venres, 1 de novembro de 2024

Toda la luz artificial contamina

Lo que como sociedad promovemos o toleramos ayuda a definir el mundo en que vivimos.

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Fotograma de F for Fake (Orson Welles, 1973)

En un artículo de hace dos años me hice eco de una tan concisa como reveladora nota de Salva Bará que explicaba que de cada 22 millones de fotones reflejados en el ambiente, el ojo captura únicamente uno para la visión. Las cuentas no son difíciles: se trata de comparar la superficie de la pupila, nuestra ventana de entrada de luz, cuyo diámetro es de 6 milímetros, con la de la semiesfera centrada en cada punto de la escena que tenemos por delante en la que se reflejan los fotones. Suponiendo una distancia de visión (conservadora) de 10 metros, el cociente entre superficies da 4,5·10⁻8 : esa es la fracción de luz que recibimos, esa partícula de cada 22 millones que ya presentamos y que, excuso decirlo, es muy valiosa para nuestro cerebro. El resto de los fotones (el 99,999995 %) no los usamos, o sea, no los vemos, así que la máxima eficiencia de un sistema de iluminación exterior perfecto es del 0,000005 %. No hay milagro tecnológico que vaya a cambiar esa limitación física.

A efectos prácticos podemos considerar contaminante «toda» la luz artificial producida, de la que además una parte notable, hasta un 80 %, es absorbida por los materiales y no contribuye a nuestra captación de fotones, así que la eficiencia máxima en un caso real típico habría que dividirla por cinco y dejarla en el 0,000001 %. Un resultado provocador de este hecho es preguntarse cuánto cuesta la luz que verdaderamente utilizamos. Basta multiplicar la eficiencia calculada por la factura anual de cualquier ayuntamiento para comprobar que el coste de los fotones que necesitamos se pagaría con unas moneditas. Los otros cientos de miles o millones de euros presupuestados son pura polución.

En sus siempre inspiradoras charlas Salva insiste en dejarnos claro que la luz artificial es un agente contaminante; un contaminante útil, como tantos otros, que debemos gestionar con prudencia. Es fundamental asumir que el impacto negativo de la luz depende de las emisiones totales y que estas, necesariamente, tendrán que limitarse, igual que sucede con cualquier otro elemento contaminante. Por bienintencionada que sea, la mejora de cada instalación individual no sirve de nada si globalmente las emisiones aumentan.

No hay soluciones tecnológicas para los problemas sociales y políticos, y cómo alteramos la noche es uno de ellos. El inmenso conocimiento científico acumulado sobre la contaminación lumínica nos da pistas sobre las consecuencias de nuestras decisiones, pero la elección final, por equivocada que sea, le corresponde a la ciudadanía (entendiendo por equivocadas aquellas elecciones que provocan daños injustificables). Podemos, colectivamente, aceptar la desaparición de la noche, el calentamiento global y la destrucción de los ecosistemas como daños colaterales «inevitables» (sic) de la codicia capitalista, igual que toleramos el genocidio palestino o las vergonzantes cábalas sobre el número de cuerpos africanos que cada gobierno autonómico puede acoger, enésima demostración de que incluso ante una crisis humanitaria algunos humanos son menos iguales que otros. Podemos hacer de la Tierra un lugar inhabitable. O no. Esa es la decisión que debemos tomar.

Martin Pawley. Artigo publicado orixinalmente na sección "La noche es necesaria" da Revista Astronomía, número 305, novembro de 2024.

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