"El cine, esa fábrica de sueños, ayudaba a olvidar por unas horas una realidad dura y difícil, y hacía más fácil soportarla. A través de él hacíamos nuestras las tragedias, alegrías, dramas, pasiones, aventuras... que, mientras existían en la pantalla, eran más reales que la rutinaria vida cotidiana. Porque aquellos mundos hechos con imágenes y palabras ayudaban a vivir y hacían crecer el territorio sin límites de la imaginación".
Agustín Fernández Paz, O cine Villalbés [1]
En toda la literatura gallega de ayer y hoy no hay escritor que haya hecho tan explícito y fértil en su obra su amor por el cine como Agustín Fernández Paz. La frase no es una exageración, sino una obviedad, en parte debida al tradicional desinterés, cuando no franco desprecio, que la cultura gallega mostró siempre -e infelizmente sigue mostrando- por la creación fílmica, entendida en el mejor de los casos como mero fenómeno popular, casi un entretenimiento para ociosos. Es la generación de la posguerra la que encuentra en el cine una vía de escape ante el espanto cotidiano de la dictadura. Lo refleja bien la cita de Agustín que antecede estas líneas: la alegría del niño que hacía del Cine Villalbés su particular oasis, su lugar de desconexión con la realidad gris de un país condenado a la tristeza. Pero había algo más que escapismo. Más allá de ser una fábrica de sueños, el cine ofrecía una emoción propia, específica, inherente a su misma sustancia. La sala oscura, la pantalla grande, el gozo del relato compartido. Sostiene Miguel Marías que todos los buenos cinéfilos recuerdan cuál es la primera película que vieron. La primera de Agustín, lo ha comentado en muchas ocasiones, fue La isla del tesoro en versión de Byron Haskin. Quizá hubo otras antes, pero es esa la que dejó un recuerdo imborrable, vívido: el nacimiento de una pasión que se hizo evidente en el “brillo especial en los ojos” que su madre le detectó al llegar a casa.
La infancia de Agustín va de Moby Dick a La túnica sagrada, de Centauros del desierto a El mundo del silencio. En casa estaba el “cine NIC”, un proyector de juguete a manivela que empleaba tiras de papel vegetal dibujadas para producir una sencilla ilusión de movimiento. No era asumible comprar nuevas películas, pero siempre quedaba la opción de hacerlas a mano a fuerza de imaginación y tinta china.
El nuevo mundo
Después vino la Laboral de Gijón, internado que ocupó su vida desde los 13 a los 20 años, tanto tiempo que sería capaz de recorrerla de punta a punta con los ojos cerrados. La sala de proyecciones del recinto dejó al joven Agustín impresionado: lo que se escuchaba a través de los altavoces en el San Francisco de Rossellini parecía literalmente “la voz de Dios”. En la Laboral descubre “otro cine”: el impacto de Ordet de Dreyer, en una copia subtitulada en francés que alguien traducía al castellano en directo, y, sobre todo, Ingmar Bergman (El séptimo sello, El manantial de la doncella, Fresas salvajes), que pasaría a ser uno de sus autores de referencia. En cuanto tuvieron edad suficiente como para estar autorizados a salir del internado, comenzaron las visitas a los cines de Gijón los fines de semana. Son los años 60 y en las salas causan furor obras maestras como Psicosis, El coleccionista o My fair lady, cuyas canciones aprendían en las clases de inglés del Padre Verastegui. Es fácil imaginar el shock que para un adolescente de aquella España supuso ver un film como el West Side Story de Robert Wise y Jerome Robbins, que al ritmo de la música de Leonard Bernstein bailaba, literalmente, en las calles de Nueva York. No es casualidad que West Side Story ocupe un lugar central en Amor dos quince anos, Marilyn, un cuento largo escrito en 1995 con el que Agustín quiso pagar una parte, aunque pequeña, de su deuda con el cine. Amor dos quince anos, Marilyn es pura cinefilia, sin matices. La que surge de miles y miles de horas pegado a una butaca con “los ojos ardiendo como faros”, como en el poema de Antonio Martínez Sarrión, El cine de los sábados. Entre tanta “cena desabrida y fría”, los “ríos de la memoria tan amargos” traen a primer plano un desfile ecléctico de estrellas (Anna Magnani, Christopher Lee, Gary Cooper, Stephane Audran, Liv Ullmann y muchas otras) comandado por la presencia imperial de Orson Welles, una reunión fabulosa que quiere rendir justo tributo a las salas que cierran.
“Vuelvo la vista atrás y sé que sin la visión de películas como Las uvas de la ira, Pasión, Antonio das Mortes, Jules y Jim o Grupo Salvaje yo ahora sería una persona diferente”, cuenta en el prólogo del libro que contiene este relato. El cine nos ayuda a entender el mundo y por ello “nos hace”, nos hace ser como somos. No es sólo “lo que se cuenta”, sino “cómo se cuenta”, el aprendizaje de sus reglas, de la gramática del lenguaje fílmico. Más aún que las películas allí vistas, el gran descubrimiento de Agustín en la Laboral se escondía en la biblioteca del centro: la colección completa de la revista Film Ideal, gracias a la cual tuvo noticia de las grandes transformaciones que trajo consigo esa década prodigiosa, la de los “nuevos cines” que daban señales de vida aquí y allá. El cine se podía leer y se podía pensar. Las crónicas de festivales señalaban nombres emergentes a tener en cuenta, los estudios críticos arrojaban nueva luz sobre obras mal entendidas (o entendidas de forma insuficiente), las reseñas de películas generaban expectación hacia títulos que en muchas ocasiones tardaría décadas en ver. El conocimiento no diluye el amor, antes por el contrario, lo hace más sólido, más independiente de entusiasmos coyunturales. Agustín acabará llenando de notas su ejemplar de Praxis del cine de Noel Bürch e incluso se atreve a contradecir al gran teórico: “esto es una exageración o habría que matizarlo. Es obvio que un film no es tal hasta la fase de montaje, y no puede hablarse de película hasta que está montada”, apunta en una esquina.
La gran estafa
La necesidad de saber más chocaba, por desgracia, contra el muro despiadado de la censura. El escritor mira hacia atrás con ira para explorar hoy la frustración de haber crecido bajo un sistema corrupto que hizo del miedo la base de su poder, idea en la que se fundamenta Non hai noite tan longa [2]. La dictadura aplastó cuantas libertades pudo y cercenó el acceso a la cultura hasta extremos absurdos, paranoicos. El inquieto Agustín sabía de películas que “estaban ahí” pero a las que no podía tener acceso. Al verlas muchos años después de lo debido surge a veces la decepción por la distancia, insalvable, entre las expectativas de la película imaginada y la real; es el caso de If... de Lindsay Anderson. Con el fin de la tiranía -digamos mejor el fin de aquella tiranía- Agustín constató más razones para sentirse estafado. Al revisar en televisión o DVD muchas de las películas de su vida comprobó lo que ya sabía: que las versiones que había visto en salas estaban salvajemente mutiladas y/o manipuladas a través del doblaje. Las películas de verdad eran distintas.
Frente al rigor de la Laboral, la Barcelona de finales de los 60 fue para el autor un paraíso. La oferta cinematográfica parecía inabarcable: los estrenos, las reposiciones, los cineclubs, las salas de arte y ensayo que ofrecían películas en versión original... Cuando vuelve a Galicia con 24 años se instala en A Coruña para estudiar Magisterio. Es mayor que sus compañeros de carrera y por su formación como perito las materias científicas (matemáticas, física, dibujo técnico, en apariencia las más exigentes) le resultan muy asequibles. Sus recursos económicos son limitados pero sí dispone, por fin, de tiempo, y en abundancia, para satisfacer sus pasiones: el cine, la literatura. En el cineclub de la ciudad, conducido por Enrique Alonso Quintás [3], recupera a Orson Welles y descubre a los autores que vienen del este, con figuras como Miklós Jancsó. Como ingrediente añadido de las sesiones preparaban con esmero hojas informativas sobre los títulos proyectados, a veces con textos extraídos de otras publicaciones, en ocasiones escritos por ellos mismos a partir de sus propios recuerdos, no siempre muy firmes. Cuando hoy escribimos sobre cine raras veces lo hacemos sin regresar a las películas tratadas: usamos nuestras copias digitales para revisarlas plano a plano si es preciso. En esa época no tan lejana el imaginario fílmico se edificaba sobre la siempre frágil -y en ocasiones equivocada- memoria. En esas hojas del cineclub, aún por explorar, reposan los primeros escritos sobre cine de Agustín Fernández Paz.
Los 70 fueron aún años de efervescencia en lo que se refiere a la asistencia a las salas: en aquel momento el cine seguía siendo la principal opción de ocio popular. La generalización del vídeo doméstico primero y la proliferación de cadenas de televisión después supuso un golpe durísimo; la brutal caída de espectadores motivó el cierre masivo de salas. Desaparecen los cines en los pueblos, en los barrios; con el cambio de siglo la multisala será la norma, asociada cada vez más a grandes centros comerciales en la periferia urbana. Cambia la forma de relacionarse con el cine y eso induce necesariamente a la nostalgia. De ella bebe el más elocuente homenaje al cine de Agustín, Fantasmas de luz [4], anclado en otro periodo gris, el presente de la crisis que condena a millones de personas a la invisibilidad. El optimismo revolucionario de Agustín adopta como propias las palabras de Ma Joad (Jane Darwell) al final de Las uvas de la ira, adaptación magistral de John Ford de una novela igualmente magistral de John Steinbeck. “Nunca podrán acabar con nosotros, ni aplastarnos. Siempre saldremos adelante, porque nosotros somos el pueblo”. Nada más apropiado para culminar una obra repleta de citas cinematográficas, listadas al final del volumen para que cada lector pueda viajar por su cuenta por las filias fílmicas del escritor. En ese libro memorable Agustín se permite otro guiño cinéfilo: la inclusión de seis “tomas extra”, al estilo de lo que es común en las ediciones en DVD, que complementan personajes y episodios apuntados en el cuerpo de la novela.
Hay más cine en la literatura de Agustín. El de Wong Kar-wai, en especial Deseando amar y 2046, citada de forma expresa en O único que queda é o amor, Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil. El de Ousmane Sembene, padre del cine africano, el maestro detrás de Mandabi y Moolaadé, a quien le dedica Lúa do Senegal. El cine que va repasando, con contagiosa alegría, en su blog, con algunas elecciones obvias, otras no tanto [5]. Un cine vivo, que no se conjuga únicamente en pasado sino que sigue en marcha para proporcionarnos año tras año maravillas capaces de cambiarnos la vida, como The tree of life de Terence Malick [6]. Y los ojos, digámoslo una vez más, ardiendo felices como faros.
Martin Pawley. Artigo escrito para o número 108 (marzo de 2014) da Revista Peonza.
Notas
[1] Traducción de un fragmento del original escrito para el programa de las “Festas de San Ramón” de Vilalba. Recogido en el volumen antológico O rastro que deixamos, editado por Isabel Soto (Edicións Xerais, 2012)
[2] Edicións Xerais, 2011. Crítica de Martin Pawley, aquí.
[3] Citado en Amor dos quince anos, Marilyn y en los agradecimientos de Fantasmas de luz.
[4] Edicións Xerais y Editorial Anaya, 2011. Crítica de Xurxo González, aquí.
[5] Hasta la fecha: Grupo salvaje de Sam Peckimpah, 1969; Las uvas de la ira de John Ford, 1940; El festín de Babette de Gabriel Axel, 1987; Ordet de Carl T. Dreyer, 1955; Vanya en la Calle 42 de Louis Malle, 1994; Moolaadé de Ousmane Sembene, 2004; La sal de la Tierra de Herbert J. Biberman, 1954; La caja de música de Costa-Gavras, 1989; Psicosis de Alfred Hitchcock, 1960; y Fahrenheit 451 de François Truffaut, 1966.
[6] Correspondencia sobre THE TREE OF LIFE entre Agustín Fernández Paz, Xabier P. Docampo, Manuel Bragado y Martin Pawley.
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