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Terraza de café de noite (Vincent van Gogh, 1888) |
En septiembre pasado alcanzó inesperada repercusión mediática un artículo en la revista Science Advances que cuenta con el astrofísico español Alejandro Sánchez de Miguel entre sus firmantes: Environmental risks fromartificial nighttime lighting widespread and increasing across Europe (Riesgos medioambientales de la
iluminación artificial nocturna generalizados y en aumento en toda Europa). La nota de prensa de la Universidad Complutense de Madrid resumía las conclusiones y proporcionaba titulares fáciles de recordar, no precisamente gratificantes. Utilizando tanto imágenes de cámaras digitales desde la Estación Espacial Internacional como las del satélite Suomi NPP, el equipo investigador obtuvo datos realistas de la variación de la contaminación lumínica en el continente europeo y evaluó el cambio en las características espectrales de la luz artificial. Las conclusiones no producen sorpresa: las noches europeas son cada vez más brillantes
y más azules. A lo largo de los periodos 2012-2013 y 2014-2020 las emisiones de color verde se incrementaron un 11,1 % mientras que las de azul crecieron más del doble, un 24,4 %, fruto de la instalación generalizada de luz led blanca, la que más impacto tiene en la salud humana (por su capacidad para reducir la producción de melatonina), el medio ambiente y la contemplación del cielo estrellado. Europa asiste, sin inmutarse, a
la destrucción de la noche.
Periódicamente dedico esta columna (ver Astronomía, números 258, 268) a recordar que la contaminación lumínica no es un problema tecnológico, sino social y político. No hay ninguna razón que justifique que no tengamos un firmamento razonablemente bueno encima de nuestras casas o, al menos, a muy poca distancia de ellas. El conocimiento científico presente permite estimar hasta dónde llegan –y, por lo tanto, hasta dónde afectan– los fotones emitidos por cada una de las farolas de nuestro entorno; sabemos bien que la contaminación lumínica excede, con mucho, el ámbito local para extenderse a regiones amplias que superan las fronteras estatales. Ese mismo conocimiento puede emplearse en sentido contrario y determinar cómo iluminar
las calles de cualquier ciudad para conseguir el nivel deseado de oscuridad del cielo. Cómo iluminar A Coruña, Pamplona, Sevilla o Valencia para ver estrellas de tercera magnitud en la mayor parte del término municipal. Cómo planificar la iluminación para que la Vía Láctea se reconozca con nitidez. Cómo ordenar el alumbrado navideño para que sea compatible con las verdaderas luces de estas fiestas, el espectacular hexágono de invierno poblado de alicientes para la observación con prismáticos, de la nebulosa de Orión al cúmulo de las Pléyades.
He ahí la cuestión: ¿qué cielo queremos? Reparen en que no digo «con qué cielo nos conformamos», puesto que la situación actual (calamitosa) es reversible. ¿Aceptamos perder aún más cielo, naturaleza y salud, o reclamamos la recuperación de una noche que físicamente necesitamos? ¿Queremos ver la Vía Láctea o no? ¿Queremos que el paisaje natural sea eso, «natural»», es decir, oscuro por las noches? Esa es la pregunta
sobre la cual debe reflexionar toda la comunidad astronómica profesional y aficionada. Solo cuando tengamos clara la respuesta estaremos en condiciones de promover un debate público y exponer ante toda la sociedad nuestras bien fundamentadas razones.
Martin Pawley. Artigo publicado na sección "La noche es necesaria" da Revista Astronomía, número 283, xaneiro de 2023.
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