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La gente que ha observado el firmamento en un período suficientemente largo de tiempo, por ejemplo los
últimos veinte años, es plenamente consciente del deterioro del paisaje nocturno por efecto de la contaminación lumínica en constante aumento. También, por supuesto, de que para disfrutar de un cielo razonablemente bueno suele ser imprescindible desplazarse el número necesario de kilómetros para apartarse de
la mancha de luz de las ciudades, y que ese número de kilómetros es hoy mayor que hace dos décadas. Ahora bien, ¿qué entendemos por un cielo «razonablemente bueno»? O, dicho de otra forma, puesto que un cielo prístino, sin apenas rastro de contaminación lumínica, es algo fuera del alcance para las personas que
residimos en la mayor parte del continente europeo, ¿qué nivel de deterioro nos parece tolerable para afirmar que el cielo que tenemos sobre nuestras cabezas es bueno o muy bueno? El debate es aún más pertinente ante la
proliferación de territorios con alguna certificación por la «excelencia» de su cielo y que presentan, en la práctica, enormes limitaciones para la observación.
El límite que separa lo bueno de lo regular es siempre arbitrario y muy personal. Habrá quien se conforme con ver bien la Vía Láctea, no intuirla, sino reconocer con claridad su forma (y esto, a fin de cuentas, debería ser el mínimo para empezar a hablar), y quien exija distinguir estrellas de magnitud 6. Sean cuales sean los parámetros que elijamos, estos no pueden restringirse a la región del cénit: un cielo excelente lo es si su calidad se extiende en todas las direcciones y alturas, incluso cerca del horizonte, sin zonas notablemente estropeadas por fuentes de luz cercanas (públicas o privadas: los fotones no entienden de fronteras pero tampoco de quien paga su emisión). El cénit puede ser espléndido en sitios que en su conjunto resultan
muy pobres para la astronomía. Y es bueno recordar siempre que las herramientas actuales de modelización permiten diseñar planes de iluminación a nivel local y regional que conduzcan a la reducción de las emisiones no deseadas de luz y así mejorar, de forma concreta y verificable, la calidad del cielo de cualquier lugar que se desee proteger. Un cielo discreto puede transformarse a corto plazo en una hermosa vista nocturna siempre que haya voluntad social y política.
Panorámica 360° en Miranda do Corvo, Serra da Lousã, Portugal (Raul C. Lima, 2010) |
Hay otros elementos que degradan visualmente el paisaje y que ya no pueden ser omitidos del debate. Están las pantallas publicitarias y los carteles comerciales, que siguen creciendo sin control normativo; también la iluminación (dudosamente) ornamental de elementos patrimoniales, como puentes e iglesias en medio de la nada o espacios de interés natural (bosques, paseos fluviales) en un grotesco ejercicio de alteración de aquello que se quiere preservar. Pero no podemos olvidar los macroparques eólicos, que aquí en Galicia son una amenaza mayúscula. ¿Podemos calificar en serio de «excelente» un paisaje cuyo horizonte está inundado de aerogeneradores? ¿Cuál es el número máximo de balizas luminosas que nos parece tolerable para no considerar dañado el paisaje?
Martin Pawley. Artigo publicado na sección "La noche es necesaria" da Revista Astronomía, número 289-290, xullo-agosto de 2023.
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