mércores, 30 de xullo de 2014

Carpe The End. George A. Romero, teólogo

por Alberto Ruiz de Samaniego

El que tiene melancolía visita con los sueños los muertos
 y sepulcros, y cosas negras y tristes.
Alonso de Freylas, Conocimiento, curación y preservación 
de la peste (…) y un discurso sobre si los melancólicos 
pueden saber lo que está por venir.

Me gustaría comenzar con dos figuras que, creo, sirven para enmarcar la lectura que quiero hacer del cine de George A. Romero. La primera, tremendamente plástica, se la debemos a Kierkegaard – está en los Diapsálmata-. Dice así: “Una vez sucedió que en un teatro se declaró un incendio entre bastidores. El payaso salió al proscenio para dar la noticia al público. Pero éste creyó que se trataba de un chiste y aplaudió con ganas. El payaso repitió la noticia y los aplausos eran todavía más jubilosos. Así creo yo que perecerá el mundo, en medio del júbilo general del respetable, que pensará que se trata de un chiste.” La otra imagen la he leído en una entrevista con el ensayista y poeta alemán Hans Magnus Enzensberger. Comentaba éste un poema suyo sobre un pintor que pinta el fin del mundo [1]. Una cosa bastante desagradable, apunta el escritor. No obstante, luego continúa: “Pero ese señor, con su genio, se alegra mientras pinta. Disfruta. El hecho de hacerlo le produce alegría. Así que hay una contradicción. Dante escribiendo El Infierno seguro que no estaba triste sino que más bien disfrutó haciéndolo. Se da una ambigüedad moral en el arte” [2]. Es sobre ese payaso y sobre esa ambigüedad del arte de que habla Enzensberger, y con la intención de ensanchar, por decir así, el trabajo de la contradicción en él inscrita, sobre lo que yo, por mi parte, quiero tratar.

Hay un cierto consenso en atribuir el pathos apocalíptico de los filmes de zombies de Romero a circunstancias políticas muy concretas: el fin del sueño americano, a raíz de la guerra de Vietnam, el consumismo tardocapitalista, la lucha de clases o la destrucción de las torres gemelas. No insistiré sobre un aspecto que Luis Pérez Ochando ha destacado con pormenor y justicia en su libro y que, por lo demás, se ha vuelto – creo- casi un lugar común a la hora de hablar de este director. Me interesa mucho más indagar en la peculiar cartografía psíquica – o psico-estética- que se podría trazar a la vista de sus narraciones. Pues no hay duda de que Romero bien puede encontrar, en el terrible mundo contemporáneo - ¿cuál, por lo demás, no lo ha sido?- un montón de coartadas para sus crueles diatribas descalificadoras. Sólo que, ¿está justificada tamaña crueldad? ¿Lo es realmente? ¿O nos comportamos ante su evidente lado grotesco como los espectadores del payaso de Kierkegaard? ¿Cuáles son, por lo demás, los resortes de los que ella se vale?

Pérez Ochando ya lo ha sugerido. Hay un componente lúgubre, saturniano, en la condena radical del mundo que Romero - ese cóctel, a juicio de un crítico español, entre Valdés Leal y Warhol [3]- presenta. Es claro que ya no disponemos de ninguna certidumbre, que eso que con Lyotard hemos dado en llamar metarrelatos que sustentaban la credibilidad de las cosas ha desaparecido. Y que, acaso, tal vez lo que suceda, como alguien decía en otro film -Cielo negro- ya sólo sea lo fatal. Bien puede ser cierto: sólo sucede, o mejor: ya ha sucedido lo peor; pero el hecho de que el hombre sea más malo que un lobo para el hombre no puede resultarnos, desde luego, algo nuevo. Hace ya mucho que dios ha muerto y que la humanidad pulula torpemente en medio de todo tipo de amenazas y perturbaciones que, en puridad, se corresponden estrictamente y tan sólo con nuestro más acá. Además, sumada a esta carencia de cualquier sistema de valores sólido, habría que indicar la propia desmemoria del mundo mismo, metaforizada en esa república como de seres encantados y dejados que son los zombies. Hombres sin pensamiento, literalmente consumidos, y que circulan errantes por la tierra, incapaces de procesar su propia historia. No sólo el mundo parece carecer de futuro, también carece de memoria de sí. Como si, en resumen, el ser del orbe fuese de una maldad intrínseca e insuperable. Las relaciones humanas siempre algo doloroso y criminal, la vida una inminente calamidad mortal. Una severa moralidad caracteriza el trabajo de Romero, al parecer. Un estilizado sentido del mal que, sin embargo, se muestra - todo hay que decirlo- irreparablemente seductor, fascinante en su teatral crueldad y su inclemente laceración.

Creemos que Romero se comporta como los viejos teólogos iconoclastas del pasado. Fúnebres admonizadores de una ira final con la que, por fin, la divinidad trascendente habría de vengarse de nuestro intolerable crimen; que no es otro, en definitiva, que haber nacido. Tanto más coléricos quizás cuanto más interiorizado sientan el peso del mal mismo sobre sus conciencias. ¿No es verdad, por ejemplo, que el director, bajo la coartada de mostrar el desmesurado amor del ciudadano medio americano por las armas y la violencia, no deja de plasmar en su propia escritura cinematográfica esta misma pulsión, con evidente y morboso hechizo, con una reiteración y una procura de efectos - a menudo circenses- harto sospechosa? Como la protagonista de Diary of the Dead tal vez quiere pensar que “estas imágenes valdrán aunque sea para despertar a los espectadores”. Un despertar, sugiere Luis Pérez Ochando, “a toda costa, y a sangre y fuego” [4]. O, como diría Lezama, para apuntalar un mundo que ha hecho crisis en sus valores externos, Romero convierte las postrimerías y el Apocalipsis en el tema central de sus ejercicios espirituales. Sin embargo, en Day of the Dead, Romero es mucho más explícito, y malicioso: los zombies son considerados literalmente una maldición de Dios, “para que veamos – se nos avisa- de cerca el infierno”.

Se trata entonces, como diría Séneca, de una desesperación que se inclina “desordenadamente hacia la muerte”, en medio de lo que nuestro barroco – también él desesperado- llamó una malicia melancólica. Todo se sabe condenado de antemano a una inexorable desaparición, en medio de la indiferencia de un cosmos desproveído de dioses, de finalidad, de sentido, regido como está exclusivamente por el azar atroz. No le queda al individuo otra opción que comportarse como un explorador de este reino desolado y vacío de respuestas. En él se encuentra concentrado el foco depresivo, que arde abrasado por la ignorancia, la rusticidad, el latrocinio, la taciturnidad, la solitudo. Ecce homo, he aquí al hombre, presa, en palabras de Alciato, de un morbo astral. Ahí lo tenéis, nos dice, acerbamente, Romero. Mística depresiva y feroz, en el crepúsculo de todo entusiasmo: el melancólico se asocia aquí con el profeta de registro apocalíptico, con el visionario que, en su caída catatónica, desprecia ya toda forma de acaecer y lo relaciona fatalmente con el orden político-teológico y sus – siempre funestos- avatares.

Es curioso, en el nihilismo – a veces cómico- de Romero no cabe ninguna alternativa. En su revelación ominosa el libro de la vida se presenta absolutamente legible y claro: no hay nada que hacer, mensaje tenebroso. Romero es el hombre que, entre todos, ha entrevisto la desfundamentación de todo, la nada del mundo. No hay más opción que la del protagonista de La tierra de los muertos vivientes, que no es otra que la de las viejas – y no tan viejas- sectas ascéticas: la fuga, el escape, la salvación del arrastre catastrófico por abandono de la humanidad misma y de su convivencia. Debemos tratar de situarnos, por tanto, por encima de la multiplicidad y de la inconsistencia de la realidad; donde domina – maléficamente, diabólicamente- la tentación, el salvajismo y la mayor corrupción. La paradoja de Romero es que su cine, más que un reflejo de esa descomposición, acaba por mostrarse como el emblema gozoso de su triunfo planetario y sin remisión. Es como si, por efecto de ese morbo melancólico y cruel, la fantasía sufriese una hipertrofia que, en su extremo, desemboca en la construcción de imágenes desorbitadas, grotescas u horrendas. Dando lugar a una óptica aberrante y curiosa, lanzada ahora sobre un mundo abrumado por la densidad de esta mirada que sobre él se tiende. La pasión de saber y de amar parece haber abdicado de todos sus objetivos, mientras queda hipnotizada ante el espectáculo de un mundo en pudrición. Pero esto no es más que aquello en que ella misma se ha convertido, y en lo que ha terminado por convertir al antiguo objeto de su deseo; presa de una morbosa delectación que va a incidir en perspectivas más determinadas por el genio metafórico y delirante que por el deseo de conocer y discriminar la estructura objetiva de las cosas. Y este aspecto se halla tan destacado que no podemos dejar de notar un matiz casi vengativo, un encarnizamiento rencoroso en esta destrucción. Una pulsión de muerte brutal y colérica – como sólo tienen los niños o los payasos locos- que ha sobrepasado todo principio del placer. Incluso satánica, en lo que gusta de lo macabro. Un macabro que se superpone por encima de toda voluntad trágica y, al cabo, de crítica de las costumbres, ciertamente.

Creo que esta toma de postura a favor de lo macabro es singularmente significativa. Ya lo advirtió Cioran: “Resulta curioso cuánto gusta lo macabro y se retrocede ante lo trágico. (Lo macabro es la forma grotesca de lo trágico)” [5]. Pero no sólo es su forma grotesca, es su misma imposibilidad, en un mundo que ya no deja sitio o resquicio a la tragicidad. Porque ya todo está definitivamente consumado. Porque, a la postre, tal vez nunca se creyó o aspiró en serio a ninguna salvación, a ninguna redención. Así, lo trágico deviene macabro de pura impotencia. Casi diríamos que Romero proyecta en la figura del zombi su propia afectividad taciturna y desorientada, su “corrupta imaginación”. El desorden apocalíptico se convierte, así, en metáfora de un desordenado corazón, el cual ya no puede orientar sus estrategias hacia objetos que siente inconsistentes, fantasmagóricos, carentes de todo sentido. En medio de la asintonía y la anomia, el sujeto se encuentra entregado a una penitencia sin fin, “de este modo, sólo cabe un vagar taciturno; acaso un peregrinaje por la desolada escena de la interioridad clausurada, siendo presa del estupor melancólico que se entrega a la circularidad de una continua ruminatio” [6].

Por otro lado, diríamos que Romero plantea una vez tras otra una absorbente enmienda a la totalidad. Sus sueños son, ciertamente, nuestras pesadillas. El paisaje social se ha descompuesto en una especie de pavoroso estanque superpoblado de cuerpos que caminan sin rumbo. Es como si a la denuncia moral y la diatriba lastimera correspondiese, en un nivel estético, una especie de invasión impetuosa, irrespetuosa, de inframundo. Nos viene bien aquí la consideración deleuziana del cuerpo sin órganos. Un cuerpo sin órganos no es un cuerpo vacío y desprovisto de órganos, sino un cuerpo en el que lo que hace de órganos se distribuye según fenómenos de masa, siguiendo movimientos brownianos, bajo la forma de multiplicidades. Así pues, aún el desierto o el paraíso, (a)parecerán poblados de estas carroñas sin rumbo ni destino que alguna vez fueron nosotros. El cuerpo sin órganos –en tanto que metáfora de lo social- se opone, por ello, no tanto a los órganos como a la organización de los órganos, en la medida en que ésta es capaz de componer un organismo. No es, en definitiva, un cuerpo muerto, es un cuerpo vivo, tanto más vivo cuanto que ha hecho desaparecer el organismo y su organización. En conclusión, este tipo de cuerpos rompe con los vínculos de organización clásicos, básicos: estado, familia, identidad. Un cuerpo sin órganos no deja de expeler, por decir así, hordas, bandas, tribus que no paran de crecer y moverse.

Esta peste rizomática - definámosla así- sin duda atrae sobremanera al director. Diríamos que le parece deliciosa, como si se correspondiese punto por punto con su inconsciente mismo. Tal vez con el propio inconsciente de la nación americana, que, no por casualidad, comparte, con el director, parecidas ensoñaciones catastróficas y pulsiones de muerte y (auto)punición, al menos desde el 11-S, probablemente antes. De hecho, como sugiere también Deleuze, el inconsciente es también un cuerpo lleno y sin órganos, una entidad poblada de multiplicidades salvajes. Por eso, detrás del tono de predicación moralizante con que se empeña la crítica en teñir sus imágenes, a nosotros nos parece que aflora, como un basso ostinato, un régimen de la imagen que no puede ser más nocturno y terrible, pero, al tiempo, más familiar, esto dicho en todos los sentidos posibles, también en el de la emergencia de lo unheimlich freudiano.

Hay, en fin, un verdadero goce en la pulsión escópica por registrar todo tipo de desmanes sacrificiales, canibalismos y salpicaduras. Hay un deseo tremendamente ardiente y sádico, una gula de la mirada, que sólo se cumple en el deleite que le provoca plantear y examinar con pormenor cada detalle siniestro y/o irrisorio del plano. Admirando – acaso con complejo culpable, el recurso grotesco como pantalla desviacionista así lo apunta- el espectáculo guiñolesco pero terrible que le ofrece la existencia, o hacia el cual él conduce la existencia. Un espectáculo sobre el que se enseñorea la muerte. Ahora, en medieval Triunfo de la muerte o en paradoja barroca, el gran superpoblador: la vida saturándose por el espectáculo único y germinador de la mortandad sin freno. En este punto, como decimos, lo grotesco no sólo es un recurso. Es una coartada para desviar tal vez las motivaciones más profundas e inconfesables. Ya se sabe, al payaso nadie lo tomará en serio.

Pero tal compulsión sólo puede responder a una ansiedad verdaderamente cósmica: el hueco fecal u orgánico por el que se pudre el mundo ha de producir en su contemplador o examinador al tiempo una aspiración y una depresión. Ese vacío en el plano de la apariencia habrá de ser entonces compensado en el ámbito de la puesta en escena de la apariencia misma por medio de una superabundancia: lo macabro-grotesco, de nuevo. La ecuación es simple: a la privación de significado, debe suceder una superabundancia, una floración continua – como esas pirotecnias de cromatismos estallantes que fascinan y paralizan a los zombies en Land of the dead, perversión paródica de las celebraciones del 4 de julio. He aquí, de nuevo, la vida como un exceso en masa que se sobrevive a sí misma – en Romero el mundo todo no es otra cosa que un inmenso cementerio hormigueante de vida, nuevo oxímoron-. Lo hormigueante o turbulento que es, justamente, lo que el realizador parece condenar. Romero contempla fascinado esa vida resistente, persistente de sobreabundancia y exceso que se le muestra. Aísla sus detalles, que al punto se vuelven en sus manos narraciones fantásticas llenas de crueldad y sarcasmo – y aquí sarcasmo, en su etimología, es la palabra exacta: morder la carne-. Reina en su visión un cierto espíritu del carnaval – como ha notado Luis Pérez Ochando- , donde todo se invierte. Donde el hombre, con sus órganos, trueca sus papeles. Estamos ante el topos del mundo al revés, mundus perversus en el cual lo elevado es degradado en efigie y lo inferior, exaltado. Es como si, en definitiva, el placer del artista no estuviese desde luego en la moral, ni siquiera en el delirio, sino en la visión. En la visión, inagotable en su crueldad, como de Juicio Final. Una visión que hace de la vida presente ante él un abismo vertiginoso, fatal y atrayente. Una visión o pulsión desenfrenada de muerte – como la de un zombi, justamente- de la que la imagen cinematográfica o televisiva (como al comienzo de Dawn of the dead, como todo el film Diary of the Dead) es, al tiempo, instrumento y símbolo.

Tal vez inconsciente al principio de esta lógica de la explotación a la que en definitiva el cine sirve y legitima, enfatizando, a medida que su obra se despliega, el carácter fatal de esta lógica. Intensificando hasta el delirio y el absurdo esta economía delirante de la victimización. Puede que Romero realice este descubrimiento más tarde, y por eso su empatía hacia la figura del zombi va a ir aumentando con los años, hasta la identificación final que se da en Land of the dead, en donde el muerto-viviente adquiere connotaciones casi crísticas, de cuerpo excepcionalmente castigado y sufriente, como en el final de Diary of the dead, con ese cadáver de mujer al que disparan los vivos. Ahora lo grotesco canalizaría también, en este sentido, el propio distanciamiento irónico del cineasta frente a su objeto y el medio cinematográfico mismo, perversamente integrado en la máquina capitalista-imaginal. En todo caso, ante estas visiones el sentimiento de desastre se afianza en la forma de una interiorización y un encriptamiento de la conciencia, desde donde actuará como una secreta fuente de remordimiento, como una dimensión de lo reprimido que no dejará de crecer y proliferar. En este sentido, ¿No será Jason Creed - este personaje obsesionado con filmar la muerte en directo, por lo que él mismo, por cierto, morirá- el verdadero alter-ego de Romero? ¿No estará, a través de él confesando y expiando en cierto modo sus pasiones? ¿Se acusa Romero y condena a sí mismo acusando al cine, la televisión o el mundo? ¿Se libera acaso de sí mismo por medio de esta condenación masiva? El cuadro psicoanalítico que se nos abre es, sin duda, tan complejo como estimulante.

Este tipo de visión, y de control maniaco del espectador, no deja de mostrar aspectos verdaderamente paranoicos. En ella el hombre está, diríamos, asediado por la falta y la culpa sin tregua. En realidad, el fin del mundo parece estar casi predestinado, en la medida en que al individuo no le queda, ciertamente, ninguna posibilidad de salvación. Aquí el fracaso se ve entonces compensado simbólicamente con el rédito del sufrimiento que ha causado, lo cual se presenta, en términos de elaboración sublimadora, como tributo de expiación. Por ello, los filmes de Romero se convierten en repertorios y grandes recapitulaciones de tormentos y martirios. El fracaso universal sociopolítico se ofrece al modo de un espectáculo de dolores y torturas, como una extraña forma de compensación.

La seducción óptica culpable tiene mucho que ver, claro, con la instrumentalización de la mirada y con la vigilancia. Y se plasma, por ejemplo, en la extrañeza del detalle. Romero particulariza a sus zombies, por medio de caracterizaciones, trajes, objetos, utensilios, roles o profesiones. Ofrece además todo un repertorio de formas de matar o de trinchar un cuerpo, y de instrumentos o utensilios con los que administrar violentamente la muerte. Esto también colabora a dar esa sensación de acumulación que satura, como la sangre o las vísceras, el plano. Pero todo se despliega de forma que nuestra mirada, asimismo, nos convierta en voyeurs: mirones compulsivos que disfrutan descubriendo morbosamente los detalles. Que se divierten con sus personales hallazgos, con los encantos, diríamos, de lo insólito, de las exquisiteces y las rarezas, con los chistes privados y las delicatessen sui generis del director.

Tenemos entonces que esta estilística del detalle y el hormigueo, esta complacencia en lo mínimo que mancha o enturbia, en cierta forma niega o desbanca, de entrada, la sobriedad y la rectitud – incluso dualista, tremendamente polarizada- que exige toda intención moralizadora. (Pensemos, por ejemplo, cómo los grandes cuadros moralizantes se caracterizan por la ausencia de colores, es el famoso tenebrismo español, que llega hasta Saura, y que también se da en los cuadros de tema o de carácter político, como el Guernica. ¿Alguien se imagina este cuadro coloreado?). Pues bien, al dualismo ético que transmite la contienda entre el bien o el mal, o la vida y la muerte, al que debería corresponder un dualismo estético del blanco y negro, la condensación de un gran tema central que no se parase en los detalles y el trazo inmisericorde – tal como acontecía – es preciso reconocerlo- con el primer film: La noche de los muertos vivientes-, con ese final extraordinario y gélido de sucesiones de fotos fijas en que se produce la cremación del héroe- , ahora le corresponde, flagrantemente, tajantemente, su propio desmentido, por medio del estilo mismo. Lo que debería producir horror y rechazo ahora deslumbra, sorprende, divierte y seduce al espectador. Lo que se ofrecía como una tremenda denuncia de la descomposición total se convierte, a la postre, en un abandono a las voluptuosidades del asesinato y el crimen, sintetizadas todas ellas en la maravilla de la visión, ultra-macabra. Estamos, entonces, ante la instauración de lo cruel como suprema categoría estética, hasta llegar al olvido de la lección moral que justifica esa misma crueldad. De este modo, los valores morales quedan sumergidos o desplazados – o aplazados- por los valores de la producción de la visión culpable, y escarnecedora. Para mí es claro que la vocación óptica determina en cierto modo un consentimiento masoquista, extático y satánico, ante la turbulencia maléfica y apocalíptica del mundo, y una proyección al tiempo compensatoria y culpabilizadota sobre todos nosotros. De hecho, la percepción que Romero tiene del público no se aleja demasiado de la que corresponde a la masa imprevisible y browniana de la horda zombi: “El público, ese potencial de ojos y oídos que constituye el receptor de la actividad de los medios de comunicación, es básicamente un conglomerado que reacciona como una bola de arcilla.” [7]

Así pues, las almas chapotean y se ensucian en esta materialidad culposa, infinitamente contaminadas por las formas extravagantes e insidiosas del crimen. Romero revela la construcción, al modo de El Bosco, de una tierra excrementada, convertida, como sus penosos habitantes, en la materialidad misma del detritus. Última y letal mancillación de la ley divina, de la belleza de la creación con todas sus criaturas. No habrá perdón ni piedad, consuelo o reposo para ellas. No hay dolor por la pérdida, ni recuerdo alguno, ni siquiera resignación; tan sólo mal, violencia y espanto. Es ahí, y no en la voluntad moralizadora, donde encuentra, al cabo, el motor de su poética. Es esta imaginación lúgubre y funesta la que expresa la afectividad característica del mundo-zombi: no tanto en la forma del duelo por una realidad perdida e irrecomponible cuanto la emergencia del espacio desolado que deja la ausencia misma del deseo en tanto que creación de un espacio social. Que convierte en ruina y en territorio de la ansiedad cuanto abandona a la conquista del mal, una vez que ha rechazado cualquier posibilidad de acción en la historia. Una historia que, por lo demás, ha revelado su rostro demoniaco, su entidad enteramente caída: “La pena misma es, no el objeto inalcanzable, sino el desinvestimiento de él, la quiebra de la relación pasional que le unía al sujeto. He ahí la acedia más grave que la propia tristeza” [8].

Descubrir el sinsentido del universo, la presencia letal del caos como descontrol de impulsos o energías destructivas que definen lo humano; descubrir, en fin, la relativización de todo frente al (falso) presupuesto racional de la esencia humana, puede acarrear tristeza, como si algo en principio nos hubiera sido arrebatado. Pero posteriormente puede servir para reconquistar un gozo muy particular, que implica, asimismo, una cruel lucidez. Se trata del gozo y la venganza del escéptico. La percepción de un decaimiento insoslayable y planetario, que correspondió antes quizás a la antigua ecclesia triunfans y que ahora no es otro que el declive arrastrado del último dios del momento: el capitalismo. Aparece entonces la constatación jovial de lo que se presenta como las calamidades de la religión capitalista, como antes lo hubiera sido la religión católica. Hay algo de mentalidad teologal, cuando no medieval (esto se nota en la concepción de La tierra de los muertos, por ejemplo) en todo este espíritu condenador, en todo este desenfreno sin salvación, corrosivo a la vez que histriónico. Bufonesco y mortal. Feroz desestima mundana, final retirada del mundo que se refuerza en la absoluta soledad de los únicos justos; sin embargo exhaustos, incapaces de llevar sobre sí el peso de los acontecimientos. Los héroes de Romero sostienen en este abandono y en su carácter centrípeto el desfallecimiento, desde luego, de la clásica voluntad de conquista de la empresa americana.

¿No habrá incluso una suerte de imprecación a Dios mismo, en tanto que ausente, ante esta evidencia del total abandono? ¿Será lo grotesco una forma de pensamiento digamos postutópico: una llamada histriónica y desesperada, al modo de una final provocación, a esta Providencia en falta? Pero ¿qué pasaría entonces si ésta precisamente actuase para poner fin al sufrimiento de la humanidad, y cómo habría de actuar? ¿No está toda esta estrategia del patetismo y el victimismo o la crueldad poseída por una aspiración y un anhelo, digamos, del fin, un fin ya sin finalidad ninguna y, por supuesto, sin futuro? Nos encontramos aquí un último oxímoron: el fin como paradigma deseable.

En conclusión, para el director, esa segregación maléfica del mundo que invade de muerte a todo y se multiplica como la peste por las cuatro esquinas del orbe, se convierte en una especie de deliciosa cárcel de voluptuosidades. Especialmente para un individuo ya sin responsabilidades y expulsado de la historia. Un pret-a-porter del consumo en masa de la muerte a crédito y sin límite de gasto. La metáfora del centro comercial como reducto y sinécdoque de nuestra sociedad, y ahora ya como inmensa vanitas y, al tiempo, inútil genio de la lámpara que nos dispone todo cuando –hélàs- ya nada sirve, resulta, de todo punto, precisa y elocuente . Es aquí, en fin, donde podríamos hablar también de un sado-masoquismo complaciente en George Romero. De tal forma que esta claustrofobia moral no tardará en convertirse en claustrofobia estética. Con toda lógica, nos encontramos con el emblema del sótano o el bunker, o el espacio encastillado – el hortus conclusus, jardín cerrado para el disfrute de unos pocos - característico de la narración de Romero. La cripta psíquica como objeto ideal de una elaboración y de una interiorización incesantemente reemprendida y estéril; no exenta, como decimos, de matices masoquistas y aun narcisistas. “Torturado por el peso de la culpa y registrando incesantemente los errores cometidos, el escrupuloso termina escondiéndose en la tierra por temor a un Dios justo que efectúe el castigo” [9]. La imaginación se representa allí el orbe como un teatro loco, lleno de ruido y de furia, donde el exterior trata, con ruindad y alevosía, de apoderarse del mundo, o tan solo de permanecer en el ser; lo que, sin embargo, ya no será jamás posible. La imaginación se ensaña entonces con el mundo y lo deshace, impíamente. El ascetismo como modelo de conducta, el solipsismo del refugio protegido, no pueden manifestar más que un claro desprecio por el hombre. O mejor, por los seres particulares; en favor de las abstracciones, las ideas, concepciones y objetivos morales, analizados desde una perspectiva tan abstracta como cínica. Como si a la preocupación por la humanidad le acompañase indefectiblemente un desprecio por los hombres concretos.

La melancolía conduce, como efecto final, como gran efecto especial, diríamos, a la desconfianza absoluta en una salvación postrera. Conduce, pues, a la desesperación, la desperatio, el peor de los pecados, al decir de algunos sabios del barroco. Al teatro de la culpa y de la pena. Y, al cabo, desemboca en la inanidad y la nada misma. O, lo que es lo mismo, el fracaso de lo político se vuelve aquí con fuerza hacia un espacio irreal: lo impolítico, o la ensoñación de un mundo pre-político o pos-político, del todo imposible. Por ello se anhela el fin, y se evoca sin recato la cesación pura, un más allá del mundo y lo mundano, en medio de la dificultad de encontrar, en la mima muerte, algún sentido. Sería preferible pensar que, en realidad, y sin embargo, nada nos ha sido arrebatado porque nada realmente se nos dio. Detrás de todos estos juegos de la culpabilidad, tan peligrosos, tan rentables sin embargo, preferimos en definitiva pensar en la nietzscheana inocencia, en la alegría trágica del devenir. A fin de cuentas, la intensidad de la alegría ha de ser directamente proporcional a la crueldad del saber.

Texto escrito por Alberto Ruiz de Samaniego por mor da publicación do libro de Luis Pérez Ochando George A. Romero. Cuando no quede sitio en el infierno (Editorial Akal, 2013).

Notas
[1] El poema, con el título Apocalipsis. Escuela umbría, hacia 1490, forma parte del libro El hundimiento del Titanic. Hay edición española; Plaza y Janés, Barcelona, 1998, trad. de Heberto Padilla.
[2] Rev. La Esfera, El Mundo, 6/12/1997, p. 4.
[3] El crítico es Antonio Colón. Cit. por Luis Pérez Ochando, George A. Romero. Cuando no quede sitio en el infierno, Ed. Akal, Madrid, 2013, p. 135.
[4] Luis Pérez Ochando, op. cit., p. 85.
[5] E. Cioran, Cuadernos. 1957-1972, Tusquets, Barcelona, 2000, p. 89.
[6] Fernando R. de la Flor, Era Melancólica. Figuras del imaginario barroco, José de Olañeta editor, Barcelona, 2007, p. 203.
[7] Cit. en Luis Pérez Ochando, op. cit. ,p. 75
[8] Fernando R. de la Flor, op. cit., p. 211.
[9] Ibid., p. 230.

martes, 29 de xullo de 2014

Palabra de censor

Frases dos informes que emitía a Junta de Censura en España, recollidas no libro La censura cinematográfica en España de Alberto Gil (Ediciones B, 2009).

Things to come (William Cameron Menzies, 1936)
“Ingenua visión del futuro, con una teoría confusa. Muy mala. Explotable en cines de barrio y pueblos”

The women (George Cukor, 1939)
“Suprimir en absoluto todas las escenas en las que se exhiben desnudeces [...] que llegan a causar náuseas”. As “desnudeces” son: “planos cercanos de modelos de trajes de baño”, “modelo exhibiendo corsé por diferentes habitaciones”, “ejercicio de gimnasia de Rosalind Russell y Joan Fontaine”.
Guillermo de Reyna, vicepresidente da Junta de Censura, engadiu: “Cinta que aunque de tesis contraria al divorcio, está desarrollada de forma tan torpe, chabacana y falta de altura, que queda reducida a una larga exposición de toda la miseria moral y de toda la estupidez intelectual que pueda reunirse en el sexo femenino. Película en fin que llena al espectador de un sabio aprecio a la soltería ante el solo temor de que pueda corresponderle un poco de la triste y grotesca miseria que con tanta abundancia pasa ante sus ojos, llegando a producirle una verdadera repulsión física y un decidido asco” (Foi estreada en 1948)

The night of the hunter (Charles Laughton, 1955)
“Es una película desagradable y morbosa. Los conceptos que vierte sobre el matrimonio el protagonista, que pasa como predicador, son inadmisibles. Se tratan con poco respeto y veneración las frases de la Sagrada Escritura; y no faltan escenas un tanto sugestivas como las de los rollos 1 en que la artista sale muy ligera de ropa, y la del rollo 3 del predicador en la cama y su mujer de pie, insinuante. Por todo ello estimo que es inaceptable.”
“La película más retorcida y disparatada que se puede imaginar. No debe importarse”
“Película refinadamente absurda y desagradable, a base de predicador protestante y asesino. No debe importarse”
“Se trata de un engendro monstruoso fruto de una imaginación desquiciada… Rechazable en absoluto”

Tarzan’s greatest adventure (John Guillermin, 1959)
“La admiración física hacia el arquetipo masculino puede dañar psíquicamente a los adolescentes poco diferenciados, acentuando su complejo de timidez o de angustia sexual, desviando peligrosamente su atención de la sexualidad femenina.”

Some like it hot (Billy Wilder, 1959)
“Prohibida aunque sólo sea por subsistir la veda de maricones”
“De las que no tienen cura”
“Crudísimas escenas de erotismo y pornografía”
“El equívoco sexual socialmente considerado fomenta la corrupción. La frontera natural de los sexos debe observarse públicamente dejando al misterio de la intimidad esta lacra. Tal es la única objeción que puede hacerse a esta divertidísima película, pero objeción demasiado fuerte porque los dos protagonistas masculinos se sostienen vestidos de mujer y encajados en lo femenino durante 10 rollos de los 13 del montaje con tal perfección que superan las pruebas de fuego, cuales baños de mar en traje de baño con otras muchachas sin que estas adviertan el cambiazo y cuantas se derivan de la convivencia en hoteles, trenes e incluso lecho”
“Todo ello implica una fuerte invitación a la valentía o descaro social de los homosexuales. Hasta un noviazgo. Pero hay algo más grave aún: en tanto la proyección queda desplegada a toda vela para los maricas aparece cortada, cortadísima, en cuantas secuencias se dedican a la sexualidad del hombre normal. Secuencias pornográficas, protagonizadas por Marilyn”

Psycho (Alfred Hitchcock, 1960)
“Ambiente morboso, de pesadilla, en el que se describe con insana delectación como un cadáver se desangra en una bañera. En definitiva, una fantasía freudiana, rodada por una buena cámara pero pesada, artificiosa e indigesta y, por supuesto, poco recomendable desde el punto de vista moral”
“Abreviar la escena de la ducha de Marion suprimiendo desde el plano, cuando después de meterse en el baño, cierra la cortina, hasta el plano en que se la ve duchándose y al fondo, en transparencia, aparece enseguida el asesino. Abreviar la escena del asesinato, dejando solamente dos puñaladas, una al comienzo de la escena y otra al final de la misma, en la espalda, eliminando, por consiguiente, todos los planos de desnudo intermedios. Suprimir, asimismo, un plano de desnudo de Marion, tomado desde arriba, antes de caer la cortina”.

Peeping Tom (Michael Powell, 1960)
“Película morbosa y repulsiva que debemos ahorrar al público”.
“No es posible exhibir esta película ante públicos normales. Película de un loco y para locos, haría falta proyectarla en un local con espectadores seleccionados en manicomios. Me parece sencillamente demencial, atroz, brutal. Propongo su prohibición seguro de que ni la casa importadora pudo creer jamás en la autorización”.
“Crimen de lesa humanidad y, en consecuencia, la cabeza que produce tales engendros debería estar colgada en un palo muy alto, plantado en la mismísima plaza londinense de Trafalgar”


The trial (Orson Welles, 1962)
“El público que asista a ella o la comprende y entonces comprenderá la tesis, o no la entiende y entonces se aburre y no le hará mal” (O filme foi autorizado)

domingo, 27 de xullo de 2014

"Juventude em marcha": o mellor filme dos próximos cincuenta anos

O 13 de agosto ás 14:00 no Auditorio FEVI o Festival de Locarno acollerá a estrea mundial de "Cavalo Dinheiro" de Pedro Costa. Recuperamos un post escrito en xullo de 2007 sobre "Juventude em marcha", a anterior longametraxe do cineasta protagonizada por Ventura.

 


O mellor filme dos próximos cincuenta anos

Poucas veces os enviados aos festivais de cine dos principais periódicos españois acadaron cotas de tan lamentábel e errada unanimidade como o ano pasado en Cannes coa súa valoración da película Juventude em marcha, do lisboeta Pedro Costa. Carlos Boyero escribiu na súa crónica de El Mundo que superaba "en cretinez" aos "variados engendros" que lles ofreceran antes, e cualificou de "espíritus inconfundiblemente masoquistas" ás persoas que optaron por ver até o final unha historia "construida con planos fijos que llegan a durar 15 minutos y en los que [o director] coloca a un hombre negro y a su farfulleante hija para que cuenten de forma inconexa y surrealista las cosas que les han ocurrido en la vida". O noutrora director do Festival de Cine de Donostia Diego Galán dixo en El País que era un "experimento viejo" e proseguiu a súa escalada cara ao delirio afirmando que Pedro Costa "niega el cine como lenguaje, colocando la cámara fija ante (malos) actores que hablan y hablan como si fuera teatro antiguo". Para Oti Rodríguez-Merchante, do ABC, na cinta hai un ou dous personaxes que "dicen un texto que no lo puede haber escrito nadie en su sano juicio", para advertir finalmente que"aunque parecía una broma de mal gusto, no lo era". Mentres a prensa española máis lida demostraba non xa unha certa incapacidade para apreciar o cine que se afasta das fórmulas máis convencionais, senón ademais -e iso é moitísimo peor- un brutal desprezo con alarmantes apuntamentos de intolerancia, para a crítica internacional máis exixente, da francesa Cahiers du Cinema á arxentina El amante, a película do director portugués atopábase entre o máis salientábel visto ese ano en Cannes.

O protagonista desta obra mestra de Pedro Costa é Ventura, un caboverdiano que nos anos setenta emigrou a Portugal na procura dun futuro mellor. A película reflicte de forma paralela o seu pasado, o dun obreiro calquera que convive cun compañeiro nun escangallado barracón; e o seu presente, o momento xusto da recolocación dos antigos moradores do barrio/favela de Fontaínhas nas vivendas de protección oficial de Casal da Boba, uns edificios brancos, novos e impersoais. Ventura reencóntrase con mozos e mozas que imaxina ou sospeita que poderían ser os seus fillos e aos que en calquera caso trata como tales, e da súa man contemplamos anacos das súas vidas, filmados sempre de maneira estática con asombrosa precisión no que atinxe á elección do cadro e a iluminación, cos personaxes literalmente recitando ou declamando os seus parlamentos dunha maneira case fantasmal mais tamén chea de verdade. A dupla deslocación de espazos (Fontaínhas/Casal da Boba) e tempos (pasado/presente) tece un continuum específico e imaxinario no que habita Ventura, un home de maneiras elegantes e porte estatuario que a cámara de Pedro Costa nos amosa intensamente fordiano.

Como Sunrise, Ordet, Pather Panchali e The searchers, Juventude em marcha é unha desas obras verdadeiramente capitais que moi de tarde en tarde aparecen no cine e o transforman para sempre. Máis alá do seu extremo rigor estético, o que fai grande a Pedro Costa é o seu radical humanismo, a súa capacidade para camiñar polas marxes menos favorecidas da sociedade conseguindo que a palabra dignidade permaneza tatuada no cerne mesmo de cada plano sen caer xamais na elitista sordidez daqueles que nunca se meterían no quarto, con Vanda. Películas maxistrais hai varias cada ano; Juventude em marcha é, ademais, un acto sublime de bondade.

Martin Pawley

venres, 25 de xullo de 2014

Centenario de Woody Strode: "Sergeant Rutledge"

No día en que se cumpren cen anos do nacemento de Woody Strode (1914-1994) recupero un vello texto, actualizado, sobre o seu filme máis emblemático.



Sergeant Rutledge

Warner Bros quería a Sidney Poitier ou Harry Belafonte coma protagonista de Sergeant Rutldege, mais o convencemento de John Ford de que era preciso un actor cun perfil máis duro permitiu que Woody Strode se fixera co papel. Foi a actuación da súa vida. Ford ensaiou meticulosamente cada unha das súas escenas, indicándolle en detalle como debía actuar. Foi un duro esforzo do que Woody Strode ficou moi satisfeito. "Era un clásico", dixo. "Tiña dignidade. John Ford puxo na miña boca palabras clásicas. Nunca viramos antes a un negro saíndo dunha montaña coma John Wayne. Fixen a mellor cabalgada polo río que nunca un home negro fixera na pantalla. E fíxeno todo por min mesmo. Fixen cruzar o río a toda a raza negra". Repetiu con el en papeis secundarios doutros filmes: Two rode together, The man who shot Liberty Valance, Seven women. O director calificouno coma un dos seus mellores amigos; para Woody Strode el era Papa Ford e a súa relación acabou tendo, en efecto, formas paterno-filiais. Entre as rodaxes de Donovan's reef e Cheyenne autumn o cineasta tivo un accidente durante unhas vacacións en París: levou un golpe nas costas ao caer por unhas escaleiras e ficou seriamente danado. Woody foino visitar e atopouno vello e doente. Ofreceuse a quedar alí con el literalmente ao pé da súa cama, no chan, disposto a axudalo as vinte e catro horas do día e a aliviar as súas dores dándolle masaxes no lombo. Era el o único capaz de negarlle o consumo de alcohol, o único capaz de afastalo da bebida, para daquela xa un problema severo e crónico para o lendario autor. Pasou así varios meses: lían libros xuntos e conversaban -nunca de cinema- até que o fillo de Ford, Pat, aconsellou poñer fin a esa estreita convivencia que estaba alimentando toda sorte de rumores en Hollywood. Woody Strode volvería a estar perto do seu amigo antes da súa morte en 1973. Cando chegou á súa casa estaba xa literalmente devorado por un cancro, “non pesaría máis de cincuenta libras, non lle quedaba pelo e o seu rostro era unha caveira”, conta o actor nas súas memorias (Goal Dust: The Warm Candid Memoirs of a Pioneer Black Athlete and Actor, 1990). Viuno tomar a súa derradeira copa de whisky e pasou con el seis horas termando da súa man até que entrou en coma. Coa axuda da irmá do director envolveu o corpo nunha bandeira americana e logo “servímonos un brandy, brindamos no seu honor e rompemos os vasos contra a cheminea”. Podería ser unha escena dun filme do mestre.

“Era o home máis duro co que nunca traballei. Mais dirixiume de tal xeito que non volvín a preocuparme por estar diante dunha cámara”. O Sarxento Negro fixo de Woody Strode unha lenda, un tótem cinematográfico. John Ford resalta a súa excelencia física, a fermosura do heroe, mais tamén a súa integridade e a súa exemplar bondade. Unha case sobrenatural combinación de fortaleza e capacidade de sacrificio que reproduciría de novo oito anos máis tarde noutra interpretación memorábel, a do líder Lalubi -inspirado en Patrice Lumumba- en Seduto alla sua destra, filme de Valerio Zurlini que creaba paralelismos entre a detención e asasinato do protagonista -Lumumba, en suma- e a paixón de Cristo, máis evidentes aínda no título internacional, Black Jesus. Ninguén mellor ca Woody Strode para facer dese "Xesús negro", ninguén mellor para facer de Braxton Rutledge, un home só, un escravo liberado que só pode atopar un fogar no exército. Unha vítima da intolerancia e dos prexuízos, dos que é perfectamente consciente e que o impulsan a fuxir duns crimes dos que non é responsábel mais dos que sería un culpábel oficial idóneo.

Quen si cre honestamente nel é o tenente Tom Cantrell (Jeffrey Hunter); nel e en toda a tropa do 9º de Cabaleiría, formada por soldados negros que constitúen unha comunidade diferenciada e autónoma, menos propensa a formalidades. Nun punto do filme o tenente Cantrell esíxelle furioso que lle conte a súa versión dos feitos apelando á amizade: basta iso para afirmar anos de confianza mutua entre os dous personaxes. Actúa igual a Mary Beecher que encarna Constance Towers, que dende o primeiro momento se pon do lado do sarxento Rutledge, o home que lle salvou a vida. O elemento sexual, como xa pasaba en The searchers, pasea ao fondo do filme. Os racistas estadounidenses do XIX fixeran do tabú sexual un argumento de propagación da súa noxenta mensaxe para acabar impoñendo as tristemente célebres leis de segregación, as leis de Jim Crow. O tópico, aínda vivo na altura da (ideoloxicamente repugnante) The birth of a nation de Griffith, representaba os negros non só coma parvos e nugalláns, senón, sobre todo, coma bestas lascivas desexosas de violar mozas virxinais. O Ku Klux Klan erixíase en garante da virtude e supremacía branca e puña freo á “contaminación da raza” a base de estender o linchamento coma salvaxe vía extraxudicial para resolver calquera conflito, tivese ou non base real (contouno moi ben o historiador George M. Fredrickson nun libro imprescindíbel, Racism: A Short History). Nese contexto é moi audaz a maneira na que Ford representa a relación, guiada polo respecto mutuo, entre Strode e Towers, incluído o plano no que el, ferido, quita a camisa en presenza da muller, que se sente en perigo e quere verse protexida polo soldado. A mesma Constance Towers actuará logo coma dilixente enfermeira e coidará os feridos da unidade de xeito maternal. Na América da época que representa o filme o sarxento Rutledge e quizais tamén a señora Beecher serían só por iso firmes candidatos a colgar do pau máis alto; mais, non o esquezamos, na América de 1960 en que foi rodado o filme moitas das feridas da segregación estaban aínda abertas: tardaría catro anos en promulgarse a Civil Rights Act que eliminou formalmente toda clase de discriminación.

Sergeant Rutledge é outra obra mestra dun xenio que compuña cada plano e os movementos internos dentro del cunha precisión insuperábel, que confiaba no poder expresivo dunha mirada ou do chiscar dun ollo, que sabía rebaixar o contido dramático dunha historia con apuntamentos de humor que lonxe de ser gratuítos serven para describir a contorna, ás veces absurda, dun xuízo que podería ser inxusto. Sergeant Rutledge é a emoción de escoitarmos a Constance Towers dicindo que aínda que non lembra apenas o rostro do seu pai non pode esquecer o tacto suave da súa man áspera nas súas meixelas, ou a de vermos a Woody Strode erguendo cara ao peito as mans esposadas mentres len a carta da súa manumisión, facendo explícita a cruel perda dunha liberdade que non tiña ao nacer. Sergeant Rutledge é, tamén, o filme que contén un dos intres máis fermosos e desarmantes de toda a obra fordiana, ese no que ao sarxento Skidmore (Juano Hernández) lle preguntan pola súa idade e explica que non sabe exactamente cal é. "Eu nacín escravo", responde, "e vin o primeiro barco a vapor que surcou o Mississipi. Ou polo menos a miña nai dixo que era o primeiro e colleume no colo para que o vira". E é que non pode haber boa épica se non leva incorporada boa lírica (e unha presada de melancolía).

Martin Pawley

xoves, 24 de xullo de 2014

El cine de Agustín

"El cine, esa fábrica de sueños, ayudaba a olvidar por unas horas una realidad dura y difícil, y hacía más fácil soportarla. A través de él hacíamos nuestras las tragedias, alegrías, dramas, pasiones, aventuras... que, mientras existían en la pantalla, eran más reales que la rutinaria vida cotidiana. Porque aquellos mundos hechos con imágenes y palabras ayudaban a vivir y hacían crecer el territorio sin límites de la imaginación". 
Agustín Fernández Paz, O cine Villalbés [1]

En toda la literatura gallega de ayer y hoy no hay escritor que haya hecho tan explícito y fértil en su obra su amor por el cine como Agustín Fernández Paz. La frase no es una exageración, sino una obviedad, en parte debida al tradicional desinterés, cuando no franco desprecio, que la cultura gallega mostró siempre -e infelizmente sigue mostrando- por la creación fílmica, entendida en el mejor de los casos como mero fenómeno popular, casi un entretenimiento para ociosos. Es la generación de la posguerra la que encuentra en el cine una vía de escape ante el espanto cotidiano de la dictadura. Lo refleja bien la cita de Agustín que antecede estas líneas: la alegría del niño que hacía del Cine Villalbés su particular oasis, su lugar de desconexión con la realidad gris de un país condenado a la tristeza. Pero había algo más que escapismo. Más allá de ser una fábrica de sueños, el cine ofrecía una emoción propia, específica, inherente a su misma sustancia. La sala oscura, la pantalla grande, el gozo del relato compartido. Sostiene Miguel Marías que todos los buenos cinéfilos recuerdan cuál es la primera película que vieron. La primera de Agustín, lo ha comentado en muchas ocasiones, fue La isla del tesoro en versión de Byron Haskin. Quizá hubo otras antes, pero es esa la que dejó un recuerdo imborrable, vívido: el nacimiento de una pasión que se hizo evidente en el “brillo especial en los ojos” que su madre le detectó al llegar a casa.

La infancia de Agustín va de Moby Dick a La túnica sagrada, de Centauros del desierto a El mundo del silencio. En casa estaba el “cine NIC”, un proyector de juguete a manivela que empleaba tiras de papel vegetal dibujadas para producir una sencilla ilusión de movimiento. No era asumible comprar nuevas películas, pero siempre quedaba la opción de hacerlas a mano a fuerza de imaginación y tinta china.

El nuevo mundo 

Después vino la Laboral de Gijón, internado que ocupó su vida desde los 13 a los 20 años, tanto tiempo que sería capaz de recorrerla de punta a punta con los ojos cerrados. La sala de proyecciones del recinto dejó al joven Agustín impresionado: lo que se escuchaba a través de los altavoces en el San Francisco de Rossellini parecía literalmente “la voz de Dios”. En la Laboral descubre “otro cine”: el impacto de Ordet de Dreyer, en una copia subtitulada en francés que alguien traducía al castellano en directo, y, sobre todo, Ingmar Bergman (El séptimo sello, El manantial de la doncella, Fresas salvajes), que pasaría a ser uno de sus autores de referencia. En cuanto tuvieron edad suficiente como para estar autorizados a salir del internado, comenzaron las visitas a los cines de Gijón los fines de semana. Son los años 60 y en las salas causan furor obras maestras como Psicosis, El coleccionista o My fair lady, cuyas canciones aprendían en las clases de inglés del Padre Verastegui. Es fácil imaginar el shock que para un adolescente de aquella España supuso ver un film como el West Side Story de Robert Wise y Jerome Robbins, que al ritmo de la música de Leonard Bernstein bailaba, literalmente, en las calles de Nueva York. No es casualidad que West Side Story ocupe un lugar central en Amor dos quince anos, Marilyn, un cuento largo escrito en 1995 con el que Agustín quiso pagar una parte, aunque pequeña, de su deuda con el cine. Amor dos quince anos, Marilyn es pura cinefilia, sin matices. La que surge de miles y miles de horas pegado a una butaca con “los ojos ardiendo como faros”, como en el poema de Antonio Martínez Sarrión, El cine de los sábados. Entre tanta “cena desabrida y fría”, los “ríos de la memoria tan amargos” traen a primer plano un desfile ecléctico de estrellas (Anna Magnani, Christopher Lee, Gary Cooper, Stephane Audran, Liv Ullmann y muchas otras) comandado por la presencia imperial de Orson Welles, una reunión fabulosa que quiere rendir justo tributo a las salas que cierran.

“Vuelvo la vista atrás y sé que sin la visión de películas como Las uvas de la ira, Pasión, Antonio das Mortes, Jules y Jim o Grupo Salvaje yo ahora sería una persona diferente”, cuenta en el prólogo del libro que contiene este relato. El cine nos ayuda a entender el mundo y por ello “nos hace”, nos hace ser como somos. No es sólo “lo que se cuenta”, sino “cómo se cuenta”, el aprendizaje de sus reglas, de la gramática del lenguaje fílmico. Más aún que las películas allí vistas, el gran descubrimiento de Agustín en la Laboral se escondía en la biblioteca del centro: la colección completa de la revista Film Ideal, gracias a la cual tuvo noticia de las grandes transformaciones que trajo consigo esa década prodigiosa, la de los “nuevos cines” que daban señales de vida aquí y allá. El cine se podía leer y se podía pensar. Las crónicas de festivales señalaban nombres emergentes a tener en cuenta, los estudios críticos arrojaban nueva luz sobre obras mal entendidas (o entendidas de forma insuficiente), las reseñas de películas generaban expectación hacia títulos que en muchas ocasiones tardaría décadas en ver. El conocimiento no diluye el amor, antes por el contrario, lo hace más sólido, más independiente de entusiasmos coyunturales. Agustín acabará llenando de notas su ejemplar de Praxis del cine de Noel Bürch e incluso se atreve a contradecir al gran teórico: “esto es una exageración o habría que matizarlo. Es obvio que un film no es tal hasta la fase de montaje, y no puede hablarse de película hasta que está montada”, apunta en una esquina.

La gran estafa 

La necesidad de saber más chocaba, por desgracia, contra el muro despiadado de la censura. El escritor mira hacia atrás con ira para explorar hoy la frustración de haber crecido bajo un sistema corrupto que hizo del miedo la base de su poder, idea en la que se fundamenta Non hai noite tan longa [2]. La dictadura aplastó cuantas libertades pudo y cercenó el acceso a la cultura hasta extremos absurdos, paranoicos. El inquieto Agustín sabía de películas que “estaban ahí” pero a las que no podía tener acceso. Al verlas muchos años después de lo debido surge a veces la decepción por la distancia, insalvable, entre las expectativas de la película imaginada y la real; es el caso de If... de Lindsay Anderson. Con el fin de la tiranía -digamos mejor el fin de aquella tiranía- Agustín constató más razones para sentirse estafado. Al revisar en televisión o DVD muchas de las películas de su vida comprobó lo que ya sabía: que las versiones que había visto en salas estaban salvajemente mutiladas y/o manipuladas a través del doblaje. Las películas de verdad eran distintas.

Frente al rigor de la Laboral, la Barcelona de finales de los 60 fue para el autor un paraíso. La oferta cinematográfica parecía inabarcable: los estrenos, las reposiciones, los cineclubs, las salas de arte y ensayo que ofrecían películas en versión original... Cuando vuelve a Galicia con 24 años se instala en A Coruña para estudiar Magisterio. Es mayor que sus compañeros de carrera y por su formación como perito las materias científicas (matemáticas, física, dibujo técnico, en apariencia las más exigentes) le resultan muy asequibles. Sus recursos económicos son limitados pero sí dispone, por fin, de tiempo, y en abundancia, para satisfacer sus pasiones: el cine, la literatura. En el cineclub de la ciudad, conducido por Enrique Alonso Quintás [3], recupera a Orson Welles y descubre a los autores que vienen del este, con figuras como Miklós Jancsó. Como ingrediente añadido de las sesiones preparaban con esmero hojas informativas sobre los títulos proyectados, a veces con textos extraídos de otras publicaciones, en ocasiones escritos por ellos mismos a partir de sus propios recuerdos, no siempre muy firmes. Cuando hoy escribimos sobre cine raras veces lo hacemos sin regresar a las películas tratadas: usamos nuestras copias digitales para revisarlas plano a plano si es preciso. En esa época no tan lejana el imaginario fílmico se edificaba sobre la siempre frágil -y en ocasiones equivocada- memoria. En esas hojas del cineclub, aún por explorar, reposan los primeros escritos sobre cine de Agustín Fernández Paz.

Los 70 fueron aún años de efervescencia en lo que se refiere a la asistencia a las salas: en aquel momento el cine seguía siendo la principal opción de ocio popular. La generalización del vídeo doméstico primero y la proliferación de cadenas de televisión después supuso un golpe durísimo; la brutal caída de espectadores motivó el cierre masivo de salas. Desaparecen los cines en los pueblos, en los barrios; con el cambio de siglo la multisala será la norma, asociada cada vez más a grandes centros comerciales en la periferia urbana. Cambia la forma de relacionarse con el cine y eso induce necesariamente a la nostalgia. De ella bebe el más elocuente homenaje al cine de Agustín, Fantasmas de luz [4], anclado en otro periodo gris, el presente de la crisis que condena a millones de personas a la invisibilidad. El optimismo revolucionario de Agustín adopta como propias las palabras de Ma Joad (Jane Darwell) al final de Las uvas de la ira, adaptación magistral de John Ford de una novela igualmente magistral de John Steinbeck. “Nunca podrán acabar con nosotros, ni aplastarnos. Siempre saldremos adelante, porque nosotros somos el pueblo”. Nada más apropiado para culminar una obra repleta de citas cinematográficas, listadas al final del volumen para que cada lector pueda viajar por su cuenta por las filias fílmicas del escritor. En ese libro memorable Agustín se permite otro guiño cinéfilo: la inclusión de seis “tomas extra”, al estilo de lo que es común en las ediciones en DVD, que complementan personajes y episodios apuntados en el cuerpo de la novela.

Hay más cine en la literatura de Agustín. El de Wong Kar-wai, en especial Deseando amar y 2046, citada de forma expresa en O único que queda é o amor, Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil. El de Ousmane Sembene, padre del cine africano, el maestro detrás de Mandabi y Moolaadé, a quien le dedica Lúa do Senegal. El cine que va repasando, con contagiosa alegría, en su blog, con algunas elecciones obvias, otras no tanto [5]. Un cine vivo, que no se conjuga únicamente en pasado sino que sigue en marcha para proporcionarnos año tras año maravillas capaces de cambiarnos la vida, como The tree of life de Terence Malick [6]. Y los ojos, digámoslo una vez más, ardiendo felices como faros.  

Martin Pawley. Artigo escrito para o número 108 (marzo de 2014) da Revista Peonza.

Notas

[1] Traducción de un fragmento del original escrito para el programa de las “Festas de San Ramón” de Vilalba. Recogido en el volumen antológico O rastro que deixamos, editado por Isabel Soto (Edicións Xerais, 2012)
[2] Edicións Xerais, 2011. Crítica de Martin Pawley, aquí.
[3] Citado en Amor dos quince anos, Marilyn y en los agradecimientos de Fantasmas de luz.
[4] Edicións Xerais y Editorial Anaya, 2011. Crítica de Xurxo González, aquí.
[5] Hasta la fecha: Grupo salvaje de Sam Peckimpah, 1969; Las uvas de la ira de John Ford, 1940; El festín de Babette de Gabriel Axel, 1987; Ordet de Carl T. Dreyer, 1955; Vanya en la Calle 42 de Louis Malle, 1994; Moolaadé de Ousmane Sembene, 2004; La sal de la Tierra de Herbert J. Biberman, 1954; La caja de música de Costa-Gavras, 1989; Psicosis de Alfred Hitchcock, 1960; y Fahrenheit 451 de François Truffaut, 1966.
[6] Correspondencia sobre THE TREE OF LIFE entre Agustín Fernández Paz, Xabier P. Docampo, Manuel Bragado y Martin Pawley.

mércores, 23 de xullo de 2014

As axudas de talento

Coa “popularización” da etiqueta do Novo Cinema Galego case todo o mundo se remite ás tan cacarexadas “axudas de talento”, unha liña de axudas da que partiron os filmes e os cineastas que sacudiron a historia recente do cinema galego. Mais pouca xente sabe da súa orixe, quen foron os seus artífices, como evolucionaron e en que estado se atopan na actualidade.

Para fixar o comezo hai que remontarse á chegada ao goberno do bipartito, alá polo 2005. Malia a división de competencias no eido da produción, e da man da Axencia Audiovisual Galega, rompeuse a inercia da defensa do “modelo gallego” de coprodución da época Fraga ao abrir máis liñas de axudas, subir as contías, amosar claridade do proceso e arroupar todo con proxectos complementarios. O artífice foi Manolo González, que pretendeu que xermolara unha nova póla dentro da árbore monolítica e anacrónica do sector audiovisual galego. Para iso deseñou unhas axudas ás que puideran acceder persoas físicas sen necesidade de estar apoiadas por unha produtora. Dentro do texto da convocatoria había tres paradigmas estéticos polos que se guiar: códigos narrativos, unha rodaxe creativa e unha mirada potenciada do director. Todo isto foi un duro golpe a concepción tradicional do cinema en Galicia mais aínda quedaba moito por percorrer.

Desde un principio fíxose gala desta intención aperturista facendo sub-liñas de apoio a mulleres, a menores de 18 anos e a producións que tratasen o tema da memoria. Estes desexos correctores chocaron de fronte coas inercias conservadoras da administración que non estaba preparadas para que se “saltaran o guión”. Nas convocatorias de 2006, 2007 e 2008 houbo unha loita sen cuartel para intentar cadrar este novo espírito. Durante este período os creadores aínda tiñan que xustificar as axudas con facturas como se foran unha empresa, o cal carrexou moito desgustos e choros. A Lei de Subvencións de Galicia non estaba preparada para esta variable. Foi entón que se considerou cambiar a procedencia da partida económica destas axudas: que pasase do capítulo 7 destinado a subvencións ao capítulo 4 de onde procedían os gastos xerais. Ou sexa: reducindo o gasto en folios e en clips púidose sacar unha liña de axudas chamada a cubrir de gloria a cultura galega contemporánea.

Mais estes logros xa non os recollería o bipartito. As preseas pasaban directamente á solapa do goberno do PP. Todos vós sodes capitáns de Oliver Laxe chega a Cannes en 2010 e despois unha chea de filmes galegos encamiñan longos percorridos por distintos festivais internacionais. Un agasallo inesperado que non souberon dirixir. Desde 2010 as axudas de talento esmorecen progresivamente. As contías destinadas descenden de xeito alarmante pasando dos 400 mil euros en 2009 aos 65 mil en 2013. Os recortes en cultura espallaron o terror mais a tesoira cebouse en exceso nas axudas de talento, que chegaron incluso a non ser convocadas en 2012.

Ese ano organizouse un colectivo en defensa das axudas de talento para evitar a súa desaparición. Unha acción semellante á realizada en 2011 na que se fixo unha recollida de sinaturas para conter o efecto destrutivo do goberno do PP. Con estes dous enroques quíxose dar a coñecer os beneficios deste tipo de axudas. O colectivo deu a coñecer unha serie de demandas para que a administración as tivese en conta e mellorar a convocatoria e o seu encaixe no sector. A defensa de 2012 fracasou coa promesa de que o ano seguinte ían saír, como así foi, unha convocatoria testemuñal destinada a curtametraxes.

As axudas de talento foron o froito máis destacado dunha política audiovisual que emprega a imaxe en movemento como ferramenta que aporta cohesión ao territorio e a identidade dun país. Estas achegas económicas foron unha excelente política de I+D+I para o sector cinematográfico xa que gracias a elas retornaron moitos dos directores que estudaban fóra de Galicia. Crearon un abondoso magma creativo que mesmo impulsou a produción fóra das axudas. O apoio institucional favoreceu que moitos cineastas e filmes tiveran unha relevancia internacional. Mais os nomes coñecidos simplemente eran o pico do iceberg, outros filmes e directores que non tiveron ese eco internacional tamén foron partícipes desta efervescencia creativa.

O estraño é que a pesar de ser unha fórmula testada cun éxito incuestionable a administración que a creou nin a apoia nin a defende, ou que outras institucións de maior calado non a copien e a trasladen aos seus territorios. Resulta moi complicado atopar políticas audiovisuais efectivas mais as axudas de talento postas en marcha pola Xunta de Galicia son a constatación de que poden ser unha ferramenta excelente para atallar o futuro da disciplina.

Xurxo González

martes, 22 de xullo de 2014

A non-política audiovisual galega

Unha política pódese definir tanto polo que fai como polo que non fai. Manolo González sinalaba recentemente que na actualidade non existe ningunha política audiovisual e que o que existe é simplemente ignorancia. Por un lado concordo coa ignorancia supina do actual goberno na materia máis difiro na cuestión da non existencia de política audiovisual. Esta orfandade coincide co período máis glorioso do cinema galego polo que esa ausencia altamente significativa ergue o “non-saber” á categoría de política.

Coa intención de non caer nun xuízo apresurado lin a valoración da Consellaría de Cultura na Memoria de Cultura do 2013 onde se pretende facer un mal chamado “balance” do que deu de si a acción gobernamental nos distintos eidos da cultura galega. No que atinxe ao audiovisual agrúpase en catro campos: liñas de axudas que esmorecen con contías minguantes, unha internacionalización baseada en sufragar o paseo de produtores por mercados, a pedagoxía limitada a proxecto Audiovisual nas Aulas e o papel do CGAI intentando sobrevivir á inanición.

Todas estas actividades están condicionadas pola tan cacarexada baixada de recursos orzamentarios. Unha escusa que se emprega para xustificar a pouca efectividade da actual política audiovisual galega que exclúe algún grao de autocrítica de que o que hai se gasta mal. Esta folla de ruta esluída materialízase nas presións que exercen tanto AGAPI coma o Clúster, únicos interlocutores válidos para a administración. Unha óptica condicionada que propicia unha alarmante fractura no audiovisual galego derivada da irrupción das novas concepcións cinematográficas que o único que procuran é unha pura adaptación darwinista á inestabilidade do contexto actual.

Ante este panorama cumpriría facer unha política que olle o futuro. Todo o mundo sabe da redución do apoio económico á produción audiovisual mais poderíanse facer moreas de cousas para aliviar a carestía que se presupón para os vindeiros anos. Mais que nunca vese a necesidade de trazar unhas novas regras do xogo. Para iso habería que comezar por facer unha nova Lei do Audiovisual de Galicia, a que que hai é de 1999 e está totalmente desfasada. Tamén habería que engadir unha emenda a Lei de Subvencións de Galicia do 2007 onde mellorar o trato ás empresas das industrias culturais. O arranxo destas dúas ferramentas unicamente require de recursos humanos e de vontade política.

O organismo que tería que levar estas dilixencias é o AGADIC, unha torre de marfil situada no Gaiás distante dos problemas do sector que todo o que fai é para saír airoso das obrigas que fixan os seus vaporosos estatutos. Os seus responsábeis demostran un alto descoñecemento dos “tixolos” do sector e son incapaces de poñer en práctica proxectos complementarios que establezan sinerxias.

E non fai falta imaxinar moito. Así, urxe encadrar o deseño das subvencións dentro das máximas que marca a UE para o período 2014-2018. Teríase que intentar non deixar morrer a fórmula das “axudas de talento” que tanto deu á cultura galega contemporánea por tan pouco. Os filmes ben valorados son a mellor ferramenta para a internacionalización do audiovisual galego polo que habería que apoiar os directores no seus periplos internacionais. Teñen que saber colgarse as preseas dos logros conseguidos e sacar peito do realizado. Colaborar en focos ou ciclos de cinema galego que poidan chegar a festivais e organismos tanto de dentro como de fóra de Galiza. Actualizar a formación académica mentres se produce a tan necesaria organización do mapa das titulacións universitarias de Galicia. Apoiar a rede de cineclubs e intentar unha maior difusión nas vilas pequenas e medianas. Fomentar a presenza coherente do cinema galego na TVG (e para iso hai que trocar os responsábeis que negocian o apoio a produtos). Pór en marchar o tan anunciado circuíto cinematográfico de exhibición. Incentivar os festivais de cinema galego para que sexan un punto de encontro entre a creación galega e a do resto do mundo. Coordinar os proxectos de valoración e conservación do arquivo.

Isto só é unha mostra do que se podería facer sen necesidade de grandes partidas económicas. É dicir, unha política audiovisual áxil e flexíbel capaz de capear as esixencias dun sector cultural en constante mutación. E para que isto ocorra precísanse responsábeis que non estean parapetados no eco das arcas da Xunta senón xente con sensibilidade e empatía capaz de provocar ilusión e esperanza a un sector especialmente maltratado pola crise.

Xurxo González