por José Luis Losa
En esta línea, The angels' share arranca con una secuencia verdaderamente hilarante, la de uno de sus “doce del patíbulo” cantinfleando hasta caer como un pulpo en la vía del tren. Lo que ocurre es que este personaje reproduce después su rol de tonto del bote hasta la saciedad y con capotazos de humor tabernario. Hablo de los “doce del patíbulo” de Ken Loach que en realidad son cuatro delincuentes sometidos a un programa de reinserción social y que, sin saber muy bien cómo ni porqué, terminan enrolados en una cata de whiskys exclusivos en la que preparan un gran golpe. The angels' share es un puro despropósito desde la chapuza de su guión que hilvana tópicos del peor cine de Loach, cosas que podrían estar igual en Torrente 3 que en Atraco a las tres, pero que siempre están presididas por la torpeza o desgana narrativa, la improvisación abarraganada, el chistecillo populista de barra de pub. De hecho, el happy-ending tan inhabitual en Ken Loach provocó en la sala Lumiére una notable ovación. Qué bárbaros.
Mucho más interés tienen otros delincuentes, estos no marginales por causa de su origen social sino, más o menos, aristócratas del crimen. Killing them softly es el setentero título de la esperada nueva película de Andrew Dominik, autor de El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford. Brad Pitt, en su función de killer bajo la batuta de Dominik, va mostrando el declive estético del otrora honorable gremio del robo: asesinos cansados, liquidadores de saldo, chivatos que cantan la Traviata, una especie de viaje a la degeneración de la delincuencia. Me engancha el tono entre sardónico y crepscular de Killing them softly, el rictus de fin de función de gente como Ray Liotta o James Gandolfini, casi tan demediado como Tony Soprano. Hay en el film chispazos de homenaje a filmes como La huida o El largo adiós. Todo lo que tenía de pretenciosa la película anterior del australiano Andrew Dominik se torna ahora en escepticismo, ironía, violencia desencantada y fría, solo por motivos personales. Me alegra el día esta visita a los bajos fondos que a ratos parecen un anglosajón y esperpéntico callejón del gato.
La jornada la completó el argentino Pablo Trapero, quien con Elefante blanco produce y dirige un drama sorprendentemente anacrónico, con Ricardo Darín y el belga Jérémie Renier encarnando a dos curas obreros que se erigen en líderes de un suburbio del Gran Buenos Aires y que parecen sacados de una película española del cuarentañisno aunque, eso sí, Trapero, chico mimado por Cannes, tire de chequera y dote las aventuras de sus sacerdotes azote de los poderes ocultos en una superproducción con efectos especiales propios de cine de superhéroes, para terminar de rematar el despropósito, por otra parte aplaudidísimo por un público sobradamente generoso en el pase nocturno de la Croisette.
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