hombre, con sus órganos, trueca sus papeles. Estamos ante el topos del mundo al revés, mundus perversus en el cual lo elevado es degradado en efigie y lo inferior, exaltado. Es como si, en definitiva, el placer del artista no estuviese desde luego en la moral, ni siquiera en el delirio, sino en la visión. En la visión, inagotable en su crueldad, como de Juicio Final. Una visión que hace de la vida presente ante él un abismo vertiginoso, fatal y atrayente. Una visión o pulsión desenfrenada de muerte – como la de un zombi, justamente- de la que la imagen cinematográfica o televisiva (como al comienzo de Dawn of the dead, como todo el film Diary of the Dead) es, al tiempo, instrumento y símbolo.
Tal vez inconsciente al principio de esta lógica de la explotación a la que en definitiva el cine sirve y legitima, enfatizando, a medida que su obra se despliega, el carácter fatal de esta lógica. Intensificando hasta el delirio y el absurdo esta economía delirante de la victimización. Puede que Romero realice este descubrimiento más tarde, y por eso su empatía hacia la figura del zombi va a ir aumentando con los años, hasta la identificación final que se da en Land of the dead, en donde el muerto-viviente adquiere connotaciones casi crísticas, de cuerpo excepcionalmente castigado y sufriente, como en el final de Diary of the dead, con ese cadáver de mujer al que disparan los vivos. Ahora lo grotesco canalizaría también, en este sentido, el propio distanciamiento irónico del cineasta frente a su objeto y el medio cinematográfico mismo, perversamente integrado en la máquina capitalista-imaginal. En todo caso, ante estas visiones el sentimiento de desastre se afianza en la forma de una interiorización y un encriptamiento de la conciencia, desde donde actuará como una secreta fuente de remordimiento, como una dimensión de lo reprimido que no dejará de crecer y proliferar. En este sentido, ¿No será Jason Creed - este personaje obsesionado con filmar la muerte en directo, por lo que él mismo, por cierto, morirá- el verdadero alter-ego de Romero? ¿No estará, a través de él confesando y expiando en cierto modo sus pasiones? ¿Se acusa Romero y condena a sí mismo acusando al cine, la televisión o el mundo? ¿Se libera acaso de sí mismo por medio de esta condenación masiva? El cuadro psicoanalítico que se nos abre es, sin duda, tan complejo como estimulante.
Este tipo de visión, y de control maniaco del espectador, no deja de mostrar aspectos verdaderamente paranoicos. En ella el hombre está, diríamos, asediado por la falta y la culpa sin tregua. En realidad, el fin del mundo parece estar casi predestinado, en la medida en que al individuo no le queda, ciertamente, ninguna posibilidad de salvación. Aquí el fracaso se ve entonces compensado simbólicamente con el rédito del sufrimiento que ha causado, lo cual se presenta, en términos de elaboración sublimadora, como tributo de expiación. Por ello, los filmes de Romero se convierten en repertorios y grandes recapitulaciones de tormentos y martirios. El fracaso universal sociopolítico se ofrece al modo de un espectáculo de dolores y torturas, como una extraña forma de compensación.
La seducción óptica culpable tiene mucho que ver, claro, con la instrumentalización de la mirada y con la vigilancia. Y se plasma, por ejemplo, en la extrañeza del detalle. Romero particulariza a sus zombies, por medio de caracterizaciones, trajes, objetos, utensilios, roles o profesiones. Ofrece además todo un repertorio de formas de matar o de trinchar un cuerpo, y de instrumentos o utensilios con los que administrar violentamente la muerte. Esto también colabora a dar esa sensación de acumulación que satura, como la sangre o las vísceras, el plano. Pero todo se despliega de forma que nuestra mirada, asimismo, nos convierta en voyeurs: mirones compulsivos que disfrutan descubriendo morbosamente los detalles. Que se divierten con sus personales hallazgos, con los encantos, diríamos, de lo insólito, de las exquisiteces y las rarezas, con los chistes privados y las delicatessen sui generis del director.
Tenemos entonces que esta estilística del detalle y el hormigueo, esta complacencia en lo mínimo que mancha o enturbia, en cierta forma niega o desbanca, de entrada, la sobriedad y la rectitud – incluso dualista, tremendamente polarizada- que exige toda intención moralizadora. (Pensemos, por ejemplo, cómo los grandes cuadros moralizantes se caracterizan por la ausencia de colores, es el famoso tenebrismo español, que llega hasta Saura, y que también se da en los cuadros de tema o de carácter político, como el Guernica. ¿Alguien se imagina este cuadro coloreado?). Pues bien, al dualismo ético que transmite la contienda entre el bien o el mal, o la vida y la muerte, al que debería corresponder un dualismo estético del blanco y negro, la condensación de un gran tema central que no se parase en los detalles y el trazo inmisericorde – tal como acontecía – es preciso reconocerlo- con el primer film: La noche de los muertos vivientes-, con ese final extraordinario y gélido de sucesiones de fotos fijas en que se produce la cremación del héroe- , ahora le corresponde, flagrantemente, tajantemente, su propio desmentido, por medio del estilo mismo. Lo que debería producir horror y rechazo ahora deslumbra, sorprende, divierte y seduce al espectador. Lo que se ofrecía como una tremenda denuncia de la descomposición total se convierte, a la postre, en un abandono a las voluptuosidades del asesinato y el crimen, sintetizadas todas ellas en la maravilla de la visión, ultra-macabra. Estamos, entonces, ante la instauración de lo cruel como suprema categoría estética, hasta llegar al olvido de la lección moral que justifica esa misma crueldad. De este modo, los valores morales quedan sumergidos o desplazados – o aplazados- por los valores de la producción de la visión culpable, y escarnecedora. Para mí es claro que la vocación óptica determina en cierto modo un consentimiento masoquista, extático y satánico, ante la turbulencia maléfica y apocalíptica del mundo, y una proyección al tiempo compensatoria y culpabilizadota sobre todos nosotros. De hecho, la percepción que Romero tiene del público no se aleja demasiado de la que corresponde a la masa imprevisible y browniana de la horda zombi: “El público, ese potencial de ojos y oídos que constituye el receptor de la actividad de los medios de comunicación, es básicamente un conglomerado que reacciona como una bola de arcilla.” [7]
Así pues, las almas chapotean y se ensucian en esta materialidad culposa, infinitamente contaminadas por las formas extravagantes e insidiosas del crimen. Romero revela la construcción, al modo de El Bosco, de una tierra excrementada, convertida, como sus penosos habitantes, en la materialidad misma del detritus. Última y letal mancillación de la ley divina, de la belleza de la creación con todas sus criaturas. No habrá perdón ni piedad, consuelo o reposo para ellas. No hay dolor por la pérdida, ni recuerdo alguno, ni siquiera resignación; tan sólo mal, violencia y espanto. Es ahí, y no en la voluntad moralizadora, donde encuentra, al cabo, el motor de su poética. Es esta imaginación lúgubre y funesta la que expresa la afectividad característica del mundo-zombi: no tanto en la forma del duelo por una realidad perdida e irrecomponible cuanto la emergencia del espacio desolado que deja la ausencia misma del deseo en tanto que creación de un espacio social. Que convierte en ruina y en territorio de la ansiedad cuanto abandona a la conquista del mal, una vez que ha rechazado cualquier posibilidad de acción en la historia. Una historia que, por lo demás, ha revelado su rostro demoniaco, su entidad enteramente caída: “La pena misma es, no el objeto inalcanzable, sino el desinvestimiento de él, la quiebra de la relación pasional que le unía al sujeto. He ahí la acedia más grave que la propia tristeza” [8].
Descubrir el sinsentido del universo, la presencia letal del caos como descontrol de impulsos o energías destructivas que definen lo humano; descubrir, en fin, la relativización de todo frente al (falso) presupuesto racional de la esencia humana, puede acarrear tristeza, como si algo en principio nos hubiera sido arrebatado. Pero posteriormente puede servir para reconquistar un gozo muy particular, que implica, asimismo, una cruel lucidez. Se trata del gozo y la venganza del escéptico. La percepción de un decaimiento insoslayable y planetario, que correspondió antes quizás a la antigua ecclesia triunfans y que ahora no es otro que el declive arrastrado del último dios del momento: el capitalismo. Aparece entonces la constatación jovial de lo que se presenta como las calamidades de la religión capitalista, como antes lo hubiera sido la religión católica. Hay algo de mentalidad teologal, cuando no medieval (esto se nota en la concepción de La tierra de los muertos, por ejemplo) en todo este espíritu condenador, en todo este desenfreno sin salvación, corrosivo a la vez que histriónico. Bufonesco y mortal. Feroz desestima mundana, final retirada del mundo que se refuerza en la absoluta soledad de los únicos justos; sin embargo exhaustos, incapaces de llevar sobre sí el peso de los acontecimientos. Los héroes de Romero sostienen en este abandono y en su carácter centrípeto el desfallecimiento, desde luego, de la clásica voluntad de conquista de la empresa americana.
¿No habrá incluso una suerte de imprecación a Dios mismo, en tanto que ausente, ante esta evidencia del total abandono? ¿Será lo grotesco una forma de pensamiento digamos postutópico: una llamada histriónica y desesperada, al modo de una final provocación, a esta Providencia en falta? Pero ¿qué pasaría entonces si ésta precisamente actuase para poner fin al sufrimiento de la humanidad, y cómo habría de actuar? ¿No está toda esta estrategia del patetismo y el victimismo o la crueldad poseída por una aspiración y un anhelo, digamos, del fin, un fin ya sin finalidad ninguna y, por supuesto, sin futuro? Nos encontramos aquí un último oxímoron: el fin como paradigma deseable.
En conclusión, para el director, esa segregación maléfica del mundo que invade de muerte a todo y se multiplica como la peste por las cuatro esquinas del orbe, se convierte en una especie de deliciosa cárcel de voluptuosidades. Especialmente para un individuo ya sin responsabilidades y expulsado de la historia. Un pret-a-porter del consumo en masa de la muerte a crédito y sin límite de gasto. La metáfora del centro comercial como reducto y sinécdoque de nuestra sociedad, y ahora ya como inmensa vanitas y, al tiempo, inútil genio de la lámpara que nos dispone todo cuando –hélàs- ya nada sirve, resulta, de todo punto, precisa y elocuente . Es aquí, en fin, donde podríamos hablar también de un sado-masoquismo complaciente en George Romero. De tal forma que esta claustrofobia moral no tardará en convertirse en claustrofobia estética. Con toda lógica, nos encontramos con el emblema del sótano o el bunker, o el espacio encastillado – el hortus conclusus, jardín cerrado para el disfrute de unos pocos - característico de la narración de Romero. La cripta psíquica como objeto ideal de una elaboración y de una interiorización incesantemente reemprendida y estéril; no exenta, como decimos, de matices masoquistas y aun narcisistas. “Torturado por el peso de la culpa y registrando incesantemente los errores cometidos, el escrupuloso termina escondiéndose en la tierra por temor a un Dios justo que efectúe el castigo” [9]. La imaginación se representa allí el orbe como un teatro loco, lleno de ruido y de furia, donde el exterior trata, con ruindad y alevosía, de apoderarse del mundo, o tan solo de permanecer en el ser; lo que, sin embargo, ya no será jamás posible. La imaginación se ensaña entonces con el mundo y lo deshace, impíamente. El ascetismo como modelo de conducta, el solipsismo del refugio protegido, no pueden manifestar más que un claro desprecio por el hombre. O mejor, por los seres particulares; en favor de las abstracciones, las ideas, concepciones y objetivos morales, analizados desde una perspectiva tan abstracta como cínica. Como si a la preocupación por la humanidad le acompañase indefectiblemente un desprecio por los hombres concretos.
La melancolía conduce, como efecto final, como gran efecto especial, diríamos, a la desconfianza absoluta en una salvación postrera. Conduce, pues, a la desesperación, la desperatio, el peor de los pecados, al decir de algunos sabios del barroco. Al teatro de la culpa y de la pena. Y, al cabo, desemboca en la inanidad y la nada misma. O, lo que es lo mismo, el fracaso de lo político se vuelve aquí con fuerza hacia un espacio irreal: lo impolítico, o la ensoñación de un mundo pre-político o pos-político, del todo imposible. Por ello se anhela el fin, y se evoca sin recato la cesación pura, un más allá del mundo y lo mundano, en medio de la dificultad de encontrar, en la mima muerte, algún sentido. Sería preferible pensar que, en realidad, y sin embargo, nada nos ha sido arrebatado porque nada realmente se nos dio. Detrás de todos estos juegos de la culpabilidad, tan peligrosos, tan rentables sin embargo, preferimos en definitiva pensar en la nietzscheana inocencia, en la alegría trágica del devenir. A fin de cuentas, la intensidad de la alegría ha de ser directamente proporcional a la crueldad del saber.
Texto escrito por Alberto Ruiz de Samaniego por mor da publicación do libro de Luis Pérez Ochando George A. Romero. Cuando no quede sitio en el infierno (Editorial Akal, 2013).
Notas
[1] El poema, con el título Apocalipsis. Escuela umbría, hacia 1490, forma parte del libro El hundimiento del Titanic. Hay edición española; Plaza y Janés, Barcelona, 1998, trad. de Heberto Padilla.
[2] Rev. La Esfera, El Mundo, 6/12/1997, p. 4.
[3] El crítico es Antonio Colón. Cit. por Luis Pérez Ochando, George A. Romero. Cuando no quede sitio en el infierno, Ed. Akal, Madrid, 2013, p. 135.
[4] Luis Pérez Ochando, op. cit., p. 85.
[5] E. Cioran, Cuadernos. 1957-1972, Tusquets, Barcelona, 2000, p. 89.
[6] Fernando R. de la Flor, Era Melancólica. Figuras del imaginario barroco, José de Olañeta editor, Barcelona, 2007, p. 203.
[7] Cit. en Luis Pérez Ochando, op. cit. ,p. 75
[8] Fernando R. de la Flor, op. cit., p. 211.
[9] Ibid., p. 230.