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Podría parecer esperable que las personas que se dedican a la astronomía manifestasen un compromiso claro hacia la protección de la oscuridad natural de la noche, pero la realidad, o la experiencia, no nos permite aceptar con ligereza esa hipótesis. El ejercicio profesional competente de esta ciencia es perfectamente
compatible con un absoluto desconocimiento práctico del firmamento, así como de la cultura y el arte que se inspiró en ese paisaje a lo largo de la historia. No es preciso gozar con el cielo nocturno para investigar en astrofísica, de la misma forma que no es imprescindible amar la observación ornitológica para trabajar
en un laboratorio de biología.
El cosmólogo italiano Roberto Trotta reconoce en el prólogo del formidable libro Nacidos de las estrellas, editado por Pasado & Presente, el escaso bagaje observacional de una trayectoria que en su caso se orientó hacia la física teórica. Fue mientras preparaba una conferencia pública en el Imperial College de Londres, donde es profesor visitante de Astroestadística, cuando empezó a ser verdaderamente consciente de en qué medida las estrellas habían moldeado su vida. Comprendió cómo su campo de investigación «estaba encaramado a un edificio construido a partir de miles de años de curiosidad humana» y esa perspectiva histórica alentó una exploración que trajo muchos otros descubrimientos, «conexiones que nunca me habría imaginado». Si la contemplación de las estrellas y la Luna estimuló el desarrollo de las matemáticas y la invención de los calendarios, ¿habría sido igual la evolución intelectual humana si ese majestuoso telón no se extendiese cada noche sobre el horizonte? «¿Cuán menguados estaríamos», se pregunta, «sin la poesía, la música y el arte que los cielos han inspirado? ¿Cómo sería nuestra espiritualidad sin los dioses del cielo? ¿Cuán diferentes serían nuestras leyendas, nuestras grandes novelas, nuestras concepciones del universo, cuán diferentes nosotros mismos, en un mundo sin estrellas?»
Tuvo una revelación en la meseta montañosa del Carso al ver Orión resplandeciente sobre el fondo negro del firmamento y experimentar «una sensación palpable de las profundidades del tiempo, un tiempo que nunca llegaría a vivir, y una conexión con las otras incalculables e improbables configuraciones de átomos que habían asumido conciencia propia y alzado sus ojos al cielo». El autor cita a Charles Darwin en ese mismo capítulo final. El naturalista, que de joven había sido un gran amante del arte, se lamentaba ya anciano de cómo su dedicación a la ciencia le había restado capacidades para disfrutar de otras formas de belleza. «Si tuviera que vivir de nuevo mi vida, me impondría la obligación de leer algo de poesía y escuchar algo de música por lo menos una vez a la semana, pues tal vez de este modo se mantendría activa por el uso la parte de mi cerebro ahora atrofiada. La pérdida de estas aficiones supone una merma de felicidad y puede ser perjudicial para el intelecto, y más probablemente para el carácter moral, pues debilita el lado emotivo de nuestra naturaleza.» Trotta se identifica con él: «Sin las estrellas, me sentía como Darwin sin música ni
poesía».
Martin Pawley. Artigo publicado orixinalmente na sección "La noche es necesaria" da Revista Astronomía, número 310, abril de 2025.
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