Linhas de Wellington es una coproducción luso-francesa que vio la luz casi como un parto por cesárea. El proyecto de construir un drama coral en torno a la resistencia de los portugueses, apoyados por fuerzas británicas, a la invasión napoleónica, era una idea del fallecido hace ahora un año Raoul Ruiz. El cineasta chileno vivía un esplendor artístico en medio de la agonía biológica, y de él salieron dos piezas magistrales, Misterios de Lisboa y La noche de enfrente, estrenada ya de modo póstumo en el pasado festival de Cannes. La viabilidad de Linhas de Wellington, ante la desaparición de Ruiz, tuvo dos pilares: uno, el de la viuda del director, montadora habitual de sus películas y también realizadora, Valeria Sarmiento. El otro, el apoyo incondicional de Paulo Branco, amigo y productor fiel de Raúl Ruiz. Branco no sólo sustentó la posibilidad de que Valeria Sarmiento sacase adelante la película, sino que reclutó a algunos de sus amigos, como Catherine Deneuve, Michel Piccoli, Isabelle Huppert o Chiara Mastroianni, que muestran su complicidad apareciendo con sus respectivos cameos en Linhas de Wellington. El cretino de costumbre se refiere hoy mismo a Branco como “temible”. Evidentemente, Branco no ha dedicado su vida a producir cosas como el Sherlock y Watson madrileño de José Luis Garci ni a pensar que el cine realmente emotivo desapareció con el siglo XX y todo lo que viene después son excentricidades que los modernos dicen disfrutar. Muy al contrario, Paulo Branco es el productor, entre otros muchos, de Alain Tanner, Wim Wenders, Peter Handke, Pedro Costa, David Cronenberg o Manoel de Oliveira, quien sigue haciendo cine en pleno siglo XXI y hoy mismo va a presentar en Venecia, con 103 años, O gebo e a sombra.
Linhas de Wellington se presenta, pues, como un hermoso proceso de supervivencia del cine como arte solidario, empujado por Paulo Branco, por Valeria Sarmiento, por todos los que quisieron a aquel cineasta indomeñable y libertario llamado Raúl Ruiz. Qué mas da que algún desalmado no entienda de esas cosas llamadas lealtades.
Decía su directora en la rueda de prensa posterior al pase del film, que seguramente Raoul Ruiz habría hecho otra película, que duraría seis horas y no dos y media. Es verdad que la versión cinematográfica, que es la que concursa en Venecia, tiene ese metraje. Pero el apoyo del canal francés Arte (imagino que también “temido” por el reptil de Prisa) ha permitido que Linhas de Wellington, en su concepción como serie televisiva, dure cuatro horas y como tal se vaya a exhibir en unos días en el festival de San Sebastián. No es anecdótica esta circunstancia porque en el curso narrativo de la película de Valeria Sarmiento, una obra de fortaleza épica coral solo comparable a lo rico de sus numerosos episodios personales, se percibe, pese al trabajado montaje de Sarmiento, que hay oquedades, historias a las que se les echa en falta su desarrollo que, sin lugar a dudas, verá la luz cuando se contemple el metraje restante.
Aún con ese hándicap, Linhas de Wellington brilla como resonante friso histórico de un momento clave en el devenir del siglo XIX, el de la derrota de las topas de Napoleón en Portugal. Y fulgura en los matices de los numerosos afluentes argumentales con los que la película se va abriendo a los singularizados dramas, casi todos ellos protagonizados por un elenco de actrices portuguesas eminente, junto a nuestra Marisa Paredes, otra cómplice en el curso del tiempo, tanto de Ruiz como de Branco, y a las presencias de John Malkovich (él encarna al general Wellington), Melvin Poupaud, Vincent Perez y Mathieu Amalric. Es una obra, en su concepción de cine de conflicto bélico desnudo de efectos especiales, ciertamente atípica para el tiempo que vive a industria del cine. Y su emocionalidad poderosa nace no del artificio, sino del trabajo de composición del plano y del tratamiento de la luz casi pictórico. Y de la autenticidad que brota de los meandros que encuentran siempre interpretaciones medidas y que se armonizan en ese film esperanzador para quienes creen en el cine sin trampantojos.
Frente a la sinceridad como arma desencadenante de la sensibilidad de la película de Valerie Sarmiento, tuvimos luego en la competición veneciana la ducha fría de impostura, de desesperada necesidad de epatar a costa de recursos infantiles, escatológicos, sobre los que da tumbos Harmony Korine en la detestable (no es irritante: no alcanzan para ello sus manguerazos de excrecencias varias) Spring Breakers. Korine se hizo un espacio en el corazón de algunos con un filme freakie, Gummo, que es para esas personas parte de su respetable educación sentimental. Y abundó en ese freakismo con Mister Lonely, un disparate inofensivo sobre imitadores del Papa, de Michael Jackson o de Marilyn Monroe, que se presentó en Cannes-2009.
Spring Breakers parecía ser muy esperada por las tribus bizarras que confían en que Harmony Korine se suelte como Gran Provocador. Y en el pase de la noche había un aire en las butacas casi más cercano al de una proyección de The Rocky Horror Picture Show que al de una película se la sección oficial de la Mostra. Muy pronto se resolvió la duda. Korine apunta un esqueleto argumental delirante, según el cual unas quinceañeras rebeldes deciden abandonar su pueblo y largarse a California en unas largas vacaciones de primavera en las que, en una especie de guateque oligofrénico, se lo montan de bikineras exhibicionistas, organizan cándidos numeritos lésbicos, orinan en público, se emborrachan bebiendo lo que les echen de una manguera, esnifan y aspiran lo que les pongan por delante… Todo con una entidad cinematográfica y un empaque que, por puro contraste, convertiría a Russ Meyer en Luchino Visconti. Esta abierta memez, que incluye una imitación de Britney Spears que fue, paradójicamente, lo más celebrado por los fans de Harmony Korine, de un sexismo insultante y un humor que haría que Porky’s pareciese The last picture show me lleva a preguntarme qué habría tomado el comité de selección de este festival cuando decidió que Spring Breakers merecía estar en la lucha por el León de Oro. Qué bizarros. También me pregunto quién habrá convencido a James Franco para que se embarcarse en el engendro, como el Doctor No que se enfrenta a estos ángeles de Charlie en fase anal. Al menos me tranquilizó algo ver que, al final de la proyección, los entusiastas de Harmony Korine salieron de la sala con una emoción perfectamente descriptible.
Marabillounos hai uns meses con Mistérios de Lisboa, unha deslumbrante adaptación dun romance de Camilo Castelo Branco que fai que calquera cineasta novo pareza, en comparación co mestre chileno, un vulgar aprendiz. Durante a rodaxe foille diagnosticado un cancro hepático; acabou a película gravemente enfermo e en marzo do pasado ano tivo que someterse a un transplante de fígado. Estaba no hospital "entre la vida y la muerte" cando o filme foi presentado na súa forma definitiva no Marché du Film de Cannes. Logo concursou en Donostia; gañou o premio ao mellor director, pero merecía máis. Merecíaos todos, de feito.
Foi outro fito nunha carreira inusualmente prolífica, tanto que habemos ser lexión os cinéfilos que coñecemos dela apenas unha pequena parte, en calquera caso suficiente para gardarlle respecto e admiración. Raúl Ruiz morreu hoxe en París aos 70 anos por mor dunha afección pulmonar. Tiña a cabeza chea de proxectos: o seu "regreso" a Chile, La noche de enfrente, gravada no mes de marzo e que debe estar rematada, ou case; unha gran produción en Portugal, As linhas de Torres, que debía comezar a filmar en outubro e para a cal contaba cun reparto de luxo (John Malkovich, Mathieu Amalric, Léa Seydoux, Melvil Poupaud, Marisa Paredes, Adriano Luz e Albano Jerónimo); unha versión de El niño que enloqueció de amor de Eduardo Barrios e finalmente a máis que apetecíbel precuela de Mistérios de Lisboa, centrada no personaxe do Padre Dinis ao que deu vida maxistralmente o antes citado Adriano Luz.
Coñezo unha parte mínima da obra do chileno Raúl Ruiz, a quen a base de datos IMDB lle asigna máis de cen traballos coma director, unha cifra impresionante. Si lles podo dicir que o seu novo filme, Mistérios de Lisboa, é un monumento narrativo incuestionábel, unha desas películas ás que o calificativo de “obra mestra” lles queda pequeno. Este arrebatador folletín véndese en dous formatos diferentes, como serie de televisión en seis episodios de sesenta minutos, ou ben para a súa exhibición en salas nunha montaxe reducida de apenas catro horas e media. Aparentemente invendíbel fóra de Portugal, cabería pensar. Mais aquí vén a sorpresa. Apoiada por unha crítica entusiasta, esta adaptación dun romance de Camilo Castelo Branco acadou en Francia uns resultados sensacionais: chegou a verse en máis de corenta pantallas e ao final da súa explotación o produtor Paulo Branco estima que levará vendidas entre 80.000 e 100.000 entradas, un suceso que proseguirá coa posterior emisión en Canal Arte da versión completa, que tamén foi adquirida pola televisión grega e a canle italiana RAI.
A proxección dixital supón un aforro notábel na tiraxe de copias e facilita a comercialización da película, que agora se carga no servidor dunha sala de cinema para ser usado case á carta durante meses e así beneficiarse dun boca-orella favorábel. En boa parte grazas a iso, Mistérios de Lisboa traspasou a fronteira portuguesa e hoxe ten garantida a súa estrea nos Estados Unidos, Suíza, Bélxica, Reino Unido, Taiwán e Brasil. Tamén vai ben en España: leva uns 2.000 espectadores en oito pantallas a pase único diario, do que resulta unha media nada desprezábel por sesión. Quen lla dera a moitos.
Martin Pawley. Publicado en Xornal de Galicia o venres 1 de abril