por José Luis Losa
En un viernes casi de ayuno en el programa (casi parecía una carta abierta de Alberto Barbera para que los que poblamos la isla del Lido por diez días nos escapasemos por unas horas de este territorio semivirtual), tuvimos la fortuna de contar con la nueva película de un autor al que se le nota la tan infrecuente hambre de filmar. El austríaco Ulrich Seidl logró una de las cimas de la pasada edición de Cannes con Paradise: Love, una descarnada descripción de cómo una matrona centroeuropea puede irse transformando en depredador de carne en el mundo macho del Africa subsahariana. Aquella excursión impúdica y despiadada al safari non-stop que las mujeres entradas en años de la mitteleuropa celebran en la búsqueda de sexo que reciben como pieza de caza irritó muchas sensibilidades y se fue de Cannes sin llevarse ni las gracias, cuando hubiese merecido casi todo.
Paradise: love se anunció como primera parte de una trilogía de Ulrich Seidl en torno a tres mujeres de una misma familia. Paradise: Faith, segunda entrega del tríptico, se centra en la hermana, también sobrepasada la cincuentena, de la memorable turista sexual en África. En esta ocasión, Seidl vuelve a hablarnos de una mujer marcada por su insatisfacción afectiva. Pero lo que la protagonista de la primera entrega resolvía buscando sexo de alquiler en Kenia, la de esta segunda lo revierte en sublimación de eso llamado “amor divino”, que va desde el uso de cilicios y fustas para el autoflagelo hasta masturbaciones de madera muy poco católica.
Si ya Paradise: love indignó a los biempensantes y a algún espíritu de boquilla pseudosensible, este Paradise: faith, que como la anterior, se va a estrenar en España, es probable que provoque convocatorias de protesta de oyentes de Radio María. Seidl planifica su opus dei fílmico a base de una liturgia intencionadamente repetitiva: las mismas acciones, la misma neurosis, que se suceden en una falsa monotonía que lleva dentro un sutil crescendo: los castigos autoinfligidos, las visitas a domicilio para el proselitismo religioso, y la guerra consigo misma y con su marido, musulman, inválido, pero no inapetente, dentro de una casa que juega su rol de escenario claustrofóbico, de guerra de crucifijos, de represión desequilibrante. Más allá de la aparente superficialidad de sus profanaciones (muy celebradas en un sector de la sala, sobre todo en una secuencia en la que una lata de cerveza se estrella contra el marco de una foto de Ratzinger), Ulrich Siedl, que hace tiempo que ha dejado de ser solo un provocador para elevar su cine a códigos de mayor altura, construye el círculo que se va cerrando sobre su nueva contraheroína, al mismo tiempo que su patología la asfixia.
No tiene sentido entrar a debatir sobre si esta trilogía de Ulrich Seidl ganaría un premio a la simpatía o al buenrollismo, ése que tanto sobra también en el cine supuestamente autoral y comprometido. Miren: yo tampoco me iría a tomar unas cervezas con Ulrich Seidl y, a tenor de lo que apunta su cine, subir con él en un ascensor debe de ser tan inquietante como lo sería el hacerlo con Bruno Dumont, Gaspar Noé u otras criaturas del averno cinematográfico. Pero aprecio que el estilete de este director austriaco para hurgar en las insanias de una sociedad carcomida por las enfermizas del nuevo orden neocón se va afilando, y ya se metaboliza en la mirada implacable de uno de los nuevos grandes directores de la escuela de la crueldad.
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