Goretti Sanmartín, Alberto Gracia e José Luis Losa na entrega do Premio Cineuropa. Fotografía: Brais Lojo (Cineuropa) |
Que crea en el poder de la imaginación como la forma más ancestral de sabiduría, una forma que el exceso de lenguaje muerto y de abstracción se ha dedicado a sepultar y a estigmatizar, hasta sumirla en el olvido.
De cierto cine que no está dentro de los circuitos comerciales, y que en algunos casos no lo está porque nos hemos acostumbrado a mirar las pantallas para ver lo que queremos ver, más que lo que necesitamos.
En un cine que complejice lo que somos y sentimos, pero que no por ello sea complicado. Un cine que incluso se permita el lujo de estar vacío, y de tan vacío, nos sea cercano. Un espejo que incite abiertamente a recuperar una atención que hemos perdido en favor de la constante inflación de contenidos y de políticas de la novedad.
En cierto cine que plantea preguntas más que placer visual y respuestas al uso, y con ello hace que el pensador se piense, se plantea lo que está viendo y se deja invadir por el tono de lo ocurre en la pantalla. Creo que tono es una palabra clave. Tal vez sea color la más acertada. En el color siempre resiste, y resistirá, cierta simbología; porque en fondo, y en medio de esta grisalla en la que se ha convertido nuestra realidad tras las pantallas, el color resiste alienado en nuestros corazones. El cine es sobre todo emoción, y de esa emoción brota y brotará siempre la imagen que nos falta: la nuestra.
Un cine que nos devuelva el olfato que necesitamos para volver a tener futuro. Y que no nos dé pie a que nos identifiquemos con un héroe, una heroína o un malvado, sino que no nos deje identificarnos del todo con lo que vemos porque tiene el rostro de la ausencia. Un cine que sea poesía, aunque no por ello tenga que ser poético.
Por supuesto no creo que la imagen sea de por sí un veneno, no me malinterpreten, sino que la imagen tiene una doble naturaleza, por un lado es anestésica e induce a la ceguera, pero por otra nos sirve de espejo para poder pensarnos y así poder contarnos nuestra historia. Todos sabemos que sin imagen no hay identidad, y sin identidad estamos expuestos a la manipulación mediática de las imágenes y al deseo de otro. Y ese otro no es un otro al que podamos matar para completar nuestro proceso, sino que es un otro que no deja pie a la emancipación por habernos vaciado por dentro a nosotros y al mundo.
La imagen no nació, no lo olvidemos, para representar lo que vemos, sino que nació como forma de evacuar de nuestro interior aquello innombrable que nos producía el contacto con una exterioridad que no comprendemos. Y la imagen siempre ha estado condicionada por un ambiente que la favorece, y el ambiente de hoy es un ambiente hostil por estar construido en lo imaginario y sernos muy difícil de digerir en lo simbólico.
La imagen no es dócil, pero su domesticación la hace letal. La ficción debe ir a cazarse fuera de casa, no debe ser atrapada en casa con la docilidad de un tigre al que se le han cortado las uñas y los dientes.
Hemos perdido un conocimiento precioso que nada tiene que ver con las palabras vacías y huecas del storytelling, sino con la tan denostada imaginación.
Nuestras identidades, sin embargo, son cada vez más imaginarias, siguiendo un proceso inverso. Por lo que creo en un cine que invierta esta tendencia, que trate de invertirla con la humildad y la pasión necesaria. Porque en el fondo, y así nos enseña Il Gattopardo, no hay nada más estatuario, rígido y cadavérico que hacer que todo cambie para que no cambie nada, y por lo tanto no hay nada más pretencioso que no pretender nada. Que darse a la literalidad de lo único, de lo idiota, de lo supuestamente real.
El cine es un invento del diablo, porque el diablo, hoy, es la imagen que falta. Pero en su falta siempre se lleva su tajada: los periódicos están llenos de maltratos, perversiones, asesinatos y abusos. De restos de un patriarcado demasiado interiorizado que surge de su fracaso para imponerse como verdugo con su disfraz de víctima. De hombres que han perdido el sentido porque el mal y el bien se han confundido en una ambigüedad que surge de la ceniza de una moral que ya no tiene razón de ser, y con ella de la imposibilidad de crear un discurso ético a la altura.
Por eso es tan importante la lectura, los espejos y el escuchar al otro para hacer cine, por eso y porque sin nuestra imagen, nuestra relación con el espacio (que es lo que es una imagen en último término), se desvirtualiza y pasa a convertirse en un fantasma que nos acosa.
Si hoy en día las patologías asociadas a la psiquiatría y los males psíquicos se han disparado exponencialmente, es porque estamos sufriendo un cambio muy radical que afecta a nuestra naturaleza a través de nuestros ojos, unos ojos obesos que se han acostumbrado a alimentarse con el deseo del otro, el deseo de los media y su gran empresa de entretenimiento.
Ya tan solo nos quedan los sueños, pero también los sueños están amenazados.
Yo mismo he sentido la necesidad imperiosa de hacer cine porque tenía que contar mi propia historia, una historia que me había sido arrebatada, como a Gaspar Hauser, una historia que es la historia de todos, porque en el fondo todos somos seres humanos, pero una historia que está contada desde la singularidad de un universo propio, sin miedo a ser rechazado y a pesar de ello.
Creo que premiar un cine como el mío, es un acto de valentía, también de rebeldía en el buen sentido. Y siempre de resistencia.
Adocenar el pensamiento para crear películas todas iguales es un acto de fetichización del objeto cine, y los fetiches son siempre una cosa y el fantasma de esa cosa, contribuyendo así a llenar el mundo de fantasmas que no deberían haber salido de la pantalla ni del espejo.
Creo que la fuerza del cine hoy reside en su capacidad de escapar de los discursos fáciles y las anécdotas, del storytelling de los medios y la posverdad mediática, y en ser capaz de adentrarse en una naturaleza que ya no está regida por la dualidad cartesiana entre el objeto y el sujeto, entre el interior y el exterior o entre lo real y lo imaginario. En un lugar en el que el choque entre lo virtual y lo analógico puede seguir generando discurso crítico desde dentro, no desde la cómoda distancia de la fábula mediática.
Un cine que, al fin y al cabo, refuerce nuestra democracia y no busque respuestas a los problemas sociales desde la sociedad misma.
Ante la precariedad que nos acucia, de forma especial a los cineastas y la gran mayoría de los creadores culturales, es fácil caer en el adocenamiento y la laxitud de las reglas de mercado, porque para poder pensar y con ello pensarse, hace falta tiempo. Y para tener tiempo, hace falta dinero.
Pensar es un viaje de ida y vuelta, y los viajes de ida y vuelta no son pragmáticos en una sociedad utilitarista, que cada vez nos aboca más a la supervivencia, a la pobreza y las grandes diferencias sociales. Porque pensar también es morir, y en nuestra sociedad la muerte, como los desechos que tanto intentamos esconder, se ha perdido de vista.
Estamos más solos que nunca y a la vez hiperconectados. Y creo que el cine que nos debería interesar es un cine que nos une en la incertidumbre, no en las respuestas vanas de una norma excluyente y falsamente emancipadora.
Tan solo nos une hoy la catástrofe, lo vemos constantemente, pero cuando esta ha pasado, volvemos a nuestros búnkeres a navegar por lo virtual y a esperar la siguiente catástrofe, que en el fondo esperamos que no sea la nuestra. A sumirnos en una navegación que se pretende sin naufragio, porque siempre podemos darle al botón de apagar antes, y mientras vivimos el sueño de otro, como la atemorizada Alicia temía al otro lado del espejo viendo dormitar al Rey Rojo, somos inmortales, cambiamos de tamaño y nos permitimos matar sin morir. Pero la realidad está construida con hechos que en ese constante navegar ya no podemos controlar.
Vivimos en la sociedad del cuanto más mejor, una sociedad no de las imágenes sino del ruido, una sociedad que busca nuevos dioses de forma desesperada en torno a una tecnología que la trasciende, y en torno a un dinero que la hace circular (y a nosotros en ella como pollos sin cabeza), que la hace moverse sin parar con la única idea de no parar de moverse.
Atrevámonos a saltar al vacío y contemos después nuestra historia.
Pero es necesario recordar, y con esto termino, que
Cuando intentamos pensar en nuestro propio pensamiento, igual que
cuando intentamos sentir nuestro deseo, nos vemos en un punto ciego.
Anne Carson
La mente está tan cerca de si misma que no ve claramente y no tengo a quien preguntar.
Emily Dickinson
Uno se embarca hacia tierras lejanas, o busca el conocimiento de hombres, o indaga la naturaleza, o busca a Dios; después se advierte que el fantasma que se perseguía era Uno-mismo
Ernesto Sábato
Alberto Gracia. Discurso lido durante a entrega do Premio Cineuropa 2024.
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